[Crítica retro] «Nada que perder»: Señores de las llanuras

Este largometraje —nominado a cuatro premios Oscar en 2017— es una obra audiovisual de un gran valor artístico: a la visión de un Estado de Texas aún golpeado por la crisis económica de fines de la década de 2000, las andanzas delictuales de dos hermanos le sirven de pretexto al realizador escocés David Mackenzie, con el objeto de encuadrar una ruralidad norteamericana atravesada por la criminalidad, la usurpación, el resentimiento, la pobreza, pero con la fe intacta en los cariños familiares y primigenios.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 5.3.2021

“La carretera, lisa y perfectamente asfaltada, tenía catorce pies de ancho exactamente; los bordes parecían cortados a tijera y limitaban aquella cinta de hormigón gris tendida sobre el valle por una mano gigante. Sólo desearía en adelante vagar por aquellas colinas y llamar, de vez en cuando, a las ovejas que ya no estaban allí”.
Upton Sinclair, en ¡Petroleo!

La visión de una sociedad norteamericana y de un sueño de grandeza nacional en franca decadencia. Inconformismo, soledad radical, mendicidad afectiva y ruegos cariñosos.

Los temas que trata Nada que perder (Hell or High Water, 2016), son fuertes y profundos: la precariedad material y espiritual de los blancos pobres que habitan en el centro sur de los Estados Unidos, la disfuncionalidad familiar, la marginalidad psicológica, expectativas y promesas de sueños ciudadanos que no se cumplen, ni por asomo, ni por casualidad.

Este largometraje de ficción —el décimo del realizador escocés David Mackenzie—, además, se procura de un libreto y de una cámara, y de unas actuaciones protagónicas, que respaldaron la posibilidad cierta, que tuvo este filme, de quedarse con el codiciado Oscar a la mejor película del año 2017.

El guión se debe a la mente creativa y literaria de Taylor Sheridan, quien concibió hace breves temporadas el texto vertebral y los diálogos del alucinante e impactante thriller Sicario (2015), obra del director franco canadiense Denis Villeneuve.

En esta partida, el escenario cinematográfico nuevamente es ese extremo austral seco, fronterizo con México, tembloroso, miedoso por el colapso económico, y la posibilidad de un estallido social que se cataliza mediante la delincuencia, el porte legal de armas, y que se difumina y apaga a través de las andanzas de una pareja de hermanos dispuestos, e inteligentes, con el propósito visceral de asaltar, robar, reunir y conseguir con urgencia, US$ 40 mil de la divisa de la mayor potencia del planeta.

Una estética audiovisual de la ruina moral, física y económica, que se expresa en los códigos de una cámara en movimiento, que sigue las fugas y las persecuciones automovilísticas de una exigua banda, certera y mortal en sus resultados.

La hecatombe financiera recorrida (la crisis bursátil de fines de la década de 2000), por vehículos destartalados y una ilusión de redención sencilla, personal, de futuro, para la posteridad, aunque a cambio sólo se consigan mendicidad, y un velado y escondido desprecio, de parte de esa exesposa, de la que sólo se desea mantenerse cerca, para ver crecer y controlar a esos niños ya apenados, tristes, tempranamente un poco cansados.

Dos australianos: David Michôd (por El cazador, 2014) y George Miller (a causa de Mad Max: Furia en la carretera, 2015) son referenciados por Mackenzie en la plasticidad resultante de la velocidad motora, el desierto de Texas, la ruralidad avergonzada de sus precariedades mínimas, y unos pueblos, unas ciudades, en cuanto núcleos y testigos de la pasión por la autodefensa y el despoblamiento geográfico.

La velocidad de las cosas, diría Javier Cercas, sirven de imaginario ideológico para manifestar el estado anímico (en descomposición) de una sociedad semimoderna, al borde de la desaparición, del colapso y de la decadencia final, aunque parezca poco creíble y veraz.

La idea que subyace en este filme, responde a una concepción marginal de la cotidianidad, de una mesocracia angustiada y atenazada por las obligaciones de los Estados Unidos, y su estatus de superpotencia ante el resto del mundo.

“Tres veces en Irak, y nada para nosotros”, se registra en el desplazamiento de una cámara que acoge el reclamo sordo, anodino, empero violento e incontenible, al instante de explotar, de una población mayoritariamente hastiada de concurrir a los esfuerzos de una expectativa nacional, una abstracción de país, que sólo parece observarse en las grandes metrópolis de las costa Atlántica y en su contraría, la del este, la de California, Los Angeles, San Francisco, las playas que miran al Pacífico, ese mar que parece enfermo, en la definición de un sagaz y ahora extraviado novelista peruano (Jaime Bayly).

Mackenzie, entonces, aprovecha la ocasión (sirviéndose del lenguaje y los códigos de un intenso thriller, con aires de cine “noir”), se beneficia de las posibilidades estéticas, argumentales y audiovisuales descritas, para analizar las concreciones del “sueño americano”.

Una ilusión vivenciada por una ciudadanía tan ensimismada y fuera de la realidad, que ni siquiera alcanza a mirar a ese metro cuadrado de infierno, desesperación, ausencia de oportunidades, de suertes imprevistas y reales, de fajos de billetes marcados, negados, de hipotecas que consumen la totalidad de un esfuerzo mensual, de yacimientos de petróleo que todavía aparecen, a modo de refrendar, mágicamente, una línea de frase hecha, una esfera de realización individual y comunitaria, en el contexto de esa patria gigante que es el Estado (injusto) de la Unión.

Orígenes que se indagan en una suerte de identidad popular y sojuzgada por la historia moderna: antes fueron los invasores europeos que derrotaron a los Comanches, ahora son las deudas de “retail”, los bancos, las rentas desmedidas que se deben, onerosas, pérfidas y malditas, en esas sucursales implacables, dispuestas a cobrar lo suyo, a buscarse los insultos y la recompensa dictada por los documentos y los pagarés respectivos.

Todo bajo la música de una banda sonora “country”, texana, de melodías que cantan el desamor, la soledad perra, los sueños de un encuentro en el atardecer, en el horizonte de ese lente que se perfila por llanuras infinitas, inabarcables, incapaces de ser contenidas por un foco amigo de colores y de composiciones a un momento de extinguirse.

Incendios de praderas y de colinas nativas, la angustia de las faenas agrícolas y ganaderas en plena modernidad, el alegato plástico y fotográfico de una cultura soberbia, pagada de sí misma, en un resentimiento altivo, seguro de sus penurias y carencias.

En el conducto de una crítica social, que Mackenzie y su guionista centran en el relato nihilista, amoral, sin culpas, de esa pareja de hermanos unidos por la brutalidad, la espera, la fuerza de una filialidad construida en base a los alejamientos, los reclamos y la orfandad.

Jeff Bridges, Ben Foster, Toby Howard, representan a un trio que se enfrenta en esa dinámica del objetivo trascendental, y en la búsqueda quimérica de una puerta de salida argumental, estética y existencialmente pretenciosa.

Imaginarios históricos, antropológicos, culturales y sociales que el equipo artístico y de realización, despliegan en las coordenadas de un despojo y de un enfrentamiento social, hasta de clase, burócrata, pero ojo, jamás político y nunca fraticida, como si el cúmplase de las reglas del juego cívico estadounidense, implicase la resignación, y el soportar los pasos de un destino adverso, en la mantención de una ventana, de una esperanza, imposible e incapaz de hacerse plausible y presente, mientras no sea de una manera sangrienta, en esa autopista, en esa carretera, apagada por el rencor, la frustración, y vaya paradoja, por el amor.

En ese guión se leen ecos de Sinclair Lewis, de Upton Sinclair y de John Steinbeck, en un resumen elaborado, asimismo, por William Faulkner.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Sin nada que perder (2016).