Aliméntate de literatura, pobre hombre

La lección que nos brinda Kafka es que el escritor es un Dios y un gusano, un tipo que infunde vida con el dedo de Miguel Ángel y la quita con la guillotina de Robespierre: hacer literatura es palpar, buscar a tientas aquello que escapa a nuestros sentidos. Es orar a esos dioses que moran más allá de todo ruego.

Por Luis Felipe Sauvalle

Publicado el 28.3.2019

En Franz Kafka siempre he visto un irónico impenitente. Se asomaba a lo más recóndito del alma humana, pero lo hacía con humor, es decir, con elegancia. En Cartas al padre hizo frente a quizás el peor de los miedos: el miedo a interpelar a su progenitor. A lo largo de cien desgarradoras páginas, le recrimina a su progenitor “el silencio lóbrego de la mesa” en donde había que “primero comer, después hablar”. Un nudo en el estómago evitaba que Kafka pudiese tragar. De ese no poder comer ni abrir la boca (en la mesa paterna reinaba el silencio), surge esa necesidad de refugiarse en la palabra escrita. Para Kafka hambre y arte estaban intrínsecamente unidos, nos lo dejó claro en El artista del hambre. En su relato ubicó al artista en una jaula, haciendo un ayuno perpetuo, ante cuidadores pagados por el propio artista que le impiden toda ingesta de alimentos. El ars poetica del artista consiste en eso: en la negación del yo, en el silencio. La boca permanece cerrada. La palabra está proscrita. En agonía silenciosa, el artista del hambre continúa su ayuno hasta que nadie sabe o a nadie importa lo que ocurra, hasta que se desnutre por completo en la indiferencia más absoluta. El público asistente a este espectáculo (ahora relegado al traspatio de un zoológico) es fundamentalmente el mismo animal del zoológico. Y sin embargo lo considera exótico. El artista del hambre atraviesa por una especie de apoteosis, pero a la inversa: de la gloria al olvido.

Es de ese deseo de apoteosis del que se burla en La metamorfosis. Si el artista busca convertirse en semidiós, Kafka transforma al protagonista de su novela en un insecto. Una cucaracha o un escarabajo, da igual. Gregorio Samsa –el personaje– ha sido considerado una proyección del yo-íntimo de Kafka, quien se se sentía extraño en el mundo. En su entorno, Kafka generaba una cierta curiosidad, pero relegada al plano entomológico (era un bicho raro). A la muerte del metamorfoseado Gregorio, la familia lo barre y después salen a tomar el fresco de la tarde. Su creador, Kafka buscaba con su muerte convertirse en algo incluso más modesto: en cenizas. Por ello pidió a Max Brod que tras su deceso quemara sus manuscritos; a nosotros solo nos queda agradecer que no lo hiciera.

Al autor no le gustaba lo que se avecinaba. De alguna manera avizoraba el siglo XX y sabía que no sería un buen siglo. En la colonia penitenciaria nos advirtió hacia dónde íbamos: hacía un mundo que es una máquina de moler carne humana, una máquina operada con ansias por nosotros mismos. Se dice que predijo el holocausto, y lo hizo, pero no se detuvo ahí. En El castillo, Kafka fue más allá: intentó contruir un mundo alternativo, sombrío, regido por reglas imperecederas e ininteligibles. Un mundo que no obstante está invadido de realismo con personajes tan familiares que a uno le roban una sonrisa de los labios. (“Sí, a ese tipo lo he visto, no sé donde, pero lo he visto”).

La lección que nos brinda Kafka es que el escritor es un Dios y un gusano; un tipo que infunde vida con el dedo de Miguel Ángel y la quita con la guillotina de Robespierre. Sabe olfatear con la nariz de Gogol el sendero por entre la tierra baldía de Eliot. Un escritor es un detective que sigue la sospecha infundada. Un escritor es además un miserable obrero. Un proletario a la vanguardia de la vanguardia que marcha con palos y picotas en medio del desierto de Atacama cuando se escucha el obús. En su estado ideal, desnuda de la extraña pretensión de apoteosis que el autor suele buscar, desnuda de esa pretensión de hacer carrera, hacer literatura es palpar, buscar a tientas aquello que escapa a nuestros sentidos. Es orar a esos dioses que moran más allá de todo ruego. Hay que estar un poco iluminado. Hay que estar un poco loco. Cuesta creer que Kafka tuviera tan claro cómo adentrarse en esas tinieblas. Escribió tanto en tan poco tiempo, recordemos que murió con cuarenta años.

Queda claro que para Kafka la alimentación era un tormento, y un objeto de su arte. Se nutría de literatura, de leerla, de escribirla, posiblemente de comentarla. ¿Y el sustento? ¿De qué entonces se alimenta el artista? Otro irónico, igual de impenitente, el poeta Teodoro Pródromo, escribiendo desde Bizancio, pone en boca de su mujer la respuesta: “de literatura, aliméntate de literatura, pobre hombre”.

 

Luis Felipe Sauvalle Torres (1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño -entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años- en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo que le valió ser bautizado en los ambientes literarios locales como “El Tricampeón”.

Asimismo, ha participado en múltiples ocasiones en la Feria del Libro de Santiago de Chile, así como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este. Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile es el autor de las novelas Dynamuss (Chancacazo, 2012) y El atolladero (Chancacazo, 2014), y del volumen de cuentos Lloren, troyanos (Catarsis, 2015). También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

La primera edición alemana de la novela «La metamorfosis» (1915)

 

 

Luis Felipe Sauvalle

 

 

Imagen destacada: El escritor checo Franz Kafka (1883 – 1924) con su novia Felicita Bauer en 1917.