«Río Grande», de John Ford: Movimientos que expresan a la vida

La forma en la cual se encuentra filmada esta obra es tan «limpia», que resulta un placer verla: hay un trabajo minucioso —por parte del director y de su equipo realizador— en torno a las relaciones que establecen los elementos sobre la escena y al rol, la posición, ocupado por la cámara frente a un campo audiovisual que varía constantemente.

Por Juan José Jordán Colzani

Publicado el 25.5.2020

Es probable sentir un desajuste al ver una película antigua. Que su visión de mundo no pasó la barrera del tiempo, por ejemplo. Pero, al mismo tiempo, el cine no es una disciplina que comience y termine con la exposición de ideas, con planteamientos intelectuales. Todo eso está, pero no es lo único. Se trata de algo tan increíble, pero que difícilmente podría ser motivo de sorpresa en la actualidad, como son las fotografías en movimiento.

El caso de John Ford en ese sentido es revelador. En sus películas del oeste, muchas de ellas protagonizadas por John Wayne, es recurrente el tópico de los americanos que tienen que defenderse de los indios que atacan sin provocación. En la cinta que nos ocupa, Río Grande (1950) esto se aprecia sin dificultad. El coronel Kirby (Wayne), duro entre los duros, es el encargado de un fuerte cercano a la frontera con México. La vida es sacrificada y ni siquiera la llegada de su hijo, luego de haber visto fracasados sus intentos de ingresar a la academia militar de West Point, implica un cambio.

A modo de recibimiento, después de quince años de no de verse, le advierte que está equivocado si cree que obtendrá un trato especial. Como no podría ser de otra forma, el joven siente el desafío de estar a la altura y demostrar a su padre que es capaz y trabajar tan como duro el que más, desestimando las reconvenciones de su madre que llega al fuerte con la intención de llevarlo de regreso y apartarlo del influjo de su padre, hombre que la alejara por el rigor con que enfrenta la disciplina militar.

Los personajes del fuerte son descritos como seres con emociones y contradicciones. Dan ganas de saber más de ellos. Por eso es tan evidente el contraste con el retrato que se hace de los Apaches. Se muestra una maqueta, sin intento de profundizar. Representan lo ajeno, que se traduce en este caso en la amenaza. Si uno hace caso de lo que aparece en pantalla, se trataría de una raza depravada, sin dios ni ley, que no tendría problemas en, por ejemplo, secuestrar una carreta cargada con niños como botín. El caos, la destrucción y hacer danzas ridículas después de haber tomado media bodega de tequila, serían sus máximas motivaciones.

En momentos en que lo que se busca es crear puentes de diálogo con el mundo del otro, este elemento de la película automáticamente resulta anacrónico. Aunque también, puede ser una invitación involuntaria para reflexionar en torno al modo en que lidiamos con esa otra mirada, entendiéndola como ajena a la comunidad y que por lo mismo pueda despertar amenaza o sospecha.

Pero como se mencionó, las interpretaciones de la realidad, las ideas, no son los únicos elementos en un filme. Si fuera así, sería difícil que esta en particular se dejara ver, como no fuera para fomentar un patriotismo mal entendido o, como ocurre a veces, para reírse de ella, no con ella.

Y es que Ford tenía un ojo envidiable y sorprende como se las ingeniaba para lograr unos encuadres tan bien logrados. Ya sea en una escena de interior, como cuando el matrimonio conversa en la tienda de ella y atrás, frente a la cámara, se ve un pequeño espejo. Todo parece conjugarse para que simplemente se vea perfecto. O en una toma exterior, con la forma en que se aprovechó el profesor Valley, en el Estado de Utah, con discretos cambios de cámara en la posición precisa, que permiten apreciar la inmensidad del lugar.

Mención especial recibe la forma en que son retratadas las tomas de acción. Hay una escena en la cual lo que se ve está sucediendo, no hay engaño posible; a indicación del instructor dos cadetes emprenden la marcha de los antiguos romanos, esto es: parados con un pie en cada caballo. Tienen que dar una vuelta a la media luna a gran velocidad y luego saltar un obstáculo de dos metros. Los soldados que aceptan el reto tienen experiencia así que se montan de forma fanfarrona, sin darle importancia.

La cámara se queda fija en un punto y desde ahí capta la carrera, alternando con las caras de asombro y entusiasmo del resto. Se acercan a las barras y uno puede sentir el vértigo que sienten todos. O las escenas grupales de acción a caballo. Hay una que merece mención. El regimiento parte a una campaña de invierno, con el objetivo de cruzar Río Grande y quedarse ahí hasta que logren terminar con la amenaza india. Para alejarlos del peligro, mujeres y niños van al fuerte de Fort Bliss, con el resguardo de escoltas, pero en medio del trayecto son atacados. La forma en que está filmado es sorprendente. Es una escena muy rápida, no por la cantidad de cortes, sino que por la acción que vemos transcurrir en pantalla.

Son escenas que trasmiten vértigo junto a la sensación de peligro y velocidad. La acción hay que filmarla de algún modo, ese es el punto y acá se logró una eficacia asombrosa, trasmitiendo la tensión, pero sin que la cámara se otorgue demasiado protagonismo.

Qué es lo que sucede en Perros de la calle de Tarantino, por ejemplo. Hay diálogos de antología, pero cuando llega la hora de los balazos hay que saber desenfundar, como ocurre después del robo a la joyería con ese tiroteo que exhala adrenalina y paraliza al espectador.

La forma en la cual está filmada es de tal modo limpia, que el hecho que exponga un modo burdo de relacionarse con el otro, no quita que sea un placer verla. Hay un trabajo minucioso en torno a la forma en que interactúan los elementos en escena y el rol, la posición, que debe ocupar la cámara.

También es una forma clara para entender que la acción no es solamente Rápido y furioso: a los personajes les ocurren cosas, más allá que se trate de alguien que piense todo el día en una silla. En algún momento le tocarán la puerta y se levantará a abrir o se hará un café. Hay un aspecto cinético que no se puede pasar por alto, el movimiento. El asunto es entonces como incluirlo e incorporarlo en la narración. Una reflexión que sin duda, realizadores y público pueden nutrir con el análisis de esta obra audiovisual.

 

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Juan José Jordán Colzani (1982) estudió literatura en la Universidad Diego Portales y es autor del libro Ahí va esa y otras crónicas (RIL editores, Santiago, 2014), una recopilación de textos pertenecientes al desparecido narrador y periodista talquino Guillermo Blanco, y de la reedición de la novela Juego de sangre de Hernán Poblete Varas, publicada a comienzos de 2020 por editorial Trinca.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Un afiche de época de Río Grande (1950), del realizador estadounidense John Ford.