Volver al futuro: Rimbaud, 163 años

Su voz es de energía, de vitalidad, es la voz del viaje, y de la fuga. Mientras tantos poetas iban buscando el sueño de la República, el regreso a la ciudad ideal de la que fueran expulsados, el genio huyó de ella, de su madre, y de la poesía, las tres ofrendas que se convirtieron en ataduras. La madre le dio la vida para atarla a su seno. La República le dio esperanzas para atarlo a su gobierno. Los versos le dieron el delirio para atarlo a su escritorio. Un homenaje, justo en el día de su natalicio.

Por Carmen Avendaño

Publicado el 20.10.2017

Los mitos empiezan revelando y terminan ocultando. Así pasa con Arthur Rimbaud (Charleville, 20 de octubre de 1854-Marsella, 10 de noviembre de 1891), el enfant terrible, el genio adolescente, el moderno, el delirante. Tras estos adjetivos, ¿cuál es su poesía, su aporte?

Aquí hablaré únicamente de un poema, «El barco ebrio», por todo lo que dice de Rimbaud, a 163 años de su nacimiento.

Ese poema es un viaje, estructurado como tal, de ida y vuelta. De ida a lo exótico y de regreso a lo conocido. Es la derrota de huir de casa, el fracaso de lo desconocido, lo indómito visto desde el romanticismo, la otredad de Europa y su avasallamiento cultural. Pero sobre todo dice mucho el Rimbaud lector de Julio Verne. Si un estudiante de 17 años quisiera hoy escribir algo como El cohete en éxtasis, tendría que estudiar el lenguaje técnico, como lo hizo Rimbaud.

Como es sabido, el objetivo de todo poema es el mar y «El barco ebrio» inicia naturalmente en un río. Tal vez un río de América, donde indios aúllan y cuelgan de postes de colores a la tripulación. Sin ella, sin timón, sin ancla, el barco asume la primera persona que corre por entre penínsulas que zarpan, más sordo que el cerebro de los niños. Jean Arthur Rimbaud vive en Charleville, la provincia, a varios cientos de kilómetros de la costa.

Y desde entonces me he bañado en el poema del mar… Es el ir y venir de la metáfora a lo real. De la aventura imaginaria hacia lo ignoto a la hora de la once: … en infusión de astros y lactescente, devorando los verdes azures. Y desde entonces me he bañado en el poema del mar… quiere decir que a partir de la iluminación, ya no es posible bañarse sino en el poema del mar.

El ahogado pensativo que a veces desciende, ya sea en mares sin fondo, ya sea la miga de pan que se hunde en la leche, anuncia el internamiento en versos nunca antes escuchados, que ponen en práctica la fusión de los sentidos propuesta por Baudelaire, donde fermentan las rojeces amargas del amor.

Pero Rimbaud no tiene que haber estado en el mar para saber de él; de acuerdo al enemigo íntimo, el filósofo, saber es recordar. Y todos podemos recordar el mar porque de ahí venimos. Yo sé los cielos estallando en relámpagos, y las trombas y las resacas y las corrientes: yo sé el anochecer, la aurora exaltada como un pueblo de palomas

¿Qué hace algo tan terreno como un pueblo de palomas en medio del mar al amanecer? El pueblo de palomas, o bien las palomas del pueblo natal, en la plaza desierta al amanecer. Cada una de ellas, palomas y piedras, guarda la memoria del mar. En Rimbaud recordar es ver, o creer ver, adivinar, predecir.

Su voz es de energía, de vitalidad, es la voz del viaje, y de la fuga. Mientras tantos poetas iban buscando el sueño de la República, el regreso a la ciudad ideal de la que fueran expulsados, Rimbaud huyó de ella, de su madre, y de la poesía, las tres ofrendas que se convirtieron en ataduras. La madre le dio la vida para atarla a su seno. La República le dio esperanzas para atarlo a su gobierno. La poesía le dio el delirio para atarlo a su escritorio.

Antes de conocer a Verlaine, mucho antes de irse al África, trazó su mapa de ruta en el Barco Ebrio en busca del otro que él sería, a recorrer las maravillas del delirio donde las rurales vacas histéricas se volverían olas, las redes donde se pudre todo un leviatán. Guiado por el deseo de mostrar a los niños los peces de oro cantando entre las olas azules y las espumas de flores que lo mecen, y de los vientos que por instantes le dan alas, se encuentra de súbito como mártir de los polos, y aparece la mer (madre es en francés fonéticamente idéntico a mar) cuyos sollozos lo adormecen y sus flores de sombra con ventosas amarillas le trepan, mientras se queda quieto como una mujer de rodillas.  Extraña la Europa de los antiguos parapetos. La vieja y pequeña Europa a la defensiva, más que a la conquista del mundo. Ya lo ha visto todo, incluso el futuro: archipiélagos siderales, islas que ofrecen al viaje cielos delirantes. En suma, ha visto los viajes espaciales del futuro y se ha preguntado: ¿Es en esas noches sin fondo que duermes y te exilias, millón de aves de oro, o futuro Vigor?

Esa pregunta marca el fin del viaje, tras la cual, la imposibilidad de abandonar del todo lo conocido, occidente, lo previsible, es asumida por el poeta cuando inicia el retorno desde la libertad. Ha llorado demasiado y es de nuevo un niño en cuclillas, pleno de tristezas, que deja en una charca su barco de papel, frágil como una mariposa de mayo.

En dirección contraria a la horda de poetas melancólicos, Rimbaud siente nostalgia del porvenir. Y aunque todo viaje es hacia el futuro, pocos lo recuerdan.