«Violencia, terrorismo y anarquía»: Las claves de la geopolítica actual

Aunque el ciclo o el péndulo de la Historia vuelven a oscilar, retrocediendo y avanzando, sin duda hay logros, tanto en progreso social como en los derechos humanos que perviven -al menos en Occidente- constituyendo una base sólida sobre la que se cimenta el proceso de las mejoras colectivas.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 15.1.2020

“Antes de que ellos mataran a muchos inocentes, los eliminamos nosotros”.
(Defensa de un agente de Pinochet ante el juez instructor)

El ser humano es un animal violento, mucho más que otras especies “inferiores”, puesto que en éstas la violencia es un recurso instintivo en la lucha por la subsistencia; en cambio, en aquél, todos los medios disponibles para ejercerla, desde la piedra o el garrote hasta los misiles con ojiva nuclear, se preparan y articulan para aniquilar al prójimo, considerado enemigo bajo diversas circunstancias o premisas; el opositor a nuestra voluntad de poder será reo potencial para el ejercicio de la coacción, en sus diversas gradaciones, incluyendo el desenlace previsible del homicidio. Desde Caín hasta nuestros días, la Historia es una sucesión de guerras, muertes y genocidios, al punto que esa arbitraria crónica del devenir humano se escribe sobre la base de cruentos hechos y múltiples batallas. Así, el héroe paradigmático sigue siendo el guerrero, el que se prepara y perfecciona para eliminar al vecino de enfrente o al desconocido de ultramar. Todas nuestras ciudades y pueblos están polutas de estatuas ecuestres, en donde el único que podría salvarse es el caballo. Esperemos que los futuros gobiernos -presididos y administrados por mujeres-, darán al traste con estos perversos paradigmas patriarcales, engalanando los espacios públicos con figuras de tejedoras, artesanas y mariscadoras. Una real cultura de la vida en reemplazo de la subcultura de la muerte.

Al miedo proveniente de la fuerza física se añadirá uno más refinado, en relación con la magia y la superchería, administrado a partir de la ordenanza del brujo o hechicero, sacerdotes en ciernes. La amenaza permanece, día y noche, sobre la cabeza del ser humano común. Es el certificado tácito de la obediencia. Las religiones, unidas estrechamente al poder de turno, traerán un nuevo concepto del enemigo: el infiel, el que no cree ni actúa en consecuencia con los preceptos que los iluminados han recibido de su deidad. El terror traspasará las fronteras de este mundo, de esta vida, volviéndose perenne tormento para los transgresores.

Hoy apreciamos en Chile cómo varias de las múltiples confesiones evangélicas o protestantes se alían a los poderosos, para contribuir al marasmo de la sociedad, a la castración de toda rebeldía, en pos de mantener las aberrantes desigualdades, achacándoselas a Dios, como parte de su voluntad diferenciadora manifestada, según Calvino, en los sutiles toques de la gracia cuyo providencialismo es otro de los grandes misterios que los credos defienden a brazo partido, basamentos fundamentales del absurdo que operan de manera eficaz sobre muchos desposeídos.

El orbe cristiano del medioevo, una vez que la Iglesia se entronizó como soberana del reino de este mundo, anatematizó a judíos y musulmanes, adscribiéndolos a la ominosa categoría de infieles; puso en práctica una de las más elaboradas instituciones de terrorismo de Estado: la “Santa Inquisición”, que extendió sus garras tutelares hasta los confines de nuestra América. Los hijos de Jahvé y de Alá respondieron con la misma moneda. En los albores de la modernidad, el protestantismo agregó otra cohorte de enemigos y malditos. Los bandos en disputa cometieron abusos e iniquidades que huelga describir y que no eximen a ninguno de culpa por lo que hoy llamamos “crímenes de lesa humanidad”.

La burguesía en ascenso incubó la revolución. Era preciso derribar la monarquía y las instituciones clericales. Se logró en Francia, por un breve periodo. Pero surgió otra especie de terror y se sucedieron las purgas y ejecuciones. Los sueños de libertad, igualdad y fraternidad fueron aventados por pesadillas semejantes a las anteriores. Los más conservadores dirían: “salimos del fuego para caer en las brasas”, aunque las nuevas ideas, fortalecidas por el miedo de los poderosos a perderlo todo ante la marea avasalladora, se plasmaron en derechos que treinta años antes hubiesen parecido inconcebibles. De la ideología de la Revolución Francesa proviene, entre otros avances del progreso humano, el derrumbe de las monarquías y la independencia de Iberoamérica.

Aunque el ciclo o el péndulo de la Historia vuelven a oscilar, retrocediendo y avanzando, pero sin duda hay logros, tanto en progreso social como derechos humanos que perviven, al menos en Occidente, constituyendo una base sólida sobre la que cimentamos el proceso de las mejoras colectivas.

Restauraciones violentas, dictaduras totalitarias, nuevas revoluciones; guerras civiles, como la española, quizá la más emblemática para demostrar el absoluto desentendimiento humano y la incapacidad de ponerse en el lugar del otro. Genocidios y horrores perpetrados en nombre de la libertad y la dicha futuras.

Muchas de las supuestas enseñanzas coercitivas no han surtido el efecto que se esperaba, al parecer, sobre la condición humana; la letra no entra con sangre y sigue latente la sentencia latina homo hominis lupus, “hombre, lobo del hombre”, con perdón del lobo que no alcanzará jamás la ferocidad de los creadores de Auschwitz o del Gulag.

Al terrorismo de Estado, que conocieron los españoles, durante treinta y ocho años; que padecieron los alemanes y los soviéticos por largos decenios; que experimentamos durante dos décadas los chilenos bajo la dictadura de Pinochet, padre de las cúpulas de expoliadores y sátrapas que hoy habitan La Moneda, encabezadas por un insaciable especulador, grupos disidentes oponen el terrorismo urbano, en versiones cada vez más numerosas e incontrolables.

En los inicios del presente siglo, los estadounidenses sufrieron en carne propia un feroz y espectacular ataque terrorista, en el corazón de su imperio. Por supuesto, no recordaron que ellos eran reos del mayor acto terrorista de que se tenga memoria: los bombardeos atómicos contra las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, que dejaron medio millón de muertos y más de un millón de baldados por las consecuencias de la radioactividad. Tampoco reflexionaron acerca del terror que han sembrado (y aún esparcen) con sus numerosas guerras extraterritoriales, todas ellas vueltas fracaso político y estratégico, como viene siendo también la mentada “guerra contra el terrorismo”, con sus democráticos aliados europeos incluidos.

Las recetas puestas en práctica son ineficaces frente a esta verdadera pandemia, facilitada por lacras sociales como el narcotráfico y su hermana, la venta y producción demencial de armas; y no hablemos del hambre infligida por los dueños de la opulencia a millones de desposeídos, mientras Estados Unidos produce cerca del cincuenta por ciento de las armas, consume casi un tercio de toda la droga que se comercializa en el planeta y ostenta el récord de cárceles per cápita, cerca de un cuarto de la suma mundial de presidios.

Ante estos hechos indiscutibles, ¿se puede liderar, con un mínimo de raciocinio o del extraviado sentido común, una campaña universal de los buenos contra el perverso mal del terrorismo? Más bien se trata de un monstruoso sofisma que pretenden vendernos a diario, ahora encauzado hacia Irán, con miras al control absoluto de las reservas petrolíferas de Medio Oriente.

Los eficaces y extendidos medios audiovisuales de esta “sociedad del entretenimiento”, en la que vive inmersa gran parte de la población mundial, nos presentan los llamados “acontecimientos cotidianos” –entiéndase noticias locales o globales- como ocurrencias novedosas, es decir, jamás vistas antes de la manera publicitaria en que hoy, “a esta hora”, se presentan. Esta virtual entelequia constituye la base de sustentación mediática y su renovado interés en el espectador, entendido éste como el que mira sin intervenir, desde una especie de anfiteatro, a la vez indemne e impune. Es el mundo como pantalla televisiva o ventana cibernética. Con la celeridad con que aparecen, los sucesos o eventos se olvidan, siendo reemplazados de inmediato por otros más atractivos para el voyerista existencial contemporáneo. Así, las emociones que experimenta el espectador devienen tan fugaces y superficiales como sus convicciones. Un accidente sustituye al otro y lo borra de la conciencia. Lo mismo sucede con simples anécdotas faranduleras, sucesos del acontecer político, acontecimientos deportivos, crímenes de diversa índole, incluidos los actos terroristas que se perpetran cada cierto tiempo… Me refiero –claro está- a los que poseen notoriedad social de “primer mundo”, a los que los poderes de este reino, que dirigen y coaccionan la prensa en todo el orbe, consideran importantes o trascendentales.

Otra cosa que no debiéramos olvidar: los bárbaros no vienen de fuera; hace mucho que viven en casa.

 

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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).

Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure

 

 

Crédito de la imagen destacada: Muerte de un miliciano, de Robert Capa.