[Ensayo] «El imperio de la luz»: El valor de la verdadera amistad

La última producción del magnífico realizador británico Sam Mendes —estrenada hace poco en la cartelera nacional— es un bello homenaje al séptimo arte y en especial a los tiempos dorados previos al streaming, épocas no tan lejanas en las cuales eran habituales las grandes salas de exhibición como la que se exhibe en este largometraje, con sus butacas que acogían a multitudes en torno a pantallas panorámicas con imponentes cortinas aterciopeladas.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 3.5.2023

«Descubre la luz en el seno de las tinieblas».
Inscripción resaltada en la película

«La verdadera amistad es como la fosforescencia, resplandece mejor cuando todo se ha oscurecido».
Rabindranath Tagore

Qué valioso es el tener buenos amigos, el compartir amistades verdaderas. Se comprueba su valor «cuando todo se ha oscurecido» alrededor o «en el seno de las tinieblas» de uno mismo, es decir cuando se vivencian grandes penas y fatalidades.

En esas circunstancias tan difíciles suelen permanecer bien pocas personas al lado del necesitado de empatía y apoyo, esos pocos son los «luminosos y fosforescentes» auténticos y valiosos amigos.

Los que se quedan son personas luminosas de valor supremo, un valor que emana del corazón, el suyo es amor incondicional que está más allá de los dictados de la razón y de las apretadas agendas del frenesí del mundo. Y es que un verdadero amigo se lanza a «salvar» a quien ama sin priorizar riegos personales ni tener en cuenta los tiempos requeridos.

En este sentido, Mendes nos ofrece toda una joya cinematográfica que retrata en reposada belleza una amistad verdadera entre dos personas marginadas: Hillary, una mujer con crisis esquizofrénicas (excelente caracterización de la gran Olivia Colman) y Stephen (interpretado por un convincente Micheal Ward), un joven de color que reside en un Estado nacional demasiado blanco.

Se trata de una ficción ambientada en el convulso Reino Unido gobernado por la implacable Margaret Thacher y que tiene al fascinante universo del séptimo arte como telón de fondo.

En efecto, el epicentro de la acción es un monumental cine que parece estar más allá del tiempo y que es todo un «templo» audiovisual cuyo evocador nombre es Empire, potente palabra que da título a la película.

Pero el imperio en esta historia para nada tiene con la habitual connotación de dominio sobre los otros que en consecuencia pasan a ser subordinados y uniformados, sino todo lo contrario: el del sano orgullo de quien honra y es honrado en la dignidad lograda gracias al dominio propio fruto del conocimiento de uno mismo, de las luces y especialmente de las sombras que encarnamos.

 

Horizontes

El Empire está ubicado en un enclave simbólico excepcional. Su fachada mira al mar, al fascinante horizonte natural marino que tanto ha evocado y evoca a la humanidad.

Un horizonte marino que se convierte en pantalla adicional del «templo» del séptimo arte gracias a la transparencia de las numerosas puertas que le dan acceso. Mendes recurre a menudo a los planos que enfatizan esa proyección horizontal acuática desde el interior de la sala, concretamente desde el acceso a la gran pantalla cinematográfica ubicada simbólicamente frente a la de transparencia marina y sobre el cual se encuentra la poderosa inscripción simbólica: «Descubre la luz en el seno de las tinieblas».

Dos pantallas que «se observan», en la exterior, la grandeza y el arte de la naturaleza con mayúsculas y en la interior la grandeza y el arte de la naturaleza humana, de la mirada del arte humano.

Ante ambas pantallas uno puede sumergirse y sentirse «a salvo» pese a las vorágines del mundo, ante ellas uno puede dejarse llevar y «volar» libre de los miedos y los condicionamientos sean estos propios o comunitarios.

Pero también ante ambas pantallas se puede vivenciar el lado oscuro de la naturaleza, en especial las sombras de la naturaleza humana.

El realizador británico nos lo recuerda en una de las mejores escenas del filme en la cual se nos muestra como unos manifestantes xenófobos profanan el Empire para cargar contra Stephen por su condición étnica. Impresiona verlos en desbordada rabia contra esa pantalla de puertas traslúcidas, antes de conseguir acceder por la fuerza al interior

Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Almas aprisionadas

En ese «templo» del celuloide se conocen Hillary y Stephen. Ella es la veterana encargada del local y él es el nuevo trabajador que desconoce el oficio.

Poco a poco surge la fascinación entre ambos, y por ese sentir Hillary le muestra a Stephen el ático cerrado al público que alberga un maravilloso café fuera de servicio. Ese va a ser su lugar de encuentros, allí junto a un piano mudo y en las mesas con vistas al mar van conociéndose en amistad creciente.

Y en ese encantador mirador sanan juntos a una de las varias palomas que allí anidan, una paloma herida que no puede volar; sanación física en comunión que se entiende es imagen simbólica de como juntos van ayudándose a sanar y volar fuera de sus cárceles.

En el caso de Hillary su cárcel es la enfermedad mental y asimismo la vergüenza de sentirse inferior por su inestabilidad emocional y conductual, una vergüenza que llegará a confesar es heredada del padre. Se lo revelará a Stephen tras numerosos rechazos a hablar de su doloroso pasado que guarda protegido en su soledad vital.

Por su parte el joven —de naturaleza mucho más abierta que Hillary— se siente prisionero de la impotencia y de la rabia que le produce el ambiente racista que imperaba en el Reino Unido de la época (si es que realmente ese funesto imperio racista ha dejado de prevalecer en la actualidad).

En ese acercamiento de almas aprisionadas surgirá también la atracción física que sin embargo no significará lo mismo para ambos. Así, para Hillary los abrazos carnales tendrán mayor calado que para su amigo «con derecho a roce».

Una amistad que crece —no sin algún altibajo— y la cual perdura a pesar de la desigualdad de sentires pasionales y a pesar de lo difícil que es para Stephen relacionarse con su amiga en sus fases de crisis y en sus encierros de soledad enfermiza.

Es precisamente en estos momentos de oscuridad personal cuando Stephen demuestra su amistad. Es el único que la visita en su casa cuando se ausenta por sus crisis emocionales, la visita a pesar de las recomendaciones en contra de otros compañeros del trabajo.

Del mismo modo, Hillary es la única que durante el asalto homófobo y racista en contra del Empire no huye a refugiarse de la muchedumbre violenta y con valor defiende a su amigo protegiéndole del linchamiento al que lo someten. Y asimismo ella es quien lo acompaña en la ambulancia y la única que lo visita en su larga recuperación hospitalaria.

Se ayudan y se apoyan en todo: Hillary siempre lo alienta a levantarse y a perseverar en su objetivo que es el estudiar arquitectura. Por su parte Stephen la anima a que salga de su aislamiento y se atreva a entrar en la sala cinematográfica para sentarse con la gente «que no la conoce» y ver las películas como hacen todos los demás empleados. Un aliento mutuo que será determinante.

 

Luz, oscuridad e ilusión

Más allá de retratar el gran valor de la amistad verdadera, El imperio de la luz es un bello homenaje al séptimo arte y en especial a los tiempos dorados previos al streaming, tiempos no tan lejanos en los que eran habituales grandes salas de exhibición como el Empire, salas que acogían a multitudes en torno a pantallas panorámicas con imponentes cortinas a menudo aterciopeladas.

En este sentido homenaje, el realizador británico se vale principalmente del personaje de Norman (notable interpretación del veterano Toby Jones) para honrar a grandes del universo fílmico de todos los tiempos. Y es que el carismático proyeccionista tiene todas las paredes de su cabina de proyección empapeladas con fotografías y carteles cinematográficos.

Lo vemos junto a Stephen en su «santuario» (pocos tienen ese privilegio) instruyéndole en el arte y la mecánica del oficio de alumbrar fotogramas. Le habla de cómo funciona «el rayo de luz que ve la gente», y de que «sin luz no pasa nada», porque los rollos de celuloide albergan fotogramas estáticos encadenados «con oscuridad entre ellos», pero los cuales a la velocidad adecuada crean ilusión de movimiento.

Una ilusión de luminosidad, y la cual logra que no veamos esa —simbólica— oscuridad enlazante.

Luz, oscuridad e ilusión de movimiento como base de la «magia del cine» que hace «volar» al espectador sensible a su influjo, es decir al espectador que en mayor o menor medida conserva y cuida la inocencia del niño que anida en cada uno de nosotros.

Ese niño que fuimos y que somos siempre y que es ilusión por la vida, ese niño que Norman tiene presente mediante una fotografía de su infancia presidiendo la ventana de proyección.

Y ese niño de todas las edades físicas que en el patio de butacas toma golosinas o palomitas de maíz mientras se recuerda y disfruta como tal gracias al «rayo de luz».

Asimismo la tríada luz, oscuridad e ilusión puede tomarse como símbolo que invita a reflexionar acerca de la expectativa propia de la vida ahora y aquí. Así lo entiende el realizador británico en boca de Norman y así lo entendemos muchos.

Por todo ello cabe exclamar ¡qué grande es el cine!, un arte vivo que es proyección de vidas que resuenan en nosotros; en palabras del propio Mendes: «Las películas, en retrospectiva, son un mapa para tu vida, pero primero necesitas vivirla».

 

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: El imperio de la luz (2022).