«A tierra firme»: El cuento de un Santiago espectral en «Lloren, troyanos», de Luis Felipe Sauvalle

Uno de los talentos narrativos más sobresalientes de la nueva generación de escritores chilenos es el licenciado en historia que se ha dedicado a combatir a las vacas sagradas de nuestro pálido circuito editorial, con un entusiasmo y genio, los cuales han dejado huellas en los lectores y por supuesto que también en el ego de los circunspectos creadores nacionales. Acá, una muestra de su incuestionable valor dramático, y un verdadero regalo de fin de mes para la tribuna fiel, y que justifica plenamente la decisión de «Cine y Literatura» de inaugurar en un futuro próximo su colección de clásicos contemporáneos, con la publicación impresa de la inédita novela «Intermezzo» del treintañero autor.

Por Luis Felipe Sauvalle

Publicado el 31.5.2019

Ni siquiera Bruno, que siempre estaba bien informado, sabía cómo consiguió Olaya que el municipio les prestara los terrenos del Mundo Mágico a los ex alumnos del instituto Pedro Prado. La única condición era permanecer en el antiguo teatro, que en la actualidad se usaba como sala de eventos. Era un salón con forma de rectángulo, mal iluminado y polvoriento; su suelo embaldosado estaba cubierto de aserrín. Todavía conservaba el escenario –poco más que un desnivel–, las cortinas y los focos. En la parte posterior, tal vez para dar atmósfera, aún quedaban algunas butacas. En el interior Bruno no encontró nada que le recordara el Mundo Mágico. Sin embargo, la presencia de las ruinas –al llegar se divisaban desde el estacionamiento– se cernía sobre él como una red. El abandono les confería a esos fierros retorcidos una rara majestad. Margarita, su antigua profesora jefe, llegó a saludar, lo que, pese a que era temprano, causó una cierta conmoción.

A eso de la medianoche Bruno se atrevió a acercarse a Olaya y susurrarle al oído lo linda que estaba. Ella sonrió y se alejó.

Tal como hacía diez años, durante la graduación, los invitados se empezaron a retirar temprano. Y tal como antes, Bruno, con su chaqueta de cuero y los lentes oscuros que le daban apariencia de soltero empedernido, decidió seguir la parranda.

Olaya, que recogía los vasos plásticos del suelo, escuchó la invitación con recelo. Su belleza, exuberante, casi vulgar, se acentuaba con cada hora que transcurría. Ella lo sabía, y tal vez por eso terminó por aceptar. Y luego, casi por inercia (rondaba a Olaya desde la básica), se le acercó el Pato Arévalo, un tipo desarrapado que, pese a los malos augurios del inspector Gálvez, había logrado forjarse un nombre en el campo de la publicidad.

–Olaya, ¿quedará algo? –dijo, como probando suerte, mientras apuntaba a una Coleman.

Sin prestarle atención, la muchacha descorrió la tapa y sacó una botella de champagne.

–De acuerdo. Vamos –dijo.

–Allá hay espacio –terció Bruno.

Se quedaron bebiendo en las butacas del fondo, entre corchos y restos de pizzas. Aprovecharon de observar cómo sus ex-compañeros se despedían unos de otros con sentidos abrazos antes de dispersarse.

Ellos fueron los últimos en irse.

La niebla los envolvió cuando salieron. Eran un trio llamativo: Bruno, adelante; a sus espaldas, Olaya y Arévalo. Bruno los oyó cuchichear algo y reírse. Se estarían burlando de él, como siempre. Una sensación de abatimiento comenzaba a asentarse en él. Un perro callejero se le acercó meneando la cola, lo olfateó y se alejó al trote. Como una procesión que culmina ante el altar, se detuvieron ante la reja de entrada a Mundo Mágico.

–Un brindis, por los diez años –dijo Bruno.

Enseguida dio un largo sorbo, miró a Arévalo y le entregó la botella. Él bebió en silencio, abstraído, como si estuviera catando el contenido. Después de un rato, Olaya se la quitó suavemente de sus manos.

–Nos acercamos a los treinta –dijo ella, y bebió un sorbo.

Sin apurarse, siguieron turnándose hasta vaciar la botella. Luego se quedaron en silencio. Un silencio que para Bruno tenía algo de incómodo, pero que –sospechaba él– para Olaya y Arévalo tenía algo de cálido. A cada minuto los tortolitos se iban acercando, y a él, claro, querían exiliarlo. Se levantó, tomó la botella y la arrojó lejos. Olaya ni siquiera le prestó atención; en cambio, se reclinó sobre el hombro de Arévalo y le dio la mano.

Puesto que no tenía nada más que hacer ahí, Bruno caminó hasta la entrada del Mundo Mágico. Le pareció que internarse por ese parque clausurado sería el desenlace –o el consuelo– perfecto. Se aproximó a la reja, parcialmente oxidada. Al aferrarse con sus dedos notó lo helado que estaba el metal. Así debían ser los barrotes de una cárcel; la cárcel, en realidad, estaba a sus espaldas; adelante, en esas ruinas, lo esperaba la libertad. Sabía que no debía hacerlo, pero ya estaba cansado de ser el carcelero de sí mismo. Se dio un ligero impulso y trepó. Se estabilizó sobre los fierros y se dejó caer. Las rodillas le crujieron y sinti rsuelo,a, la misma que acompañóó un tirón en la pantorrilla. Al encontrarse al otro lado, con una determinación interior que desconocía, Bruno se internó por el sendero. Sus huellas iban quedando estampadas. Sintió el orgullo de dejar una marca, aunque fuera en aquel barrial. Al ver las ruinas de una locomotora, sintió de un golpe el despertar de su infancia. Se conmovió con aquellos rieles oxidados, esas ruedas inertes y esas planchas de metal de tonalidades grises y purpúreas. Tal como las ramas de un árbol que en otro tiempo fue frondoso, los fierros de una montaña rusa surgían de la tierra, se retorcían y apuntaban al firmamento. Se sentía raro: un tanto ensimismado, otro tanto fuera de sí. A poco andar, reparó en unos tallos de grosor desproporcionado que, como pilares, surgían desde el asfalto y se empinaban para sostener una carga inexistente; un segundo después reconoció en ellos el espectro del jardín gigante. Esparciéndose por los bordes de las plantas estaba la reproducción de un hormiguero. Bruno inspiró hasta llenar sus pulmones y avanzó. Poco más allá dio con la rueda de la fortuna. Esa rueda, la misma que acompañara su infancia hasta que, sin razón aparente, fue abandonada, como todo lo demás en aquel lugar. Curiosamente aún conservaba sus colores tornasolados. Bruno sintió que lo esperaba desde el principio de los tiempos. Para no ensuciar su abrigo, se lo sacó y lo colgó en la rama de un árbol. Llenó sus pulmones de aire y, con gran vigor, saltó, acomodándose en el asiento.

 

***

La suave brisa se transformó en un viento más fuerte, casi tempestuoso. Los mecanismos de la rueda emitieron un leve crujido. Ésta giró un poco. El asiento en que Bruno estaba agazapado se meció de un lado a otro, como si lo estuviera acunando. Sus pies ya no tocaban el suelo. Se sentía parte de un diálogo silencioso entre la rueda y el viento. En el cielo se agolpaban unos nubarrones grises. Un trueno se dejó oír, como para anunciar una tormenta. Más abajo, cubierto por una tenue capa de smog, estaba Santiago; Bruno distinguió los tejados de las casas, las copas de los árboles, unas torres de alta tensión y la autopista que iba hacia la costa. Cerró los ojos y estuvo a punto de ceder al sueño, pero se despertó de un remezón; el asiento se inclinaba levemente hacia su costado izquierdo. Notó lo feble que, tras tantos años de abandono, era la estructura. Se asomó por un costado, dispuesto a deslizarse hacia abajo, pero se dio cuenta de que estaba a más de diez metros de alto. Una nueva ventisca asoló el parque. La rueda volvió a girar, alejándolo aun más del suelo. De saltar, daría de bruces contra el pavimento. Se metió las manos a los bolsillos, pero no encontró su celular. Para calmarse, respiró profundo, levantó la vista y contempló el cielo. Sólo debía esperar a que el viento lo depositara en tierra. Sus músculos se distendieron; debido a la inclinación, su cuerpo se deslizó e hacia el borde izquierdo del asiento. Bruno se agarró al pasamanos. Con ansiedad, paseó su vista por las estructuras de acero. Las tuercas, aunque se veían apretadas, ya estaban herrumbradas. Una nueva ventolera le dio de lleno en el rostro, robándole una lágrima por la comisura de un ojo. Bruno tembló. Para qué habría venido a enterrarse en esa fiesta de mala muerte; ni siquiera le gustaban los reencuentros. Al tomar distancia, las atracciones del parque cobraban un cariz distinto; el jardín gigante, la locomotora y hasta su abrigo, agitándose con el viento, parecían presagiar la tragedia. Más allá, los techos y las casas, como maquetas, esperaban en orden la llegada del temporal. Bruno se preguntó si acaso todo no obedecería a un orden superior; un orden que a él, qué paradoja más huevona, desde esa altura se le escapaba.

En eso, su asiento se sacudió. Sintió que la rueda, como una manivela, se movía hacia arriba. De pronto oyó unas risotadas y unas botellas que se quebraban. Pese a que le daba náuseas, miró hacia abajo. Allá estaban Olaya y Arévalo. Desde esa altura, parecían dos miniaturas de sí mismos. Sin contenerse, Bruno les gritó, intentando llamar su atención moviendo afanosamente sus manos. En ese momento un nuevo trueno resonó; la tormenta se desataría en cosa de segundos y las primeras gotas ya azotaban el rostro de Bruno. Intentó gritarles a sus amigos nuevamente, sólo para descubrir que su voz no tenía volumen. Al llegar a la cúspide de la rueda, ya estaba completamente empapado. Las mandíbulas le castañeteaban. Aterido, mudo, Bruno vio a sus amigos trepar una pandereta, saltar a una cancha de beibifútbol y perderse calle arriba.

A los pocos segundos reaparecieron: caminaban ahora por una pasarela. Les volvió a gritar. Fue Olaya quien se dio cuenta. A la distancia, se encaramó sobre la baranda y, empinándose sobre el letrero, lo saludó con el brazo. A Bruno le pareció entrañable su entusiasmo. Arévalo, por su parte, permanecía más atrás, contemplando los autos mientras fumaba un cigarrillo. Sin darse cuenta, Bruno relajó sus puños; de inmediato su asiento volvió a crujir. Sintió una ráfaga de viento; esta vez soplaba en sentido contrario. Dando un chirrido, su asiento se meció hacia adelante y atrás. Bruno miró en dirección a la pasarela: estaba vacía. De borrachos, acaso, se habrían ido. Lo que fuera, con tal de que Olaya no exagerara y llamara a los bomberos. Llevaba casi media hora allí, y la rueda, que ahora giraba con suavidad, se aproximaba al suelo. A un metro del pavimento, respiró con alivio: la había sacado barata. Sólo fue el susto; a lo mucho, un resfriado. Tal como si se hubiera estado columpiando, Bruno se deslizó hacia abajo. Una vez en tierra firme, caminó hasta el árbol, descolgó su chaqueta y, tras colocársela sobre la camisa empapada, emprendió el regreso.

En realidad, qué podría haberle pasado. Desde abajo, la rueda de la fortuna ya no le pareció tan alta. Se largó a reír, luego a correr; quería gritar, quería llorar. De pronto, cayó de rodillas y, a un costado de la locomotora, se echó a vomitar. Sintió unas pisadas. Un guardia, lo que faltaba. Al volverse, vio a sus amigos que corrían hacia él.

Apenas llegó, Olaya le ofreció su mano. Al mirarla, Bruno notó que el rouge de Olaya se salía ligeramente del borde de sus labios.

–Tranquilo, ya pasó.

–De la que te salvaste –añadió Arévalo y se echó a reír.

Olaya lo fulminó con los ojos. La risa se apagó. Con un instinto maternal que Bruno desconocía, ella lo miraba con calidez. Le preguntó si estaba bien, si necesitaba algo.

Primero dijo que no, pero luego cambió de opinión; sí, le gustaría fumar. Arévalo se palpó los bolsillos y sacó dos cigarrillos. Se quedó con uno; el otro se lo pasó a su amigo. Al llevárselo a la boca y sostener el encendedor, Bruno se dio cuenta de que sus manos tiritaban.

–A ver, dámelo.

Lo encendió y se lo entregó.

Se dedicaron a fumar en silencio. Eran, en realidad, tres silencios distintos: el de Olaya, uno pedagógico, propio de la institutriz que observa a sus alumnos mientras juegan; el de Arévalo, uno mezquino, de quien no tiene nada que brindar; y el de Bruno, un silencio exhausto, de quien lo dio todo y se quedó vacío.

Fue él quien, tras fingir que consultaba su reloj, dijo:

–Tengo que irme.

Suspiró, saludó con un gesto a Olaya y se echó a caminar a paso rápido. En su boca la saliva estaba ácida, le hubiera gustado tomar café o morder una manzana. Tal vez al llegar a casa.

 

Luis Felipe Sauvalle Torres (Santiago, 1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño -entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años- en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo que le valió el renombre y la admiración mítica de variados cenáculos del circuito literario local.

Asimismo, ha participado en la Feria del Libro de Santiago de Chile, como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este.

Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y magíster en estudios rusos por la Universidad de Tartu (Estonia) es el autor de las novelas Dynamuss (Ediciones Chancacazo, Santiago, 2012) y El atolladero (Ediciones Chancacazo, Santiago, 2014), además de creador del volumen de cuentos Lloren, troyanos (Catarsis, Santiago, 2015).

También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Los cuentos de «Lloren, troyanos» (Editorial Catarsis, Santiago, 2015)

 

 

Luis Felipe Sauvalle

 

 

Imagen destacada: El parque de diversiones Fantasilandia en Santiago de Chile.