«Oiktos (Pity)»: El egoísta negocio de la melancolía

El análisis de un premiado filme griego -todavía ignoto para nuestra cartelera- en la retórica estética inconfundible que sólo nos brinda el redactor argentino del Diario «Cine y Literatura»: los profundos significados dramáticos y argumentales, en fin, de la reveladora obra audiovisual del realizador heleno Babis Makridis.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 3.5.2019

La ciencia psiquiátrica lo llama lipemanía: la obsesión -y hasta el placer- por estar tristes. La contradicción interna de ser feliz por no serlo, o de no ser felices para poder serlo, es el centro simple -casi como un haiku griego- del abogado que encarna Yannis Drakopoulos: despertarse para poder llorar profunda y monótonamente cada mañana y bajar al submundo de su propia melancolía. Su alma está quieta como una antigua estatua griega en pose de llanto, y desde allí, desde esa inmovilidad del ánimo es que opera su relación con el mundo.

Tal la esencia del filme Oiktos, que se vende con su título en inglés de Pity y que en castellano sería algo así como “lástima”, en tanto que pena compartida. Una película dirigida por Babis Makridis y co-guionada entre Makridis y Efthymis Filippou, en una coproducción greco-polaca de 2018.

Yannis, como abogado penal, lleva adelante la parte acusadora en un crimen cometido a un anciano y se trata con los hijos de la víctima con la fruición y hasta el goce de quien siente que puede solazarse en el dolor y la tristeza… embadurnarse de ella y nutrirse de ella.

Fuera de la expresión que sigue al llanto, nuestro abogado tiene un solo gesto a lo largo de toda la película: los ojos apagados; un rictus amargo en los labios, postura encorvada y brazos cayendo a ambos lados del cuerpo. El resumen físico de una lágrima que camina… casi hasta podemos ver una nubecita negra que llueve permanentemente sobre su cuerpo acompañándolo a todas partes, en toda circunstancia.

Su esposa (Evi Saoulidou), tras un accidente de automóvil, había quedado en estado de coma y esa fue la excusa perfecta para que su tristeza parasite los sentimientos ajenos: el tintorero (Makis Papadimitriou) que cumple a pie juntillas con todos los requerimientos del abogado, que también se apaga ante la lacrimosa presencia del hiper formal cliente, que le manda saludos de su mujer y que le cobra unos euros de menos en solidaridad con su evidente dolor.

 

Un fotograma del largometraje «Oiktos» (2018), del realizador Babis Makridis

 

Pero también tenemos la dulce y doméstica solidaridad de la vecina que le alcanza su bizcochuelo de naranjas de todas las mañanas, la que comparte con el hijo -y con un bocado con su perra- en el desayuno… pero es ahí donde comenzamos a percibir que el dolor -que realmente vemos existir, porque el pobre abogado llora hondamente en la cama y porque acomoda las almohadas para sentir a su esposa junto a él-, ese dolor que realmente lo agobia, lo descubre también esperando junto a la puerta el momento en que la vecina le trae el consabido bizcochuelo…

Pero no sólo esperando a la vecina, sino que también se retrasa en atender para que ella no se dé cuenta de que estaba junto a la puerta aguardando y también porque mira la hora: la tristeza se le hizo un cálculo, una especulación.

Su melancolía es ya un comercio y en las pequeñas ganancias que obtiene aquí y allá, se consuela. Nunca deja de ser un sentimiento que existe pero que se ha ido construyendo como método de vida, un negocio quizás inconsciente pero que siempre le es efectivo…, en una economía personal mesmerizante que tiene al padre, al tintorero, a la vecina, a sus amigos de bridge, a su secretaria, (a nosotros también) encadenados a su gesto único, a su monomanía. Una tristeza que invita a la lástima y que su espíritu siempre en pose, reclama como alimento.

 

El actor Yannis Drakopoulos en una escena del filme «Oiktos»

 

El único elemento que parece escapársele del cálculo cada vez más claramente egoísta, es la vida más plena y libre de su hijo: ejecuta a un Mozart alegre en el piano y su padre le recrimina: “que los vecinos piensen que no están lo suficientemente tristes”. Y como respuesta de reafirmación, entona a cappella una letanía densa y oscura, de tinte folklórico y que él mismo compuso (cuya letra -muy buena, por otra parte- pertenece a Filippou) y encara lo que parece ser la inevitable muerte de la esposa.

Se cerciora que el futuro del hijo como pianista es prometedor y esto lo descoloca. El Mozart del Lacrymosa de la Misa de Réquiem no se escuchará en su piano sino que saldrán, en cambio, las alegres notas de divertimentos y otros juegos musicales. Imperdonable. El profesor de piano le confirma el largo normal de los dedos del hijo y que éstos no serán un óbice para su carrera como pianista, ya que el muchacho tiene el mismo largo de dedos que el profesor y quien ejecuta el piano sin inconvenientes.

De modo que nuestro amargo abogado tomará medidas para tratar de malograr esa carrera e irá construyendo una maquinaria de defensa y ataque para preservar su tristeza contra las circunstancias que cambiarán drásticamente tras un llamado por teléfono. Y ahí suena la que quizás sea la música más triste jamás compuesta que es, precisamente y para mí, el Lacrymosa de Mozart…

Así crecerá la verdadera tragedia de nuestro maniático abogado en una segunda parte del filme que, por supuesto, no develaremos. Una comedia con risueñas y a la vez chocantes exageraciones muy bien balanceadas en esta cinta: los hechos que mueven a risa brotan espontáneamente del personaje sin ninguna forma de disrupción: nunca interrumpen el triste devenir del abogado.

Un final alto -más o menos predecible, según la experiencia del espectador- y la habilidad de deconstruir un sentimiento hasta desnudar una patología que deja un sabor extraño de boca. En vez de estar “atrapado” por su auto como en la ópera prima de Makriris, L del 2012 -otra coproducción greco-polaca-, nuestro abogado nos ha atrapado a nosotros en su oscuridad.

Él es un vacío que absorbe nuestras miradas y donde realmente se siente que no se puede abandonar la pringosa melancolía a pesar de los amplísimos paisajes del plácido mar que no parecen atraernos: Makriris nos encierra con inteligencia en un ambiente de luto permanente -donde hasta una sastrería parece necesitar sólo ataúdes para ser una funeraria- y nos arrastra hacia una caverna de héroe tragicómico, una pesadilla cerrada sobre sí misma y de la que saldremos únicamente al encenderse las luces… las luces del cielo y del mar mediterráneos.

 

Yannis Drakopoulos en un encuadre de «Oiktos»

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Un fotograma del filme Oiktos (2018), del realizador Babis Makridis.