«Una vida oculta»: Sacrificios silenciosos

La obra audiovisual del realizador estadounidense Terrence Malick –que este jueves 13 de febrero se estrena en Chile– es un filme complejo y extraordinario, duro y profundamente emotivo: es imposible no dejarse llevar por su poesía visual, conmoverse con su espiritualidad doliente o admirar cómo la fragilidad humana se transforma en fortaleza en medio de la ausencia.

Por Felipe Stark Bittencourt

Publicado el 12.2.2020

Terrence Malick (1943) es uno de los cineastas más abiertamente espirituales de la actualidad y uno de los más elocuentes por la armonía estética que consigue entre sus ideas y su plasmación audiovisual. Privilegia la luz natural, se sirve de un steadicam y de pocos, pero bien utilizados recursos que le dan a su cine un lirismo característico y minimalista. Estos factores los combina con historias motivadas, generalmente, por inquietudes filosóficas, donde se ha preguntado por las razones de la locura, el sentido de la vida o la existencia de Dios sin tapujos, con apertura y honestidad. Así, no es de extrañar que las continúe en Una vida oculta, su último filme. En casi tres horas de pesado dramatismo sigue a Franz Jägerstätter, un campesino austriaco que lleva una vida apacible junto a su esposa Fani y sus hijas.

Franz es un hombre sencillo. Trabaja la tierra, es sacristán en la iglesia del pueblo y juega con su familia cuando está libre. Bien puede ser Adán en un jardín del Edén contemporáneo, uno donde él y Eva no comieron del fruto prohibido y ahora viven felices, en medio de montañas que se yerguen majestuosas con nubes que las rodean con su misterio.

Pero en este jardín hay también una serpiente y por eso se anuncia con fragmentos de El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl o con el sonido de un avión que surca el cielo sin ser visto. Hitler ha traído la Guerra y Franz debe jurarle lealtad, pero, a diferencia del Adán bíblico, no muerde el fruto y acepta las consecuencias de ese mal que intentará desgarrar su vida y la de sus seres queridos con el ostracismo y la violencia.

El mundo de Malick es mítico y la tierra que pisan sus personajes está cargada de simbolismo religioso. Las montañas, las nubes, el agua y la luz adquieren omnipresencia teológica y dramática. Hay un contexto histórico definido y violento, un fragmento de tiempo que se enfrenta a la impasibilidad del territorio en busca de establecer su hegemonía. Es el nazismo con sus avances cada vez más siniestros y maquinales, una fuerza que pretende enfrentar lo eterno y sencillo, pero con virulencia concertada y astuta.

Bien contra mal. Luz versus oscuridad. El conflicto es esencial y ambicioso, pero no alcanza a ser pedante por el foco de la dirección. Malick no filma desde la perspectiva de Dios, tomando decisiones sobre los personajes o juzgándolos de tal o cual forma. Por el contrario, su acercamiento es profundamente humano. Ciertas escenas pueden recordar a alguna pintura de Jean-François Millet con sus campesinos que labran la tierra o se detienen para rezar. Del mismo modo, utiliza la cámara a la altura del pecho y, ayudándose con el steadicam, consigue movimientos fluidos y cercanos que otorgan a la imagen una cualidad tierna e íntima, logrando así una sensación similar a la que buscaba Spielberg cuando filmó E.T.

A lo lejos, sin embargo, sosteniendo a los personajes, está ese otro mundo incomprensible y reflejo de lo sagrado, registrado con lentes amplios y una profundidad de campo sobrecogedora. Allí están las montañas, la vida sencilla, el trabajo que nadie ve, el dolor que un soldado inflige a alguien en una celda oscura y solitaria, los rábanos que un vecino roba a Fani.

Una vida oculta no busca el retrato de un héroe, sino el de un hombre común, pero con principios, capaz de sacrificarlo todo por mantenerse fiel a ellos, incluso pese al desprecio, el miedo y la soledad. ¿Acaso alguien escucha sus plegarias? ¿Tiene sentido arriesgarlo todo? ¿Quién ve la injusticia y el dolor? Esas preguntas también están en boca de los personajes o en las cartas que Franz le escribe a Fani. Malick utiliza nuevamente la voz en off para intensificar la duda y crear una oposición entre esa naturaleza majestuosa y la pequeñez humana que trata de entender ese mundo que existe, pero que es arduo y lejano.

Si bien Malick pone sobre la mesa sus acostumbradas inquietudes, quizá con más intensidad, no las presenta como si fueran parte de un sermón beato y simplón. En su calidad de director se limita a observar, abriéndose a un plano sobrenatural, pero deja todo al arbitrio del espectador. Su acercamiento recuerda, de alguna forma, al que hiciera Martin Scorsese en Silencio con sus misioneros atormentados. En ambas obras la naturaleza parece reflejar algo más, una luz que es ambigua y que se mantiene callada. Los árboles, los ríos y el cielo son testigos silentes de los sacrificios, pero a un mismo tiempo son eternos y puede que en ellos esté el reflejo de una respuesta.

Una vida oculta es una película compleja y extraordinaria, dura y profundamente emotiva. Es imposible no dejarse llevar por su poesía visual, conmoverse con su espiritualidad doliente o admirar cómo la fragilidad humana se transforma en fortaleza en medio del silencio.

 

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Cine trascendental: Una vida oculta (A Hidden Life), de Terrence Malick: De la conciencia y el amor.

 

Felipe Stark Bittencourt (1993) es licenciado en literatura por la Universidad de los Andes (Chile) y magíster en estudios de cine por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Actualmente se dedica al fomento de la lectura en escolares y a la adaptación de guiones para teatro juvenil. Es, además, editor freelance. Sus áreas de interés son las aproximaciones interdisciplinarias entre la literatura y el cine, el guionismo y la ciencia ficción. También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Una vida oculta (2019), de Terrence Malick.