«Concepciones»: Un adelanto exclusivo de la próxima novela de Nicolás Poblete

El lanzamiento del inédito volumen será el día lunes 13 de noviembre en el pub Shamrock (Providencia) y será presentado por María José Navia Torelli y por la artista visual Voluspa Jarpa. Se trata de la décima publicación del reputado y afamado escritor chileno, ahora, en Editorial Furtiva.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 7.10.2017

SANTIAGO, 2013

Subo las escaleras de piedra. Me sienta bien ejercitar mis músculos, mis piernas, las corvas, lánguidas después de la clase de yoga, ayer. Emprendo el ascenso de la siguiente escalinata, más angosta, peldaños resbaladizos cuando están húmedos, peligrosos de noche; piedras sueltas o sobresalientes para poner a prueba mis pies. No cualquiera sabe cómo subir estas escalas y el desequilibrio es siempre un riesgo. Pero ahora no pueden tenderme trampa alguna, no hay celada posible. Ningún GPS es más preciso que mi memoria. Yo conozco este camino muy bien, mejor de lo que querría. Miro hacia el cielo y luego atrás mientras avanzo hacia la Plaza Pedro de Valdivia, que es mi lugar. Detrás de mí, los cañones de la terraza Caupolicán apuntan hacia la ciudad.

Me siento en la banca de concreto. Espero. Mis dedos con las uñas cortas se arrastran por los bordes de la banca. Sonrío al palpar las grietas, pues las yemas de mis dedos las reconocen. Si ríes es que tienes miedo. He percibido que las escalinatas también me han dado el paso, identificándome… después de todos estos años: hendiduras, hoyos, pastelones sueltos. Y mis piernas quizá tienen una memoria prodigiosa pues, por sí solas, han sabido esquivar los peligros para llegar sana y salva hasta aquí. Gravilla, tréboles, incluso las barandas paralelas a las rocas del cerro: saben todo pero no pueden decir nada. Y en la calle, motores rugiendo: autos, motos, micros; miles de cabezas opacas detrás de vidrios. Tampoco ellos pueden hablar de la magnitud de todo esto.

Su voz: «Ay, Conce, tan cursi que te pones».

Por la noche no hay palomas. El kiosco está cerrado. A mi izquierda una pileta, que supongo es una imitación de un jardín andaluz: azulejos blancos y azules; y, en el centro, un cuadrado poco profundo donde reluce un charco de agua. A mi derecha, una sola luz que ilumina la pileta y refracta en las hojas espigadas de una palmera solitaria.

A esta hora tampoco se ve la cordillera, pero sé que está ahí, enorme, detrás de la estatua. Frente a mí Don Pedro de Valdivia Valeroso Capitán Estremeño/Primer Gobernador de Chile/Que en este mismo sitio acampó su hueste/De cientocincuenta conquistadores El 13 de diciembre de 1540 Dando a estas rocas el nombre de Santa Lucía I formando de ellas un baluarte/Delineó y fundó la ciudad de Santiago el 12 de febrero de 1541.

La estatua es gris y muestra el rostro atractivo, serio; nariz recta y bigotes frondosos; una barba de chivo. Pienso que su figura es la de una persona refinada, y me gusta eso. Entiendo la elegancia como un punto de vista. En su mano derecha un rollo de papel; en su izquierda, ¿el mango de una espada? Si es la empuñadura , puedo atestiguar que en más de veinte años nunca ha habido rastro de lo que tendría que ser una espada. ¿Humildad? No. Imposible en este lugar.

Nadie, salvo las palomas de día, puede tocar a Pedro. Está elevado sobre un monolito y este se encuentra protegido por un enrejado bajo que es una jardinera. En el cuadrado a ras de tierra han plantado cardenales y rosas. Es frondosa la jardinera. Tierra fértil. Lo sé. Yo misma lo comprobé… tantas veces, pero ya no.

Hay una luz blanca en lo alto, a mi izquierda. Es la Virgen, iluminada, en otro cerro de la ciudad.

El frío que emana de la banca de piedra hace que me levante y camino rodeando la estatua hasta que veo el envés de don Pedro. Por detrás, la estatua muestra su espalda, y, en un monolito pequeño, han puesto el casco de su armadura. Abajo leo los nombres de los fundadores de la ciudad de Santiago. Casi al final, destaca en letras mayúsculas, INES XUAREZ.

*

He vuelto hasta aquí con aprensión, miedo. Este fue mi lugar. Sí, fue: en pasado. Nunca más, lo prometí, nunca más. Por eso es extraño caminar en torno a la estatua sin la expectativa de encontrar a algún cliente. Con estas ropas sobrias, zapatos sin taco, mi rostro sin ese maquillaje excesivo que me hacía parecer una caricatura de mujer. Sin cigarrillos, sin palabras filosas en la punta de la lengua, obscenidades audaces prestas a abordar a cualquier hombre… sin nada de eso ahora quién me podría reconocer. Back then, esa podría ser una expresión de Eduarda. Ahora prefiero la lucidez, a veces tremenda, inevitable, al sopor drogadicto que me permitió tolerar tanto. Como en la canción de Olivia Newton-John que aún me sé de memoria y que tantas veces tarareé subiendo estas escaleras: Night is dragging her feet/I wait alone in the heat… Mucho antes de yacer ahí, al borde de las mortajas, en lo que pensé sería mi despedida. La voz de la vieja Alicia un cántico: «Eres buena de alma, Conce». En esa camilla, rodeada por un círculo humano, un rito final, el ventilador elevando mechas de mi pelo con un viento agradable. Ilusión de viveza en mi pelo ya exánime, escuchando las voces: la vieja Alicia introduce cada intervención y también determina el tiempo para cada cual. Como a una niña herida o gravemente enferma la vieja Alicia impide que cierre totalmente los ojos, me mantiene despierta y se asegura de que escuche todas las confesiones. La vieja sabe que si llego a dormirme, puedo… sería fatal. Había velas en torno al círculo, lo recuerdo. En el umbral de los umbrales, escuchando las revelaciones que son como oraciones con las que lo traspasaría. La voz melodiosa de Tulio, el cafiche: «Perdóname, Conce, yo caí más bajo que tú. Obtener dinero gracias al cuerpo de las mujeres, es veneno. Tenías razón en preguntarme si tenía hijas, si tenía esposa. Me vuelvo a mi país, Conce, y te pido disculpas». La voz una onda sobre mis mejillas febriles; como recostada sobre una balsa que, en vaivenes, se aleja, se aleja, se pierde de vista. La vieja Alicia detiene la balsa con un «calla ya, Tulio» cuando siento que está deslizándose suave, discreta, letal, gracias a la corriente acuosa. «Conce, ¿Conce? Escucha, niña, ahora va a hablar Romina…».

*

 

En el diario de Eduarda: «Mi vida es un soundtrack». ¿Eso era tu vida, amiga? No fue eso, no. Ojalá poder decir es alguien de mi vida pasada… Pero esas frases ni siquiera convencen en una teleserie. Por boca de la misma Eduarda, enunciados que no persuaden: «Aborto es una palabra horrible, pero ‘interrupción del embarazo’ es un eufemismo más patético aún’».

Alguien de mi pasado…

Cuando fantaseábamos con afectación escolar sobre qué música pondríamos en nuestro funeral. Con la distancia, la ignorancia, la grosería con la que los jóvenes vislumbran la muerte: arrogancia, estupidez. Listas de temas, Billboard top 100. En ese momento yo también había elaborado mis listas. Y si me hubieran preguntado qué era mi vida, mi vida era equivalente a un disco: In the heat of the night… Out in the streets tonight under the neon lights, you’re searching for something new, but nothing is real and no one can feel like you. La voz potente de Pat Benatar. Nos convocaba a todas, nos prometía solidez, poder. La chica dura que todas queríamos ser: un desquite perpetuo. Reivindicar nuestro lugar y cantar: Then you ask yourself is this were you belong, is it right or is it wrong. Does it matter what’s right, in the heat of the night.

*

 

He vuelto a este lugar después de leer los diarios de la mañana donde me he enterado de la dimisión del Papa. Primero la llamada telefónica del Padre Lito para decirme que quería que nos reuniéramos con el grupo en la iglesia, ahora que el Papa ha renunciado a su cargo; luego las noticias en la radio; los pasajeros en el metro leyendo los periódicos. Salí del vagón y caminé hacia este cerro para ver la estatua, no sé por qué. Fue como un instinto; me dirigí hasta aquí como una viuda avanzando por un camino hiper conocido para visitar la tumba del marido; olfato perruno a ras de suelo. ¡Sigue el rastro! ¡Síguelo! Tras él. Es verdad, esta estatua es como una tumba para mí: es todo lo que ya no volveré a ser. Esa fue mi promesa. Debo repetírmelo. Hay un diamante sepultado dentro de esa tierra, lo sé. Y el Padre Lito me confesó la abdicación entre sonrisas. Era lo que esperábamos: «¡Eso sí que es un milagro!», susurró y luego comentó los avances en la sala que ya está casi totalmente acondicionada para las clases de Bikram Yoga.

Intento ordenar mis pensamientos, pues aunque esté segura de lo que soy, de lo que no volveré a ser, de cómo he avanzado hasta este punto en mi vida, siempre hay una incertidumbre temible que te hace dudar, reflexionar. Esa sospecha es lo que hay que aprender a aceptar, ha dicho el Padre Lito. Sería muy fácil actuar bien viviendo en la certeza, en la paz garantizada. Lo difícil, el desafío, es aprender a confiar y a convivir con honestidad y honra, incluso en medio del dilema y de la irresolución. Por eso el Padre Lito nos ha llamado para que nos juntemos a rezar. «Insondables son los caminos del señor». Quizá suena muy pudibunda la forma en la que estoy describiendo al Padre… Es difícil hablar de él, de lo abierto que es. Incluso a Jackie me costó explicarle cómo nos sentamos en posición zazen, hablamos del Tao, de lo arduo que es intentar transformarlo en palabras: es un recipiente vacío, jamás se llena. Es intangible, lo nutre todo y todo surge de él; el gran Tao fluye hacia todo. Cada religión llama a la experiencia de un modo distinto, pero la esencia de todas las variantes de misticismo en el mundo occidental es la misma. Todas sostienen que los fenómenos, la gente, flora, fauna, cada fracción de cada partícula, son aspectos del UNO. En una sala de la Iglesia tendemos nuestros mats y meditamos en posición zazen durante cuarenta, cuarenta y cinco minutos. Por supuesto que no se trata de creer en Dios; nadie es tan ingenuo aquí. Después de esas palabras vi que sus cejas aprobaban; un arqueo máximo que luego Jackie transformó en una breve frase: «¡Menos mal!».

Enfrento las escalinatas para descender y de pronto necesito un pañuelo, mi nariz está goteando; también mis ojos están acumulando lágrimas que no sé de dónde han surgido. Desde hace un tiempo me viene pasando esto; sin aviso llegan las gotas a mis ojos, a pesar de no tener pena, o rabia, o nostalgia. Es curioso; es como si el llanto me invadiera por iniciativa propia, en situaciones de recogimiento, a veces hasta de ternura. A veces inclinada frente a mis plantas, podando ramas, espolvoreando tierra de hoja, regando, escuchando con atención el canto de una tenca, imitando a un zorzal, siento las lágrimas aflorar. En esos momentos, el sol brillando, una brisa acarreando hasta mi nariz el aroma de la resina brotada y cristalizada en la corteza de un abeto… y también cuando su voz surge: mi amiga del Colegio St. Mary’s: Eduarda. Tierra atomizada, polvo; como esa canción que usaron en el diaporama para la graduación del colegio. Dust in the wind… All we are is dust in the wind. Qué genuinos parecían nuestros suspiros; emoción real dentro de tanta falsedad; cuán ficticias parecen ahora esas «enseñanzas» del elitista colegio inglés. Desconsuelo.

Pero eso es de esperarse. Anteayer, mientras revisaba las hojas de un hibisco y mi mirada permanecía alerta a posibles pulgones adheridos en el envés de las hojas, me llegó de golpe la imagen de Eduarda, ese día, las dos con una resaca terrible, pero con los bolsillos llenos de billetes. Nuestras bocas secas y el recuerdo de todos los hombres de la noche. Sus huellas en nuestros cuerpos. «No me gustan los hombres grandes porque siempre me duele el cuerpo al día siguiente», dije, y Eduarda rió. Luego se sentó en la cama que estábamos compartiendo. «Oye, mírame el pelo, creo que siento algo. Me tinca que me pegaron piojos. ¿No será esta mierda de colchón? Me lo regalaron, usado. Lo revisé y no tenía ninguna mancha. Me lo dieron después de… Según me dijeron lo habían estropeado haciendo una película casera», sonrió Eduarda, mostrando sus dientes simétricos, pero no tan perfectos como los míos. Ese era el único rasgo en el que yo la superaba; sus piernas eran más estilizadas que las mías, su cuerpo más proporcionado, su pelo naturalmente trigueño. Se incorporó en la cama y levantó las sábanas como para inspeccionar: «Lo habían dado de baja, a pesar de que era nuevo en el momento de filmar… ¿Y ves que es firme? Odio los colchones blandos. Lo revisé y nunca pude ver la supuesta mancha de orina o de alguna otra cosa que había arruinado el colchón para ese ingeniero».

Y ahí me quedé revisándole el pelo. Entre las plantas, buscando bichos, sentí las lágrimas rodar por mis mejillas; las vi caer sobre la tierra de hoja y desaparecer al instante, sin dejar siquiera un rastro de humedad. Lo que no puedo olvidar: la luz de la mañana entrando por la ventana e iluminando la sábana blanca, pero sucia, y yo encorvada, sacando piojos de entre los cabellos de Eduarda. Una línea de sorpresa en su rostro al dejarse tocar, una mezcla de amistad y amor, y de relajación íntima.

 

Portada de «Concepciones» (2017), a cargo de la artista Voluspa Jarpa

 

El escritor chileno Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971)

 

Imagen destacada: Las actrices Elena Anaya y Natasha Yarovenko, en un fotograma de «Habitación en Roma» (2010), de Julio Medem