[Crítica] «Última ala»: Los días son más efímeros que el presente

Al modo de: «un distinguido poeta rumano, que se dirige a las fuerzas celestiales y terrenales, y cuyo cometido apunta al hombre, a su inocencia y pureza, más allá de la verdad y del tiempo», escribió el mítico Allen Ginsberg, acerca de Ion Deaconescu, el autor de la nueva entrega editorial del sello Independently Poetry, y la cual se comenta en estas líneas.

Por Moisés Park

Publicado el 10.6.2022

La traducción es una ventana, es un espejo. La traducción del libro Última ala (Independently Poetry, Cima Collection, 2022) del poeta Ion Deaconescu, del rumano al castellano realizada por Daiana Pițică y Justo Jorge Padrón nos libera del cuarto monolingüe donde residimos y dormimos demasiado, para darnos acceso a los versos de un rumano que resulta ser más humano que rumano.

La traducción de Última ala es un espejo porque nos reconocemos en sus versos. En las universales frustraciones del ensueño, la vejez y el duelo; nos vemos allí donde: «Despertar me da miedo / Y perderte también».

Aunque la segunda persona, en este caso, podrá ser su fallecida mujer o sus padres, a quienes ha dedicado el poemario, no cabe duda que nos conectamos con el mismo miedo a la pérdida, al vacío.

Qué momentos más conmovedores con un tú poético, en algunos instantes, bíblicos: «Soñé contigo, estabas subiendo una escalera». Con cierto misticismo, los sueños son más realidad y más vigilia que la vida misma. Sueño, por eso existo. Sin ser psicoanalítico, pero tentándonos a hacerlo («Yo soñé con poder ver a mi padre»), Deaconescu es vulnerable en esta voz poética que sueña en vigilia, llora en silencio y anhela el vuelo.

El título del poemario aparecerá en dos momentos incómodamente paradójicos: un poema homónimo que tiene mucho menos que ver con el vuelo, y mucho más con el cuerpo y la vejez, y otro verso sobre la total libertad en el ocaso.

 

La memoria obstinada

El poemario como espejo es también un espejismo, porque lo visual deja de ser realidad: «Me miro en el espejo / Pero no sé quién es / El que me mira desde el otro lado». ¿Ver para creer? No. Creer para ver. O mejor aún, soñar para ver. Soñar para crear: «En las noches rebeldes: / En vez de regalarte mis palabras / Te daré el arco iris».

Soñar para transcender el lenguaje, donde las palabras no bastan y solo bastan el silencio y el arcoíris. Soñar para inmortalizar versos, arcoíris por regalar, para hacer algo más imposible que poseer y regalar un prisma que mide el horizonte.

Los sueños permiten volver al pasado, recrear el presente. Pero el tiempo es del olvido, más fugaz que el presente y que un arcoíris, y el poemario nos recuerda dolorosamente que tempus fugit: «Ahora, estoy cansado y viejo / Y deseando ser nuevamente ese niño, / Pequeño como un palo / Para soñar que el mar es grande como el cielo / Y que es infinito».

Quizás el mar es la vida y el cielo la muerte, que es vida eterna. Carpe diem es una ilusión porque los días son más efímeros que el presente, quizás los sueños son lo único infinito en la limitada vida marítima.

Se debe hablar del motivo de las lágrimas: «ingenua es la lágrima que no tiene fruto». Cuando el cuerpo responde a la vida hay una vulnerabilidad que nos vincula. El poemario medita sobre la libertad por medio de la reflexión de la vida (¿o la vigilia?) como prisión, pero también la poesía como método hacia una libertad existencial, un amor que no depende de la luz: «Cuántos secretos guarda esta hoja tan blanca! / Como el ojo de un ciego enamorado».

Los versos descifran la «lágrima atrapada» en busca de una libertad efímera en la vida, pero eterna en el sueño y la muerte. La vejez o quizás el tiempo podrán ser los antagonistas de un poemario cuyo protagonista, el yo poético, es también el lector.

Cuántas veces nos perdemos en sueños como el yo poético: «Me he perdido en el bosque / De buscar tanto un árbol, el más bello de todos. / Para grabar en sueños». El bosque será acaso el pasado, las memorias y el árbol más bello, la memoria obstinada.

Asimismo, cómo no mencionar el ala, en singular. Cómo poder sentir libertad auténtica si sabemos que existen las aves y que sin dos alas, simplemente no se puede volar. Todo niño sabe, pero no entiende esa verdad absoluta. Acaso una referencia a la vejez y a la dependencia de una pareja para vivir una buena vida, volar. O quizás, el título es una referencia a lo que poseemos en la vejez: ni siquiera hay dos alas marchitas, sino una última.

Pero Deaconescu nos revela lo contrario, y que en la vejez no es que nos falten dos alas o nos quede una sola, sino que con la vejez, poseeremos ambas: «En breve cumpliré setenta años / Y será entonces cuando mi corazón reciba / La última ala / Para poder volar / Hacia dónde me lleve el pensamiento».

Leo esto cumpliendo apenas los 40 años y escuchando los versos de un casi ángel profético. Qué insolencia pensar que nuestras palabras nos dan libertad cuando hay alas que pueden impulsar el cuerpo hacia una constelación y acercarnos a otras galaxias.

El tiempo pasa pero la última ala se acerca para poder volar o soñar que son lo mismo: eternos actos que permiten la exploración poética máxima, la muerte, que es acaso el despertar eterno y la vida verdadera.

 

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Moisés Park, Ph.D., nació y se crió en Bolivia, Brasil y Chile. Es profesor de literatura y cine en Baylor University (EE. UU.), y también es autor de artículos sobre cine, literatura, cultura popular y artes marciales.

Publicó Figuraciones del deseo y coyunturas generacionales en literatura y cine postdictatorial (2004) y dos libros de poesía: El verso cae al aula (2017) y Poemas marciales (2019). Es miembro del equipo editorial de Independently Poetry.

 

«Última ala», de Ion Deaconescu (Independently Poetry, Cima Collection, 2022)

 

 

 

Moisés Park

 

 

Imagen destacada: Independently Poetry.