[5 años de CyL] «Noches blancas»: La profunda realidad de lo ilusorio

La perspectiva de Fiódor Dostoievski en la escritura de su breve novela de 1848 era confusa en cuanto al amor y a la soledad, por lo menos en lo que se refiere a una progresiva búsqueda del perfeccionamiento moral de su literatura en general, pero Luchino Visconti —en esta traslación audiovisual de 1957— lleva esa ambigüedad esencial hacia el plano más político e ideológico de lo fantasmagórico, en el contexto de la Italia de posguerra.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 15.8.2022

En las latitudes de San Petersburgo, en cierta época del año, el sol tras hundirse en el horizonte queda lo suficientemente cercano a él como para que la noche nunca sea profunda y oscura del todo. Algo del ocaso dura toda la noche y en aquellas tierras, a estas noches se las llaman «noches blancas».

La indecisión del cielo, su ambigüedad, acompaña la dualidad de Noches blancas (Le notti bianchi), la recoleta película de Luchino Visconti de 1957 y basada en un cuento de Fiódor Dostoievski.

Así, la principal concesión que hace Visconti para la realización de su filme en relación al cuento original, es la de trasladar las callejuelas de San Petersbursgo a la Toscana, en los andurriales de Livorno, y más puntualmente a los escenarios de la Cinecittà.

Todo se ve ligeramente artificial, pero aunque se habían logrado efectos más realistas en otras películas realizadas en el mismo y legendario complejo de cine y televisión, Visconti —con un toque que recuerda a la artificiosidad desenmascarada de Fellini— le pide a Giuseppe Rottuno, su director de fotografía, que todo: «debe parecer como si fuera falso, pero cuando empiezas a pensar que es falso, debe parecer que es real».

La ambigüedad debía estar presente hasta ese nivel porque Visconti aplica los principios dualistas que también vivió Dostoievski en su decadencia física poco antes de ser deportado a Siberia. Su novela El doble había sido poco más que un fracaso y su fe de cristiano ortodoxo chocaba con el ateísmo de su gran amigo, el crítico Vissario Bielinsky.

Los sueños de Mario, un siempre excelso y apuesto Marcello Mastroiani, encajan en el modelo ideal socialista al que se iba acercando el ruso antes de ser detenido y deportado. La perspectiva de Dostoievski era ambigua en cuanto al amor y la soledad en la progresiva búsqueda del perfeccionamiento moral, pero Visconti lleva esa ambigüedad al plano más político e ideológico de lo real y de lo ilusorio.

Lo político aparece en la disyuntiva de Natalia (la dulce y bella Maria Schell) quien, como volando entre ilusiones y cuentos de hadas, es arrastrada hacia la decadencia social de la mano del misterioso inquilino (Jean Marais). El mundo real, por su parte, es el de los carteles de neón, el del perro blanco y callejero, el de la estación de servicio de Esso que, prácticamente, abre y cierra el filme.

Y así, mientras, Dostoievski anhelaba una revolución que acabara con la dominación absolutista del zarismo, Visconti soñaba con un gobierno de centroizquierda, o directamente de izquierda, que diera por tierra con la Democracia Cristiana en el poder.

Pero también Noches blancas analiza una dimensión social: Natalia queda refugiada en su mundo de ensueño y de fantasía, esperando por un príncipe que la rescate y negándose al hombre real que le ofrece la redención de un amor carnal y verdadero.

Esta ambigüedad llega a un extremo más oscuro que en el cuento del ruso, haciendo chocar de frente al instante de feliz realidad contra el desencanto sin fin del amor perdido.

 

Una capa más íntima de amor y de espiritualidad

La soledad fundamental del personaje de Mario aparece en las escenas iniciales: espacios abiertos y despoblados, o poblados de sombras y siluetas que no parecen ser capaces de interactuar con él de ninguna manera. La ciudad es un laberinto que termina de perfilarlo.

Natalia en el puente, es el motor de la ambigüedad: ese puente, ese canal de aguas tranquilas es la frontera entre lo soñado y lo real. Natalia es un ser lánguido y frágil, con uno de los rostros más dulces y casi eternamente infantiles que supo dar el cielo del cine, pero es una mujer —pertenece al mundo real, aunque ella no lo pueda vivir— y por eso mismo es capaz de despertar el amor verdadero que Mario, un oficinista vulgar y cómicamente materialista, descubre en sí mismo, y que lo hace descubrirse en una capa más íntima de amor y de espiritualidad.

Los relatos de la vida de Natalia aparecen especialmente en una escena entre las ancianas y por medio de un ciclorama —que evita el corte de un flashback— lleva a la historia a otra instancia relacionada con el inquilino.

Mientras tanto, Mario sigue indagando para descubrir lo que para él tiene más de locura romántica que de verdad. Sin embargo, las noches de Natalia siguen perdiéndose en el permanente sueño solitario por aquel inquilino. Él enamora a Natalia pero a poco de vivir en la casa tuvo que irse dejando sólo una débil promesa de regreso.

El personaje del inquilino es casi una visión onírica que Visconti extrae de películas que Jean Marais hiciera con Jean Cocteau, como El águila de dos cabezas de 1948, y ese aire surrealista le permite a Visconti desarrollar otra atmósfera para Natalia que sobrevuela la locura romántica, la cual, en lugar de espantar a Mario lo enamora aún más cayendo en una delicada y a la vez vertiginosa folie à deux.

El puente donde Mario descubre a Natalia y donde ella solloza es, como dijimos, una frontera de un mundo que a su vez se fragmenta entre memorias y presentes; un escenario virtual donde llora a la vista de todos por un problema íntimo, y en donde su mente está habitada por una abuela muy anciana —que la retiene con un alfiler a su pollera— y fantasmas y ausencias que se enfrentan a seres reales. Mario, desde su tradición realista, coparticipa tratando de extraerla hacia la realidad de un mundo «normal».

Lo temporal y lo permanente; el ayer y el hoy; lo popular y lo cultivado conviven en el guion, y esto último aparece en la oposición entre la ida a la ópera con las ancianas y el inquilino (siempre en el amague de un beso) y el procaz baile con la música de Bill Halley y sus cometas (duplicando la duración del tema Thirteen Women para que la indagación sea más profunda).

Y en este punto, Natalia comienza a relajarse y Mario —tras un baile que remeda a lo mejor de Jerry Lewis, y que destaca aún más su calidad actoral—, hace una pantomima despreocupada que lleva a Natalia a que por fin ría y baile.

 

«Noches blancas» (1957)

 

Las ambigüedades psicológicas de los personajes

Pero se hacen las diez de la noche, y Natalia cae por fin en la cuenta de que ha llegado la hora en la que el inquilino debería volver, según lo prometido. El corte espiritual que plantea Dostoievski es en Visconti más de tipo social: el que tiene trabajo —como Mario—, y los desamparados que viven en la calle, entre un mundo y otro, cohabitan el amor por Mario que parece emerger definitivamente en Natalia y los instantes de verdadera felicidad que vive él por primera vez.

Todo se da cuando deciden viajar por la frontera entre ambos mundos, recorriendo y venciendo —en apariencia— la división entre lo real y lo ilusorio, usando para ello un bote que navegará por el canal. La blancura de la noche en el filme se da no sólo en la luz cenicienta del cielo sino en la nevada —breve— que los acompaña en el bote.

Ambos viven en ese instante la epifanía de la realidad, la luz y el amor, pero la silueta del inquilino que espera en la otra calle lo corta todo. Las brumas, las sirenas de niebla de las embarcaciones, las luces y siluetas difusas y la formidable música de Nino Rota, embeben visualmente las ambigüedades psicológicas de los personajes, lo que es el gran triunfo plástico de esta película.

Por fin, la imponencia física del inquilino, su ropa negra; su hieratismo sin palabras, le arranca a Mario de las manos a la mujer que había empezado a amar.

En el relato de Dostoievsky leemos: «Nástenka (Anastasia), ¿quién será ese hombre? —le pregunté en voz baja. —¡Es él!, murmuró ella, y se tomó temblando a mi brazo…», tras ese momento se desencadenan los finales literarios y cinematográficos… breve en el caso del escritor, pero más extenso, con más que decir, en el final de Visconti: aquel oscuro y enigmático hombre todo vestido de negro la espera con un rostro inexpresivo, de espaldas a la despedida entre Natalia y Mario.

La cámara lo enfrenta para que veamos cómo, literalmente, la envuelve en su abrigo y, casi como una metáfora de la muerte (recuerdo haber interpretado eso en una lejana reunión de Cineclub en Buenos Aires), se la lleva de Mario, la arranca de nosotros y también la extirpa del mundo.

Mario, resignado, vuelve a su realidad.

Vuelve a las calles solitarias, al perro blanco que lo reconoce y a la estación de servicio de Esso.

 

***

 

 

Tráiler:

 

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Le notti bianche (1957).