[Crítica] «La madre de Eva»: Una crónica transescénica

Hace algunas semanas de exhibió en la Sala Camilo Henríquez este montaje dramático basado en la novela homónima de la escritora italiana Silvia Ferreri, y la cual conducida por la directora Heidrun Breier, contó en sus presentaciones con la destacada interpretación de la actriz nacional Maritza Farías.

Por Rocío Casas Bulnes

Publicado el 13.5.2023

Salimos caminando por el centro un 31 de marzo, día internacional de la visibilidad trans. El Teatro Camilo Henríquez nos espera con una obra que promete mucho, al menos para mí, pues se trata de un monólogo protagonizado por Maritza Farías. Una actriz ejemplar cuyo talento atestiguo desde que la conocí en años universitarios dentro de la entonces escuela dirigida por Ramón Griffero.

Maritza realiza todas sus apariciones ocupando el espacio escénico como si cada paso, cada movimiento, cada sonido quedara para siempre marcado formando geometrías móviles. Cuando tengo la fortuna de observar una de sus actuaciones me impresiona la certeza de estar en presencia de una consciencia profunda.

Caminamos por las calles del centro, es viernes y hay mucho movimiento, pero en esta ocasión es más de lo normal. El Parque Forestal no tiene las músicas y espectáculos ambulantes usuales sino que son multitudes las que se aglomeran a ver a distintos artistas. Duelos de música urbana, danzas tribales, acróbatas.

Entramos hacia Plaza de Armas y escuchamos una pelea a coro. Un grupo de evangélicos con un hombre micrófono en mano y altoparlante a todo volumen gritando a un grupo de compañeros reunidos para hacerse ver, para poner al alcance de la mirada sus existencias impunemente abusadas y agredidas.

No se escucha bien qué es lo que gritan porque les otros responden en conjunto y ahí los mensajes se confunden en un zumbido violento, solo la voz masculina en altoparlante que alerta del demonio se distingue de vez en cuando. A ambos grupos los separa una calle estrecha, parece que en cualquier momento se van a golpear pero nadie cruza al lado opuesto.

Solo nosotros que continuamos nuestro camino al teatro mientras el grupo de compañeros canta a nuestro costado cómo son asesinados. Pienso en si alguna vez podrían llegar a entenderse dos grupos así, en lo difícil que es imaginarlo incluso siendo espectadora.

Entramos al teatro, nos sentamos, se apagan las luces.

 

Las expectativas culturales

Primero un sonido llena el espacio. La madre de Eva. Es una voz cargada de amor y un sentido de urgencia porque le está hablando a su hijo a quien están operando en esos momentos. Alejandro nació con cuerpo de niña, sus padres le pusieron Eva, mas siempre quiso tener pene. Así lo recuerda su madre mientras narra la biografía de su hijo.

Justamente porque se trata de un monólogo nunca vemos ni escuchamos a Alejandro, tampoco a Eva. Esto resulta muy significativo: su voz es desconocida. Lo que se tiene es la voz de una testigo, su madre, no se sabe ni se sabrá si Alejandro está de acuerdo o no con esta versión de los hechos. Entonces lo que se conoce, finalmente y en profundidad, es a la madre misma, a la transformación que en ella produce el procrear y a cómo las experiencias de ese nuevo ser la atraviesan.

Este monólogo transcurre en un pasillo frío de algún hospital. Del otro lado de la puerta hay un quirófano y ahí, dentro, se encuentra su hija. Porque así le habla a Eva en un comienzo su madre, repasando los recuerdos del embarazo, la infancia, los tiempos de escuela y adolescencia. Poco a poco su propio lenguaje se va transformando también, en uno donde Alejandro tiene cada vez más cabida.

La madre y protagonista de la obra entrega al espectador, cada tanto y con la precisión de un reloj, los detalles acerca de la operación que le están realizando a su hija para transformar físicamente su cuerpo y por fin adecuarse a quien verdaderamente es.

De esta forma, los detalles médicos del procedimiento quirúrgico se sienten en el cuerpo al ser narrados porque ella, la madre, los siente también. El cuerpo que está siendo intervenido esa mujer lo parió y como tal no ha dejado por completo de ser parte de ella.

Es la madre quien está presente durante toda la operación de su hijo. No me voy, no me muevo de aquí le dice aunque éste no le escuche. Se sabe que Alejandro tiene un padre, aunque no se aparece, es la madre quien está fija en su lugar, de la silla a la puerta del quirófano, al estante con pequeños vasos de agua, y de vuelta a la silla.

Sus viajes en el tiempo contrastan con su estar estoico, la pasión incontenible de su discurso con su expresión corporal contenida. Ha llegado al lugar de la comprensión, de la aceptación, del amor incondicional. No es una madre que juzga ni que cuestiona. No es una madre enojada con su hijo sino con quienes se atrevieron a lastimarlo. Los giros en torno a ella recuerdan los ciclos de la naturaleza misma, en forma circular, resonando con cada paso concéntrico que se da.

Estamos acostumbrados, sobre todo en sociedades latinoamericanas, a observar muchas familias donde la madre es la presencia y la acción absoluta, el ser que se hace cargo de todo. Y se malentiende tal cosa como si eso fuera matriarcado, cuando en realidad el patriarcado es precisamente eso: madres llevando toda la responsabilidad a cuestas porque los hombres no están presentes o no corresponden al mismo nivel.

Tantas generaciones de madres que pueden con todo, o con la mayor parte, porque no tienen otra opción, a costa por supuesto de su salud mental, física y emocional en detrimento de su bienestar y el de los hijos. Pues la realidad es que son particularmente vulnerables e imperfectas, ninguna —tampoco la madre de Eva— es ni será esa gran madre que corresponde a las expectativas culturales.

 

En ese frío pasillo de hospital

Separemos el ser madre de lo que conocemos como maternidad. Lo primero es la experiencia individual que cada madre puede y quiere tener. Lo segundo, y francamente retorcido, es lo que la sociedad espera de ellas poniéndolas en constante tela de juicio.

En su libro La gran madre Erich Neumann señala cómo cuando nos adentramos en el mundo matriarcal conocemos un espacio espiritual que: «en consonancia con el simbolismo fundamental del Gran Femenino, aparece como un nacimiento, y todavía más concretamente como un renacimiento. En todos los casos en que tropezamos con el símbolo del renacimiento, incluidos aquellos en los que la conciencia patriarcal ha enmascarado su simbolismo e interpretación, estamos en presencia de un misterio matriarcal de transformación».

Así, el cuerpo de la madre se desdobla junto con todos los elementos transformados en el proceso del embarazo, y llegado el momento del parto la madre puede reconocer cómo su naturaleza física en el mundo no volverá a ser la de antes. Sus rincones oscuros se han iluminado, ensanchado, replegado, abierto de par en par para dar paso a lo desconocido.

La madre queda en estado de completa extenuación, ella quien se supone es la que debe cuidar a esa criatura frágil y dependiente. Y es poco probable que alguien se cuestione por qué la madre de Eva es quien está ahí presente, y no alguien más. Se asume que la madre estará ahí, se asume también que es ella quien debe entregar empatía y cobijo. Por eso el encuentro con esta mujer no causa sorpresa, y el tiempo sigue transcurriendo en ese frío pasillo de hospital.

Eva logrará ser Alejandro, en todo los niveles requeridos. Sus necesidades que guarda desde niña se harán realidad. El dolor, las humillaciones y la enorme espera no son eternas. Su madre aguarda este desenlace con emoción y alegría anticipada. Nada más importa.

Las palabras viajan por el hilo invisible que la une con su hijo, más allá de todo, incluso de la muerte. Por fin tendrás lo que quieres, serán quien realmente eres. Y ya no me odiarás. Una gran sonrisa ilumina entera su cara cuando atisba así el futuro próximo.

En La madre de Eva, la adaptación y la dirección son de Heidrun Breier, conocida tanto como actriz como por sus trabajos como directora, y quien tiene una comprensión profunda del texto de Silvia Ferreri, autora italiana de cuya novela se desprendió la dramaturgia.

La escritura teatral de Breier es precisa en los detalles, tan mínimos que en ellos las palabras adquieren vida propia. Quedan grabadas, así como las sensaciones corporales transmutadas de hijo a madre y de madre a espectadores. La dramaturgia tiene peso corpóreo desde el comienzo hasta el último segundo de la obra.

Esta dirección no necesita de adornos ni de efectismos, se nota que la confianza está depositada en los recursos mínimos, potenciándolos. En tal escenario los mensajes calan hondo en quienes están presentes, haciéndose partícipes y dejándose escuchar en un llanto colectivo.

Salimos del teatro y Carabineros ya están dispersando las movilizaciones, haciendo lo posible por barrerlas del cemento, trasladándolas a otros rincones sin lograr ni por un momento borrarlas. Me pregunto de nuevo cómo se acercan mundos disímiles en comunidad genuina. Cómo se termina con la historia viciosa de las víctimas y los victimarios. Y es que el buen arte está capacitado para lograr lo inimaginable.

Después de esta obra yo ya no soy espectadora, como cuando llegué, imposible luego de ser atravesada por experiencias tan transformadoras. Ser madre o tener madre. Ser hija o tener hijos. Ser ocupando el espacio escénico que es esta vida, defendiendo el propio lugar de enunciación.

Por eso el presente texto necesita sostenerse en primera persona. Ir más lejos de la reseña cultural ya que esa noche las puertas del teatro para mí no se cerraron, sus paredes parecieron abrirse como libro al mundo, permitiendo que cualquiera entre y salga en la oportunidad de ocupar su naturaleza más genuina.

Dichosa transgresión a la cultura.

 

 

 

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Rocío Casas Bulnes es investigadora, docente y comunicadora especializada en estudios culturales. Doctora en estudios americanos con estudios previos en la historia del arte y literatura. Con más de diez años de investigación constante en proyectos de financiamiento estatal y privado, tanto en Chile como en el extranjero. Autora de publicaciones en medios periodísticos, especializados, y de los libros El hombre de siempre (Ed. Hueders, 2014) y Fauna improbable (Ed. IDEA, 2023).

 

 

 

 

Rocío Casas Bulnes

 

 

Imagen destacada: La actriz Maritza Farías en el montaje La madre de Eva.