[Crítica] «Hubo una vez una buena muerte»: Para descansar del cielo

El existencialista, honesto y autobiográfico volumen de versos a cargo de Juan Miguel Arévalo (alias el Jota), se lanzará en una producción de la editorial Confín Sur, este viernes 24 de marzo en el Museo de Arte y Artesanía de la ciudad de Linares, Séptima Región del Maule.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 22.3.2023

«Papá, ¿quién llegó primero al mundo, nosotros o la muerte? / Nosotros hijo/ nosotros inventamos la muerte/ para descansar del cielo».
Jota Arévalo

«Papá, ¿dónde vive la muerte? / Cerca hijo/ muy cerca/ ¿Y nosotros Papá/ dónde vivimos/ En su casa hijo… en su casa».
Jota Arévalo

«Un martes por la mañana golpearon a mi casa/ nadie me advirtió/ El golpe avisa decía mi abuela/ El golpe avisó».
Jota Arévalo.

Hay palabras que únicamente resuenan cuando el dolor las hace carne, sangre y lamento. Palabras que encierran esa tediosa manera de existir y que luego conjugan tiempos que son atemporales y que, paradoja humana, suelen escribirse con letras que lloran por dentro y que sacuden por fuera.

Así, hay frases escondidas en el subsuelo de una memoria agazapada, lista para engullirnos al primer descuido. Entonces, el poeta saca fuerzas de flaqueza, se presenta, se identifica, exige ser absuelto de una condena que lleva impresa en la frente como un estigma que se niega al olvido.

Y el hombre, el individuo, el niño que se ha escondido para no ser descubierto en la habitación que se repliega en su alma, se desviste en esa soledad tan personal, tan exclusiva, tan plena de espacios que carecen de dimensiones humanas, pero que nos envuelven en unos ojos que nos miran repletos de espanto.

El individuo luego sueña, sueña con que ha vivido y que ha muerto infinidad de veces. Le duele el dolor, sufre con el sufrimiento y clama. Accede a ese universo repleto de signos que lo remueven. Ve la oscuridad en la luz y la luz lo hace persona. Pero reniega de sí mismo. No hay escudos de protección. Su nombre se ha disuelto en la maraña de su propia omisión o abandono.

Y, sin embargo, no olvida. Crece en su interior la metáfora de un mutismo que lo angustia, que lo eleva a su máxima potencia y que regresa convertido en los otros, en quienes nunca dejó de amar, en el secreto recodo de una esquina, de una sala de clases, en el pentagrama infinito de su música personal.

Jota Arévalo (Linares, 1966) ha reconstruido su propia biografía a partir de las historias ajenas que también le pertenecen. No es un exiliado de sí mismo, aunque lo pareciera. No huye porque tiene miedo de existir: existe, y es cómplice del dolor que ha visto circular por las venas abiertas de los demás y por las llagas invisibles que han curtido su tránsito.

 

Versos que atraviesan el alma

Arévalo avizora un porvenir atrasado. Lo escupe. Lo devora. Lo magnifica. Está curtido por la sangre, por el sudor, por las lágrimas. Está repleto del sentido del sinsentido. Ha sido y es esclavo de la historia que le tocó vivir, de la suya y las demás. Pero, al fin y al cabo, son todas ellas fruto de la desolación individual, de quedarse quieto mirando cómo los pájaros se anidan en su desconsuelo.

No quiere gritar, pero grita y gruñe. Allá, en la cruz que nos ha crucificado, yace la esperanza que se niega a morir. Hay cruces para todos. Sobran.

Es que es cierto, en algún momento, en los resquicios primitivos de la especie, hubo una vez una buena muerte. Quizás ha sido la de este poeta grandioso en su sublime sencillez. Atorado por la profanación que percibió en la tumba de los seres vivos. Que se quedó mirando a la carnicería donde ya no cabían más cadáveres que entorpecieran sus hondas pesadillas. Por eso vuelve.

Y no es un pecado que regrese. Es la necesidad de renacer desde los pies sufrientes, desde las costillas rotas, desde los ojos enceguecidos de ceguera y de ira contenida. Por eso la expresa sin tapujos. No hay dobleces. La hipocresía no va con él. No la resiste. La toma y te la arroja como un escupitajo espiritual. Si quieres las tomas o la dejas. Pero difícilmente su exhortación te será indiferente.

Si esta poesía te atraviesa el alma y te deja observando un cielo oscuro y agrio, si te remueve la conciencia por algo que pretendiste obviar o negar, entonces, reléela.

Descubriremos juntos que, tras cada línea, tras cada minuto en cuclillas está nuestra involución, pero también ese destino que hemos des-construido y que nos esforzamos en creer que ha nacido hoy, de pronto, sin ninguna atadura antigua.

Por eso y por muchas otras sinrazones de esta razón más pura y sensible a que nos invita Juan Miguel Arévalo es necesario, imprescindible, adentrarse en su silenciosa invitación, en su aguda reflexión, en sus decantadas frases que jamás serán para el olvido.

 

 

 

***

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.

Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021.

Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«Hubo una vez una buena muerte» se lanzará este viernes 24 de marzo en la ciudad de Linares

 

 

«Hubo una vez una buena muerte» (2022)

 

 

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Jota Arévalo (por Luis Alfonso Diaz Lascevena).