[Crítica retro] «Aliados», de Robert Zemeckis: El horror a vivir

El famoso director de la saga de «Regreso al futuro», y de «Forrest Gump», entre otras populares cintas, insiste en su último largometraje con una pieza cargada de simbolismos metafísicos y artísticos, además de reclutar en su elenco a un dueto de célebres actores como Brad Pitt y Marion Cotillard. Una película de espías y de época, que analiza la esencia mística del amor, el problema de la identidad, cargada de bellos y de profundos significados, y que transforman a este título en un insoslayable de su exquisita filmografía.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 10.2.2021

“Hubiera querido tener el coraje de suicidarse ahora, pero le horrorizaba la posibilidad de que en el obscuro país de la muerte no encontrara a su amado… La gracia, tal vez, podía haber tocado el alma de uno u otro en el último instante. Maldijo con voz desmayada —: ¡Aquella mujer!… Ella sí que debería condenarse para siempre. Decir que él no me quería, que intentaba desembarazarse de mí. No sabe nada de nada sobre el amor”.
Graham Greene, en Brighton Rock

El realizador estadounidense Robert Zemeckis (Chicago, 1952), se caracteriza por concebir filmes con rasgos de mega producciones, que trascienden los meros relatos simplistas y fáciles de interpretar. Al contrario, lo suyo son las obras ambiciosas y con nudos interpretativos ocultos y velados por una máscara construida en base a hermosos y “trascendentes” fotogramas.

Historias que según el estudioso chileno Gastón Soublette, incluyen referencias a las ciencias tradicionales, al Evangelio y al libro oracular del I Ching.

Recomiendo al respecto los capítulos que el profesor de la UC le dedica a Zemeckis en su libro La cara oculta del cine (2011), y donde el autor se refiere a la estructura subterránea, que según el catedrático, guardarían los desarrollos estéticos de Forrest Gump (1994), y de Náufrago (2000).

En este caso, sin embargo, presenciamos una pieza de época, ambientada ficticiamente en el norte de África (Marruecos), y en los alrededores suburbanos de Londres.

Casablanca, 1942. Y el agente canadiense al servicio del Imperio Británico, Max Vatan (Brad Pitt), recibe la ayuda “oficial” de una integrante de la Resistencia francesa, Marianne Beauséjour (Marion Cotillard),  con el propósito de asesinar al embajador alemán residente en la ciudad.

En una trama de espías, nace el amor, la pasión, el compromiso matrimonial, al borde de la estabilidad, en la línea del precipicio. Un trasfondo metafísico, hecho de asaltos a fiestas diplomáticas, de balaceras en salones elegantes.

El siguiente es un plano que permanece en la retina. Arena seca, otoñal, un crepúsculo, el sol fatigado, comienza a hacer eco la fuerza del viento, y Marianne coloca su mano sobre la de Max, una sugerencia, y el erotismo se despliega en un zigzagueo de planos imaginados por una cámara hábil y sutil, y las maniobras de un montaje acorde a las circunstancias.

Cuerpos que chocan, besos, prendas que son desatadas y despojados desde la integridad de los actores. Entonces, bajo esa escenificación propia de un cuento, la pareja contrae un vínculo sacro, y se marcha a Inglaterra.

“Así me veo frente a Dios”, le dice el personaje de Cotillard a Vatan, mientras se sucede el parto de la niña engendrada por el amor de ambos, y le agarra con fuerza la mano a su marido, como implorándole que se fije bien en ella, en cómo se encuentra ahora, porque la figura femenina que el militar observa, así desfalleciente y sacudida por el esfuerzo, semidesnuda y transpirada con generosidad, es en realidad la esencia y el núcleo identitario de ella, de su persona, la radiografía existencial y afectiva de su mujer, de su única y amada esposa.

La Luftwaffe, la fuerza aérea de la Alemania hitlerista, hace temblar y propagar los incendios en la capital londinense y en las afueras de la city, en el intertanto.

El tema de la identidad, el trasfondo estético y dramático, y la odisea y la gesta que conllevan realmente conocer a otra persona, son tratados por el lente de Robert Zemeckis en paradigmas argumentales que siempre quieren enunciar otro diagnóstico, una definición distinta al concepto audiovisual estricto que simulan esas “palabras”, acciones e imágenes, exhibidas en las secuencias de la cinta.

Amor, engaño, segundas oportunidades para seguir viviendo. En el campo, ya lo dijimos, a las afueras de Londres. La explicación de una atracción, y una unión impensables: la de dos espías, uno más profesional y diestro que su cónyuge.

Los simulacros, la vanidad de las apariencias, y la cámara de Zemeckis comienza a desentrañar, en conjunción con el libreto, los ropajes falsos y mentirosos que oculta esa pareja extraña, solitaria, aislada, atenazada por la encrucijada y la lucha sin cuartel, al medio de los bandos contrincantes del Eje y de los Aliados, que protagonizaron la Segunda Guerra Mundial.

Un lente y su estilo narrativo, que combinan audacias y piruetas audiovisuales. En picado y su reverso, el foco adquiere los contornos fotográficos de una composición pictórica y de época. De hecho, el diseño de vestuario de esta cinta, compitió en 2017 por el Oscar respectivo de la categoría.

Marion Cotillard se prueba la totalidad de los vestidos que su silueta le permite, y Brad Pitt se coloca trajes, chaquetas, la indumentaria bélica y de “gentleman”, propias de un miembro del Servicio Secreto de su Majestad.

La resignación, la trampa de la realidad, la fidelidad hacia un juramento de lealtad mortal y eterna. Max Vatan se rebela ante la imposibilidad, la traba incólume de las situaciones, y los roles instalados en una coyuntura desquiciada y malévola.

Y bajo la lluvia, los personajes ven esfumarse el voluntarismo de una ilusión, dentro de los cánones de una estética “vintage”, delicada, esa perteneciente a los años de la década de 1940, y donde en cualquier momento la comparación con un título del italiano Bernardo Bertolucci, no se encuentra de más, ni menos gratuita en su cita e invocación.

Metáfora cinematográfica acerca del origen y de unas particulares señas de identidad, en la parábola de las decisiones que determinan el destino de un ser humano, y de asumir el precio, y las costas, de tales elecciones.

Un final impactante: “Te amo, nunca fui tan feliz”. Y la huida frustrada, de un par de espías que desea proseguir la fuga hacia la nada y el Paraíso, en dirección a una estancia cuyo nombre irreal evoca la sugerencia de una salida fuera de este mundo, de esta dimensión. Un atajo hacia el universo del amor sin muerte.

Son los espejismos profundos y abismales, que teje con su cámara y el libreto (de Steven Knight, en esta ocasión), el talento audiovisual de Zemeckis.

Aliados (Allied, 2016) es un largometraje bellísimo, cruel y devastador. Sus actuaciones, la de sus roles principales, corresponden a la fama y a los premios y las nominaciones, que tienen registradas las trayectorias artísticas de Cotillard y de Pitt.

Sin sentimentalismos gratuitos, su argumento inspira desolación, aunque también la convicción de los afectos, de las promesas, la fe en la expectativa y la esperanza del amor, la creencia en su condición humana, divina, catastrófica y perfecta.

En un período y cuando arriban filmes que compiten por los mayores galardones del séptimo arte mundial, el título que inspira estas líneas camina con la fortaleza que entregan una cámara y un guión, conducidos por uno de los directores más reputados de la actualidad: Robert Zemeckis, es su nombre.

Un último fotograma “revelador”: Max Vatan acostado, y cuando sospecha de la condición, veracidad y calidad de las emociones que siente por él su esposa, lee la novela Brighton Rock (1938), del escritor inglés Graham Greene.

Perenne.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Aliados (2016).