«Sumar», la nueva novela de Diamela Eltit: El espectáculo de la pobreza santiaguina

La obra, una de las más extremas de la autora, muestra lo burlesco que puede llegar a ser el sistema, con sus archivos y registros inútiles y la futilidad de las marchas y protestas. Los cuerpos están averiados y los nombres pueden repetirse (como el de las dos protagonistas), pues no importa quién se manifieste: el terrible reciclaje extingue las pulsiones vitales de las humanidades, ya convertidas en mercancía y reciclados después de su tiempo de expiración.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 9.6.2018

Sumar, la nueva novela de Diamela Eltit (Santiago, 1949), presenta un panorama desolador, a partir de un grupo de vendedores ambulantes que se embarcan en una verdadera peregrinación, con tintes bíblicos, en busca de La Moneda, un objetivo que nunca llegan a alcanzar.

La novela, cuyo nombre proviene de la industria “Sumar”, donde ha sido detenida Ofelia Villarroel, comienza con una carta de petición hecha por el padre de ella, quien reclama los restos de su hija; una carta más que se suma a las tantas otras redactadas en 1973. Pero como ya es habitual en la narrativa de Eltit, el título es múltiple y denota también una sumatoria en el sentido más matemático y material de su valor.

En Sumar el espacio público y el privado coexisten, contaminados e invadidos. La mercantilización la vemos en la arquitectura urbana, un emplazamiento que se erige como posibilidad de explotación y usufructo donde los protagonistas, vendedores ambulantes, emprenden su marcha literal y simbólica hacia la moneda. Este objetivo le permite a Eltit desplegar su talento para mezclar hablar contrastantes; la de la voz narrativa, a cargo de Aurora (quien, sabemos, se llama así debido a que tiene una tocaya, con la cual conversa) y las intervenciones del habla popular con las que dialoga el texto y que reflejan las procedencias de cada uno de los manifestantes callejeros. A través de ellos podemos ver el reflejo social desde un prisma biopolítico, donde los cuerpos se transforman en voceros parlantes de su costo: “Es que ya estamos absolutamente cansados de experimentar toneladas de privaciones. Hastiados de los golpes que nos propinan las oleadas de desconsideración y desprecio”.

La novela, una de las más extremas de la autora, muestra lo burlesco que puede llegar a ser el sistema, con sus archivos y registros inútiles y la futilidad de las marchas y protestas. Los cuerpos están averiados y los nombres pueden repetirse (como el de las dos Auroras), pues no importa quién se manifieste: el terrible reciclaje extingue las pulsiones vitales de los cuerpos, ya convertidos en mercancía y reciclados después de su tiempo de expiración. La moneda es el cuerpo que tiene un precio relativo, jerarquizado, y la moneda es también lo inevitable: “Me gustaría olvidarla. Pero migrar de la moneda es imposible…”. La moneda es tan avasalladora, que ni siquiera hay espacio para las particularidades. Acá hay otra burla: ya no interesan las historias personales o familiares: “Formamos una familia igual a todas las familias… Tuvimos padres previsibles, reemplazables, seriados”. Estas descripciones desbaratan y denuncian también un cierto narcisismo (tan común en las crónicas actuales) en torno a los relatos que ensalzan narraciones familiares y (auto)biográficas. La necesidad de acusar el espacio y el estado va mucho más allá de las peculiaridades de estos testimonios. Nada de eso importa, parece decir Sumar: Todo es tragado por La Moneda.

Como en novelas anteriores (por ejemplo en Los trabajadores de la muerte, donde también la voz narrativa nos remite al espectáculo callejero de la pobreza santiaguina), las demandas sociales son cursadas con un extremo humor negro que se encarga de desperfilar discursos como el religioso (“… la propiedad del planeta ya se había repartido entre los escasos dueños que habían sido escogidos por el dedo inmisericorde y racista de Dios”), la militancia política (“algunos vecinos que piensan… que la marcha es un espectáculo para alegrarles el día”) y la maternidad. Aurora tiene cuatro hijos en el interior de su cuerpo, en su psiquis, y ellos, en su estado de concepción, comienzan a reclamar lo que necesitarán para materializarse, literalmente: “Ellos no cesaban de pedirme cosas que estaban fuera de mis posibilidades. Necesitaban un celu nuevo, querían un juego con los últimos campeones de lucha libre y la tableta que, aseguraban, les prometí. Pedían y pedían”. Y, también como en otra novela anterior de Eltit (El cuarto mundo), hay una macabra iluminación que surge a partir del mercado biopolítico que pone a disposición productos orgánicos exclusivos. Estos hijos que Aurora carga van a apostar a una realidad supuestamente más privilegiada: “Pretenden ser adoptados por una familia nórdica que está interesada en recolectar experiencias desoladoras para reconvertirlas”.

Pero quizá lo más radical es la forma en que vemos a los personajes interactuando en la escena pública. Sus imaginarios se hallan traspasados por las más diversas y disparatadas informaciones, producto de una globalización enloquecida y grotescamente democrática. Las redes sociales y el wifi son capitales que vomitan saberes inusitados, dislocados, torcidos y absolutamente necesarios para la convivencia y pertenencia social. Vemos el mito de Ayrton Senna, el fórmula 1 brasileño, las especulaciones sobre Isaac Newton, el fatal destino del sacerdote dominico Giordano Bruno; leemos sobre Miguel Ángel y también el astronauta Buzz Aldrin… Todo puede transcurrir en la más abisal precariedad, pero el acceso a la web es inapelable, pues todos estamos presos bajo una nube global.

 

«Sumar» (Planeta, Santiago, 2018), de Diamela Eltit

 

 

Crédito de la imagen destacada: Diamela Eltit, por Horizontal (https://horizontal.mx/)