A 50 años de «La muerte del autor»: El controvertido texto donde Roland Barthes proclamó el nacimiento del «lector»

El famoso artículo fue publicado inicialmente en 1968 por el pensador y semiótico francés, para luego ser incluido en su volumen de ensayos póstumo «El susurro del lenguaje» (1984): hace medio siglo fallecía y surgía, entonces, un espacio indeterminado, uno que restituye, en cierto modo, el deseo ante la obstrucción que nos impide diluirnos, pues a la forja de la figura omnímoda del lector, se la paga y se la retribuye, con el deceso simbólico  y «estético», a su vez, del todopoderoso creador.

Por Drago Yurac

Publicado el 2.6.2018

El susurro del lenguaje es una obra escrita por Roland Barthes (1915 – 1980), una creación póstuma. Fue publicada en 1984, después de cuatro años del fallecimiento de éste, tras haber sido atropellado por una furgoneta en una calle frente a la Sorbona. Es una pieza que engloba varios de sus escritos esparcidos, y que se podría ubicar en la fase estructuralista de Barthes, o quizás en el puente hacia el postestructuralismo, como suelen decir críticos del contexto del autor. Es importante nombrar estos datos porque luego daremos cuenta de la poca importancia de los mismos, daremos cuenta, quizás, de la risa burlona que se emitirá desde el texto El susurro del lenguaje, como bien el título sugiere, debemos prestar oído, pero, ¿esta risita burlona hacia quién?

Al autor, por supuesto, a la figura de Autor.

¿Quién es Roland Barthes? Podríamos empezar aduciendo así un título efectista. ¿Quién es Barthes cuando leemos su obra?: “Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen” (p. 65). La instancia del texto contemplaría la destrucción del origen en favor del lugar neutro, oblicuo, donde ocurriría el propio ejercicio del símbolo, es decir, el comienzo de la escritura donde irá a parar nuestro sujeto.

El susurro del lenguaje contemplaría una muerte y nacimiento.

Pero antes de adelantar quién muere y quién nace volvamos a lo del sujeto. ¿Quién es el sujeto? ¿Quién es nuestro sujeto? Lacan diría: “le sujet supposé savoir”, pero el sujeto no sabe lo que dice porque no sabe lo que es, el sujeto desea. El sujeto es síntoma, es un efecto, “donde acaba por perderse toda identidad” (p. 65). Mallarmé diría: es el lenguaje, y no el autor, el que habla, no hablo “yo”, sino el lenguaje performa, donde sólo conoce al sujeto en su azar. El lenguaje no conoce una “persona” ni menos un “autor”. Un tiro de dados jamás abolirá el azar (del lenguaje, de sus múltiples sentidos).

Pero el sujeto y su deseo múltiple, según Barthes, han sido coaptados por el autor, que sería un personaje moderno producido por el empirismo, el racionalismo y la fe personal de la Reforma, que descubre el prestigio del individuo. Esta figura de autor ha tomado un protagonismo desmedido formando una suerte de Imperio alrededor de los textos, maniobrando la atención hacia sí. En otras palabras, generando una marca autorial, una autoridad capitalista sobre el texto.

Barthes nos relata cómo ha ido ocurriendo un progresivo alejamiento del Autor, donde el texto moderno interviene: Mallarmé, quien le devuelve al lenguaje su dignidad al suprimir al autor en beneficio de la escritura; Valery, quien somete al Autor a la duda a pesar de emparentarse con una psicología del Yo; Proust, al hacer de su propia vida una obra donde el escritor nunca deja de escribir; el Surrealismo en su radical subversión y burla de los códigos, remando por una escritura colectiva; por último la Lingüística moderna, la que descubre que el lenguaje conoce un sujeto y no una persona, un sujeto “vacío excepto en la propia enunciación” (p. 68) suficiente para mantener en pie al lenguaje.

Esto repercutirá en el tiempo de la escritura, donde ya no habrá un Autor que la preceda y la exceda. No habrá esa nutrición del Autor hacia la obra, ese gesto expresivo, porque el lenguaje no le pertenece al emisor. Solamente habrá una enunciación aquí y ahora, donde se percibirá el lenguaje como si estuviera recién salido del horno, una y otra vez en un espacio simultáneo; un gesto de inscripción con origen en el lenguaje mismo, ya no en la figura precedente de un Autor (o una marca autorial, industrial incluso). Es “la mano alejada de toda voz” (p. 69) que además no podrá ser más que un imitador inconsciente, imitador de un gesto siempre anterior, donde sólo podrá mezclar el tejido de signos que retrocede infinito, una imitación perdida antes que una retórica presuntuosa de la originalidad. Entonces el escritor se pierde en una nebulosa de signos en múltiples dimensiones más que en la nebulosa narcisista de sus pasiones y sentimientos, imposturas personales del autor, el escritor se pierde en su escritura cada vez, podríamos decir, disuelve su identidad.

Al no haber identidad, no hay origen –que ya lo destruimos–, y al no haber origen, la escritura pierde su carácter de sentido último al que descifrar, en lugar de eso, “En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por descifrar” (p. 70). En este sentido, el gesto teórico barthesiano configura una crítica a la Crítica –con mayúscula–, que con el Autor también había configurado el imperio positivista en torno al texto, el que intentaba cerrarlo, estamparlo con un significado último y bien seguro, bien portado. Al estar el texto entregado al desenredo, “el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo” (p. 70). La escritura se rehúsa al sentido último, ¿Barthes? dirá que será contrateológica, evitando el cierre de sentido, deseando, donde creemos que está, habrá tres, cuatro, cinco, diez, ¡veinticinco sentidos! (Lacan).

La pregunta ahora devela un viraje, ¿quién recoge esta multiplicidad de sentidos? Esa figura será el lector, quien entenderá los sentidos en su duplicidad irreductible, incluso su sordera. Es en cierto modo ver, en la famosa ilusión óptica, las caras y la copa al mismo tiempo. Lo que la psicología ya prevé de la conciencia: antes de que nos condicionen a ser, leer o ver algo que hay que ser, leer o ver, antes, estamos diluidos, la conciencia como agua y la restricción identificatoria sería el envase de etiqueta, la marca quizás: ¿Qué sería esa conciencia de antes, ese alguien? El lector sería ese alguien, “que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito” (p. 71). Ese alguien, recalca Barthes, sería el lector como destino, ya sin historia, ni biografía ni psicología, una suerte de “testigo imaginario” (Adorno), nuestro sujeto deseante, que completa la unidad del texto.

Vuelta al principio. El susurro del lenguaje contemplaría una muerte y nacimiento: “el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor” (p. 71). El texto “La muerte del autor” fue publicado en 1968, hace 50 años, hace medio siglo muere y nace un espacio indeterminado que nos restituye, en cierto modo, el deseo, ante la obturación que nos impide diluirnos.

 

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Todo lo anterior nos podría remitir, en lugar del famoso texto de Freud, El malestar en la civilización, ahora hacia un malestar de la clasificación. Barthes reconocerá que esto ha provocado una mutación o deslizamiento de lo que podemos entender por obra, luego de la radical sospecha del lenguaje. Dirá que esto no es ruptura con lo anterior, sino que su historia sólo le permitiría deslizamientos, superaciones o repudios. La relatividad de los puntos de referencia, citando la ciencia de Einstein, obliga a repensar el punto de referencia de la obra, que ahora exige un nuevo objeto: el Texto.

Barthes propone a la manera de siete enunciaciones, siguiendo lo expuesto, en esa función del aquí y ahora de todo enunciado de escritura. Primero, como el electrón relativo de Heisenberg, Barthes enuncia que el Texto no es un objeto computable, sino que es una travesía, una onda, es puro movimiento, atraviesa varias obras, atraviesa la obra. Esta última sería, “la cola imaginaria del Texto” (p. 75) y ocupa un espacio como objeto-sustancia, se muestra, se sostiene en la mano: la vemos en las estanterías, fichada, en los programas del curso. El Texto, en cambio, existe en el discurso, se sostiene en el lenguaje, se experimenta en la producción. De esta manera el Texto pasa a ser una especie de relación de trabajo en el lenguaje, de un viaje en la cadena discursiva. Es un campo metodológico, parafraseando a Barthes, no se muestra simplemente, sino que se demuestra según reglas o en contra de reglas.

Siguiendo la línea del malestar de la clasificación, el Texto no se capta en una jerarquía o división de géneros, sino que en su paradoja juega con los límites a ratos subvirtiendo las reglas de enunciación clasificados. “Si el Texto plantea problemas de clasificación (…) es porque implica siempre una determinada experiencia de los límites” (p. 75), una experiencia que se sitúa detrás de la opinión común condicionada en las comunicaciones de masas. En tercer lugar, el Texto es una dimensión de experiencia, de cercanía si se quiere, al signo como significante: en cambio, la obra se cierra en lo literal (“es”) o se cierra en el secreto (“donde se busca revelar un algo”), marca una institucionalidad del signo en la filología y la hermenéutica, sentido que se comunica a modo de “la obra es aquello”. Ante esto el Texto retrocede y juega: engendra un significante perpetuo en su movimiento metonímico, esto es, siguiendo a su vez a Lacan, un significante no nos dice “algo” en particular que entendamos o tengamos que descifrar y entender a posteriori, sino se nos escapa en el decirlo por los desligamientos, superposiciones y variantes del mismo significante que remite a otro y a otro y así. Barthes dice que esos traslados liberan energía simbólica.

(El Texto es una estructura descentrada sin cierre, o un sistema sin fin ni centro).

Cuarto: El Texto es un demonio, como trae Barthes según el demonio bíblico, “Mi nombre es legión, pues somos muchos” (p. 78). Ese muchos refiere a la experiencia de la pluralidad de sentido, del texto como un tejido, donde el lector recorre esa ladera y vive una experiencia múltiple: desde sonidos de pájaros hasta los colores de ropas, desde el calor hasta las vegetaciones. Toda aquella combinatoria será única y el Texto así “no puede ser él mismo más que en su diferencia” (p. 77). Agregaría que en su diferencia y en sus diferencias, dado que tampoco compone una individualidad como la obra. De esta forma cualquier gramática positivista que busque una ley de constancia se pierde en los demonios, que de lado a lado, emiten ecos en la intertextualidad sin origen, sin mito de la filiación a un texto-origen desde donde derivarían todas las intertextualidades. Esto quiere decir: sin origen pero ya leído antes, es el entretexto de otro texto, permite acercarse a la experiencia de Heráclito: el mismo río pero diferente río. Un río que desemboca en su caudal. Nos bañamos en el mismo río, nos volvemos bañistas numerosos, nos vamos diluyendo. El demonio como nombre de muchos, cada gota en la pluralidad que rehúsa cualquier lectura monista, de las mónadas carcelarias de único sentido de obra (Leibniz). Como quinto aspecto, la obra, por otro lado, se adhiere a la filiación: a determinación de un mundo, a una consecución evolutiva de las obras entre sí y a la apropiación del autor. Se plantea la legalidad de este autor sobre la obra, la inscripción del Padre. La obra empieza como un organismo que se desarrolla y muere. El Texto, por el contrario, es una red combinatoria que, “no se le debe ningún respeto vital: se lo puede romper (…) puede leerse sin la garantía del padre” (p. 79). El autor no se aparece como el propietario sino como el invitado, a la manera lúdica, según Barthes, el “yo” que escribe es de papel en contra de la moral de la enunciación auténtica. El mismo Barthes se hizo texto en su Roland Barthes. Barthes se vuelve papel y juega, se convierte en fábula. Se anula toda herencia, toda cédula de identidad.

El Texto, “exige que se intente abolir la distancia entre la escritura y lectura” (p. 79). Se les entiende como la misma práctica, en contra de cualquier obra como objeto de consumo que distancia y divide, aparta los procesos de producción, jerarquiza agentes y consumidores, con procesos paralelos que no se tocan. A diferencia de la lectura de consumo, donde la obra vive como organismo y muere, la lectura de juego toca al Texto: el lector juega el texto pero también ejecuta el texto. Barthes menciona que hoy casi sólo el crítico ejecuta el texto, responde a la solicitud de colaboración práctica, es capaz, “de deshacerlo, de ponerlo en marcha” (p. 81). El lector de consumo se subsume a lo efímero de la obra: única lectura de aburrimiento, que se agota, pero además lo aleja de la experiencia del juego y la ejecución, entonces no puede prender el motor, poner en marcha el Texto que exige la cercanía. Por último, en este placer vacío, la distancia se vuelve irrevocable: es el placer moderno que sólo pide, a lo más, admiración, por consecuencia, la incapacidad de reescribir las obras por un alejamiento radical. No es posible volver a empezar, volver a bañarse en el río de las diferencias. Pero el Texto consigue, “el espacio en el que ningún lenguaje tiene poder sobre otro, es el espacio en el que los lenguajes circulan” (p. 81). El Texto en ese sentido es disfrute, consigue la circulación del lenguaje a modo de utopía social. Hace partícipe al lector de esta utopía, donde se compenetran para reavivarla en su diferencia, una y otra vez, y otra vez.

Pero Barthes vacila, se vuelve papel en El susurro del lenguaje. Se retrae y su escritura afirma que una Teoría del Texto solo puede ser en entredicho, porque el mismo Texto es ese espacio social de colaboración, que no protege lenguajes ni sitúa sujetos de enunciación en poder de juez, sino que se afirma en la constante práctica de la escritura, una y otra vez, y otra vez.

 

Referencias:

Barthes, Roland. “La muerte del autor” y “De la obra al texto” en El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1987 (pp. 65-82).

 

 

Una de las tantas ediciones en castellano del volumen que contiene al famoso texto «La muerte del autor»

 

 

Drago Yurac (Santiago de Chile, 1996) es estudiante de psicología y de licenciatura en estética en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha publicado artículos de literatura, estética, psicología y filosofía en diversas revistas electrónicas.

 

 

Imagen destacada: El filósofo, escritor, ensayista y semiólogo francés Roland Barthes (1915 – 1980).