En este volumen la autora ha logrado reconstruir un universo poético propio, originalísimo, de una atracción embriagadora y de una fuerza artística poderosa, el cual atrapa desde los primeros versos en una suerte de caleidoscopio disgregado y fulgurante, como si su estética interior eclosionara bajo una multiplicidad interminable de seductores discursos encadenados, tan femeninos, que llaman y declaman por existir uno junto al otro, hasta asumir (quizás, creadora y lectores) que el destino de todos no sea otro que el de escribir.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 22.11.2018
“Mientras nosotros movemos La Barca de los Conjuros, lo que se escribe es tan solo el incierto signo de lo que no se escribe. Una permanencia tras la sombra del sueño. La ancha boca del misterio.” (Página 21)
Las palabras tienen fuerza y decretan, hechizan, descifran los sentimientos ocultos y los vuelven, paradójicamente, más enigmáticos. La trama de la poesía de este libro -porque contiene un entramado multifacético que atraviesa el texto todo y lo vuelve disperso en su unicidad- va y vuelve como un oleaje inmortal, que en cada retroceso deja que las huellas humanas se desplieguen sobre una playa virgen, donde cada lector traza sus propios significados, los observa, se inmiscuye, toma distancia, se regocija y envuelve en ellos, como cuando un niño deletrea su nombre en la arena húmeda queriendo que perdure eternamente.
Su hondura temática se construye a partir de un discurso intensamente femenino y consecuencialmente vívido, desgarrador, perturbador, incluso. /Toda el agua que me viertes cubrió a Virginia Woolf/ y no calló su fémina insolencia/ Toda la corriente que arrastra la furia de no ser uno indivisible/ sino dos extraños que se dan estocadas en el corazón/ y sangrados heridos de muerte/ intentan y consuman otra vez el rito/. (Página 25)
Los engranajes del conjunto se van uniendo como piedras preciosas que destellan una emotividad ocasionalmente quieta, dolida y doliente en otras, lúcida e invariablemente exigente siempre. /Quiero ser amada/ despertar y ver en tus ojos el ruego de los niños que no desean lanzas en sus cuerpos/porque ese fuego les obligará a escribir/. (Página 29)
Aquí se reconstruye una historia personal que tiene su imagen en una relación de amor implícita, que llama al amor de la humanidad toda y que hace del acto de escribir la travesía por medio de la cual el relato poético incursiona en las entrañas de sí misma y, por ende, en las vísceras ajenas, que resultan ser parte de la propia agudeza discursiva; en consecuencia, es esa la mirada que sacude, emociona y se hace reflexiva y dura, revestida con un dejo de ternura abisal al mismo tiempo. /Hacíamos el amor para curar tanta herida/ a veces pensábamos que era tiempo de abandonar la barca/ Pero sabíamos que bajo nosotros/ muy en el fondo se asentaba lo único cierto/ la ira de querernos a pesar de todo/. (Página 49)
Un acento de melancólica esperanza subyace en la soledad compartida de unas páginas que despiertan el sentido primero y último de toda existencia: esa imposibilidad metafísica de no poder ingresar en el subjetivismo ajeno y de intentar manotear como un ave herida los bordes de un precipicio al que no se cae jamás, pero que está presente en los sueños, las pesadillas, los estremecimientos de una vida hecha para y por la poesía. /Los pensamientos mordían con sus inútiles abismos/ pensaba que sucumbirían en los faroles/ de todas las calles donde velan los insomnes su extravío/ Acaso sólo escribiría en esa noche para sentir que te llamaba/. (Página 63)
Quizás si ese racconto, ese regreso que reduce el tiempo al momento inicial de toda historia y que pasa por Onetti, Sábato, Margarite Duras, Meursault de Camus, Virginia Woolf, Yuri y Lara del Doctor Zhivago, Clarice Linspector, Cortázar, Leopardi…y en especial de Gatsby, el inolvidable personaje de Scott Fitzgerald, no sean sino pistas exprofeso para ligar los trayectos de los solitarios y solitarias de un mundo donde el hechizo de las palabras construye la barca sobre la que se navega, anclados en un pasado que tiende a reiterarse y un futuro que se esboza como el ensueño de quien aspira a no morir en ese intento, un intento que el presente reclama a cada instante. /Siempre decías/ “es importante morir de soledad / O morir solo y de amor en los parques” /. (Página 82)
Y es a través de una suerte de círculos concéntricos donde la palabra poética cae una y otra vez, como si fueran arrojadas cientos de frases hacia el fondo de un estanque que las reproduce en la superficie trayendo su infinita, profunda y perdurable energía.
Porque Alejandra Ziebrecht (Concepción, 1959) ha logrado reconstruir un universo propio, originalísimo, de una atracción embriagadora, de una fuerza poderosa que atrapa desde los primeros versos y que van abriéndose en una suerte de caleidoscopio disgregado y fulgurante, como si su naturaleza interior eclosionara en una multiplicidad interminable de seductores discursos encadenados, que nos empapan de ese mundo tan femenino, que llama y declama por existir junto al otro, hasta asumir -quizás- que el destino no es otro que escribir. /Wilde me susurraba que perdió todo por amor/ Hasta que escribió/ Ahí pudo comprender que aquello había sido un pretexto para su balada/ porque la lujuria y el olvido -me sentenció- atraen las palabras/. (Página 93)
Ese otro es o somos también -maravilla de otra paradoja- quienes leemos y nos identificamos en su navegación. Pareciera existir un derrotero común: en la barca caben todos, más allá de que el canto y la revelación de otros mundos derivados de su particular epifanía, clamen por el amor delirante y personificado, más allá de los conciliábulos que hacen del diálogo virtual una metáfora del dialogo universal, constreñido, amarrado al dolor de existir, de sobrevivir y tratar de ser, así se perdure amparado en el texto. /Una noche dijiste que estabas próximo a concluir tu novela/ y no sabías muy bien qué harías con la mujer/Ella era tan parecida a mí y tan distinta/ Ella te pertenecía/ Yo buscaba tiempo para confundirte/ un tiempo para provocarte a continuar embelesado/ pero el tiempo no cambia su rumbo/ imaginar otra cosa es literatura/. (Página 98)
En las huellas de esta poesía caminan quienes hacen del verbo su razón de ser. No hay una parábola mayor que sucumbir al encanto de un mensaje tan íntimo y tan vasto que excede los límites de la propia individualidad. /Por qué Gatsby había muerto y no Fitzgerald/Por qué Virginia estaba sola/ y la señora Dalloway nunca le acompañaba/ Por qué Onetti nunca vivió en Santa María/ Abrí la puerta/ y nunca la noche me pareció tan ajena/. (Página 160)
Allí o acá, donde la palabra brota como un chasquido que nos despierta, surge a la vez nuestra respuesta, callada, muda, introspectiva y nos deleita saber que estos poemas también nos pertenecen.
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’80 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua.
Crédito de la imagen destacada: Ediciones Contramaestre.