Una forma de ser feliz: La experiencia de vivir a través de la lectura

El acto de leer propicia en quienes lo practican la sensación de haber llegado, de haber alcanzado ese lugar y ese espacio estético llamado la Edad de Oro: el lugar en que no hay un “tuyo” ni un “mío”, ese tiempo de la fertilidad y del contentamiento con los bienes que poseemos, la época de la Arcadia que existe solo porque la buscamos.

Por María Eugenia Góngora Díaz

Publicado el 23.7.2020

Si me pregunto cuáles son los intereses, las líneas de trabajo y los temas que me han ocupado como lectora y estudiosa de la literatura, diría que son solo unos pocos, y en la persecución de esos pocos temas y su búsqueda, me han guiado sobre todo la pasión y el deseo de conocer. La pasión por conocer amorosamente, por estar con las personas y en los lugares que me atraen, en los tiempos que me gustaría vivir o haber vivido, queriendo aprender, mirar y degustarlo todo en profundidad. Reconozco al mismo tiempo el privilegio que he tenido: haber podido trabajar con las palabras, el haber podido dedicar la mayor parte de mi tiempo a leer: haber sido a ratos una “desocupada lectora”, gozando las dispensas de un cierto ocio, necesario para concentrarnos en la lectura placentera, y que tantos otros no han tenido.

Este es un privilegio que debo también a todos los que me han acompañado en este camino, a mis padres, a mis amigas y amigos lectores. Compartir nuestras lecturas es un elemento esencial de este conocimiento y de este placer que, a pesar de ser casi siempre individual y silencioso —hemos dejado atrás la lectura colectiva y la tertulia literaria—, es una experiencia que, por definición, no puede ser solitaria. Y la búsqueda de aquellas experiencias, que pasan por la lectura codiciosa de obras de todo tiempo y ámbitos diversos, tiene, al menos para mí, un nombre provisorio: es la búsqueda de la Edad de Oro.

Hace un buen tiempo hice una búsqueda temática de algunas de las fuentes de esa tradición prestigiosa, estudiando sus orígenes clásicos de The Former Age, “La Primera Edad”, un breve poema de Geoffrey Chaucer (1340–1400), que se inicia describiendo aquella: “vida feliz, apacible y suave que llevaban los hombres de esa primera edad” y que concluye con un lamento que no nos da tregua, y parece tan actual como lo fue en el siglo XIV en el cual fue compuesto:

“¡Ay, ay! ¡Ahora pueden los hombres sollozar y llorar! / Porque en nuestros días nada hay sino codicia/doblez y traición y envidia/veneno, muerte y asesinato de muchas maneras”.

Chaucer tomó este tema directamente del filósofo Boecio y su Consolación de la filosofía, una voz “autorizada” durante la Edad Media y la temprana modernidad, y qué él tradujo al inglés; Boecio, a su vez, había leído a Virgilio y a Ovidio. Gracias a ese estudio pude entrar en varios de los poemas y escritos antiguos en los que se describió una forma de vida feliz, libre de la codicia y la violencia y de los temores que las riquezas traen consigo.

Recordemos que esa mítica vida sencilla y pacífica, descrita quizás por primera vez hacia el año 700 AC en Los trabajos y los días de Hesíodo y contrapuesta siempre a la edad en la que ahora vivimos, es una época en la que los hombres, se nos dice, actuaban con justicia y modestia; no buscaban riquezas ni araban la tierra, sino que comían los frutos de los árboles. Esa Edad será aquella que luego describirá con nostalgia don Quijote a los cabreros, compartiendo con ellos las bellotas que le ofrecían una noche en el monte, mientras ellos, los hombres supuestamente más felices y más cercanos a la Edad de Oro, simplemente “comían y callaban” (El Quijote, I, cap. 11).

En lecturas más tardías, encontré también el tema de la “Primera Edad” en Walden, el notable relato autobiográfico del escritor norteamericano Henry David Thoreau publicado en 1854. Al escribir sobre su vida en una cabaña construida por él mismo, sobre las estaciones, los trabajos y los días vividos en Walden Pond, cerca de la ciudad de Concord, en la Nueva Inglaterra del siglo XIX, este autor, próximo al pensamiento de Emerson, se acerca a la autonomía y la sencillez que están en los fundamentos de la nostalgia de una Edad de Oro.

Para Thoreau, como para otros autores antes de él y para muchos posteriores, la vida en el campo, ajena al ruido de las ciudades, sigue siendo la más cercana a la que llevaron los hombres y las mujeres en esa mítica Edad de Oro. Y la (para mí) misteriosa frase final de Walden nos convoca, quizás, a un futuro luminoso, pero también impredecible:

“La Luz que ciega nuestros ojos es nuestra oscuridad. Solo amanece el día para el que estamos despiertos. Y quedan aún muchos por abrírsenos. El Sol no es sino la estrella de la mañana”.

La búsqueda de la experiencia a través de la lectura, y en particular la búsqueda de la Edad de Oro, nos permite asociarnos a otros viajeros, a esos transeúntes que menciona Thoreau al aludir a esos hombres de la Edad Primitiva, esa Edad que fue cantada por los antiguos poetas, la que describió Chaucer y a la que mucho más tarde se refirieran Cervantes y tantos otros; esta búsqueda nos identifica también a los lectores como nómades, en las palabras de Michel de Certeau, quien, en La invención de lo cotidiano, describe la actividad de los lectores como la de aquellos nómades que buscan y viven de los bienes ajenos y que buscan —también en sus palabras— el paraíso perdido.

 

Henry David Thoreau

 

La búsqueda de la Edad de Oro

La errancia describe bien esta búsqueda que a muchos nos ha llevado desde las lecturas de la infancia —en mi caso—, los primeros cuentos de hadas y luego las novelas de Johanna Spiry y Louisa May Alcott, a las narraciones de Julio Verne y Robert Louis Stevenson. Más tarde,  la maravillosa apertura al mundo adulto a través de Dostoievski y luego la aventura más prolongada y diversa: la literatura medieval europea y española, la poesía de los musulmanes de España, Cervantes, Shakespeare, Jane Austen, Dickens, Balzac; las notables autobiografías de los viajeros ingleses de los siglos XIX y XX, especialmente las de aquellos que relatan su acercamiento y su amor por el mundo árabe;  un poco más cerca, han sido también importantes para mí Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y por cierto, toda la poesía chilena.

Sin duda, mi Edad de Oro ha sido y sigue siendo la Edad Media europea con su inagotable variedad y sus mundos tan diversos. La Edad Media no es para mí solamente un tiempo lejano, y es mucho más que una época ya pasada: es un inmenso continente directamente o indirectamente ligado a nuestro presente. No puedo sino recordar en este sentido unas palabras de Verlaine, quien, en el siglo XIX, escribió que su corazón fatigado debería navegar hacia esa “Edad Media enorme y delicada” (Sagesse, X). Por ese continente empecé a viajar desde el momento en que, por primera vez y en mi último año de la Universidad, leí los versos iniciales de la Canción de Rolando; esa breve lectura y el descubrimiento del ritmo de los versos heroicos fueron decisivos para mi vocación posterior.

La poesía heroica; Irlanda y su maravilla lejana y sus viajes al otro mundo; Islandia y sus antiguos dioses —esa Islandia buscada y soñada por William Morris y por Borges, como sucede en el poema “Gunnar Thorgilsson”—; los conflictos políticos y la cristianización; las mujeres religiosas y sus visiones; las formas de la sexualidad y de la amistad: las imágenes y los textos más diversos nos permiten asomarnos al menos a esos mundos antiguos y, por cierto, la lectura y una reflexión continuada sobre ellos nos permiten darnos cuenta, en alguna medida, como en un espejo algo oscuro e incierto, de cómo vivimos hoy día, en nuestro mundo y en nuestros tiempos.

De la diversidad tan marcada de la escritura y de la literatura medieval, quiero rescatar la aparente contradicción de los registros que encontramos en muchas de las obras que podríamos llamar canónicas en ese período, y que anuncian mucho de la literatura más reciente. Para mencionar solo un ejemplo conocido en nuestro medio, en el Libro de Buen Amor, escrito por un clérigo castellano del siglo XIV, encontramos la canción religiosa, el ejemplo picaresco, la admonición seria, la parodia de las Horas litúrgicas, la pseudo–autobiografía erótica, la batalla de Carnal y Cuaresma, y el triunfo de don Carnal y don Amor el día de la Pascua de Resurrección. Esa aparente heterogeneidad, propia también de la poesía popular, esa coexistencia de registros, es uno de los elementos que me han parecido siempre atrayentes y que, para nuestros cánones más habituales, son los más difíciles de interpretar sin caer en simplificaciones.

Me interesa señalar en particular el efecto de lo contradictorio legible “entre líneas”, no necesariamente explícito, como uno de los mayores placeres de la lectura, y quizás ello explique en parte la variedad de nuestras lecturas, pero también una de sus características menos obvias: lo relevante para mí es que esos elementos contradictorios no se resuelven simplemente en la complementariedad de lo negativo y lo positivo, lo femenino y lo masculino, lo diurno y lo nocturno, lo religioso y lo profano. Me refiero a la relación más compleja y de inesperada fluidez entre los términos que solemos denominar “contradictorios”.

En la música de fines de la Edad Media y en la temprana modernidad encontramos el término “contrafactum” y su plural “contrafacta”, que señala aquellas composiciones que adoptan la música de una canción profana y la transforman y la “popularizan” con una nueva intención, como una canción devota. Diría que, en algún sentido, la mejor literatura —o, para ser más precisa, la literatura que leo con mayor placer— es siempre un “contrafactum”. En realidad, creo que podemos reconocer esa fluidez inesperada: en todos los discursos y géneros, también en la literatura moderna y contemporánea, tanto en la poesía como en el cuento; tanto en el drama de Shakespeare como en la parodia o en el relato autobiográfico, así como también en una novela tan contradictoria, irónica y “contrafacta” —para usar mal el término latino— como es el Quijote de Cervantes.

 

Tumba de Eloisa y Abelardo en el cementerio Pere Lachaise de París

 

Lo cómico, lo paródico y la felicidad

En este mismo sentido me interesa destacar también la importancia de lo cómico y de lo paródico. Volviendo a la literatura medieval, que es la que mejor conozco, encontramos a menudo esta aparente contradicción de los registros, incluso en la escritura que parece más devota en su intención, como son algunas colecciones de sermones para los predicadores, y que están salpicados de pequeños cuentos y ejemplos picarescos.

En las cartas de amor de los siglos XI y XII, entre los cuales los textos más conocidos son los de la (supuesta) correspondencia entre Abelardo y Eloísa vemos a menudo que la petición de instrucción devota se asocia al recuerdo del amor pasional. Por otra parte, la poesía latina de los goliardos, entre ellos los cantares de Beuron o de Cambridge, la poesía “culta” de los monjes y estudiantes vagantes, es famosa por su procacidad, su tono trascendente y su notable devoción, todo ello a un tiempo.

En esta misma línea, las misas paródicas que han quedado registradas como parte de las prohibidas “fiestas de los locos”, así como las horas canónicas del ya mencionado Libro de Buen Amor son solo algunos de los ejemplos mejor conocidos de esta contigüidad de los registros y de los lenguajes que “no nos dan respiro”, que nos obligan a estar siempre revisando nuestro manejo de los códigos y de nuestras expectativas notablemente conformistas y “burguesas”, si se me permite esta última expresión.

Así como encuentro placer en la canción religiosa y en la canción amorosa profana —muchas veces intensamente profana— a un mismo tiempo, es porque advierto allí esa inesperada fluidez que se manifiesta a menudo como una ruptura de las expectativas, gracias a la expresión de una cercanía totalmente inesperada. En el caso de las canciones medievales que recuerdo ahora —en las “albas” castellanas y francesas, en la poesía provenzal y en las canciones de los poetas andalusíes, hombres y mujeres—, me doy cuenta de que el lenguaje erótico no es “otro” que el que encontramos en los textos místicos: no existe otra manera de decir el deseo, el apego intenso y total, así como no parece ser posible decir el dolor por la distancia y la búsqueda con otras palabras: pareciera que solamente se lo pueda decir con el lenguaje del Cantar de los Cantares, con las palabras de Eloísa escribiendo su amor por Abelardo; con el verso erótico de una canción de mujer del siglo XII o con el lenguaje extremo de los místicos de distintas épocas y orígenes.

Esa fluidez se constituye al mismo tiempo como un espacio y una distancia que me interesan porque nos permite justamente leer entre líneas en busca de placer y de saber; y ese espacio —voluntario o no— está dado a veces por lo no dicho; a veces por la aparición de relaciones de contigüidad e incluso por una convergencia de sentidos, pero muy raramente, o nunca, por relaciones de estricta causalidad: ese espacio es el que permite que tantos lectores contemporáneos de las obras, así como también que los lectores futuros, podamos leer y volver a leer a lo largo de nuestras vidas; permite que haya generaciones de lectores y también de intérpretes que visitan una y otra vez estos textos siempre nuevos.

Por eso, y especialmente cuando me refiero a la poesía amorosa, más que hablar de la indecibilidad o de la inefabilidad de la experiencia que supuestamente la sostiene, me resulta más pertinente asumir el espacio y la distancia de lo que queda sin decir o se dice “entre líneas”. Estoy pensando, por ejemplo, en unos versos del místico musulman Mansur al Hallaj (857) muerto crucificado frente a Bagdad en el año 922 y que me sirven para mostrar la cercanía y la distancia en el lenguaje amoroso:

“Tu imagen está en mi ojo y Tu recuerdo en mi boca, /Y Tu morada en mi corazón, ¿dónde te escondes, entonces?”.

La imagen del amado y su recuerdo están inscritos en el cuerpo, en el ojo, en la boca y su morada está en el corazón, pero el amado no está allí. El amado está siempre escondido, el amado está siempre ausente, como en toda la gran poesía erótica. Y en este contexto no podemos sino recordar también algunos de los versos del Cántico espiritual de Juan de la Cruz:

“Descubre tu presencia/ y máteme tu vista y hermosura/mira que la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la presencia y la figura”.

¿En qué consiste, entonces, la búsqueda de la Edad de Oro a través de la lectura? En seguir buscando esa relación de los opuestos, sin duda. En leer entre líneas, en quedar sorprendidos por las distancias que no podemos superar; en buscar una forma de felicidad a través de las voces que vamos descubriendo como lectores y que nos permiten aprender y gozar una y otra vez, tanto en los textos más lejanos como en los más aparentemente cercanos. En asumir la nomadía que menciona Michel de Certeau.

Pero la búsqueda nos permite también saber que, gracias a algunos textos, de pronto sentimos que hemos llegado a casa. Es cierto que he tenido ya varias veces esa extraordinaria experiencia de haber llegado, de haber alcanzado ese lugar y ese espacio que he llamado la Edad de Oro: el lugar en que no hay un “tuyo” ni un “mío”, ese tiempo de la fertilidad y del contentamiento con los bienes que poseemos; el tiempo de la Arcadia que existe solo porque la buscamos, así como el tiempo feliz de la Edad de Oro. Pero también la experimentamos, a veces, en el amor y en la amistad, en la visión de las ciudades y lugares que amamos, y también, por cierto, en la lectura que nos sirve de camino.

Por eso creo que todos hemos encontrado en algún momento la Edad de Oro en textos muy dispares y no siempre conocidos o especialmente prestigiosos. Pero ellos justifican la búsqueda y la persistencia en ese camino en el que se juegan, como se decía en las antiguas novelas medievales, “el amor y la aventura”.

 

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María Eugenia Góngora Díaz es profesora titular de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

 

María Eugenia Góngora

 

 

Imagen destacada: El Quijote y Sancho Panza.