[Crítica] «Zaire»: Los monstruos, la repetición y el tiempo

El signo que atraviesa todo el poemario del autor nacional Roberto Bustamante Covarrubias (en la imagen destacada) —y bautizado con el nombre de un país africano hoy inexistente— es el de la violencia, el terror institucional que muerde a los atajos de nuestra agresividad y encuentra ecos en ella, en un cuadrilátero, en una sala de secundaria, en una habitación de interrogatorio, en un campo de guerra, en la historia de Chile.

Por César Antezana/Flavia Lima

Publicado el 10.2.2021

Leo Zaire de Roberto Bustamante Covarrubias (Iquique, 1978) y entonces mi habitación asume formas cartográficas inéditas.

Leo Zaire y me acurruco en algún rinconcito abierto en la espuma de mi propio desove.

Y no me parece gratuito hacerlo.

Porque Zaire me asusta conforme van pasando las escenas de una historia en la que se desnudan los contornos más humanos de la violencia.

Aunque desnudarse resulte un lugar común en las lecturas postmodernas. Aunque desnudarse ya no sea más un ritual que acompaña la vergüenza de los animales. Aunque esta palabra no esté escrita por ninguna parte.

Y es que Zaire parece un moderno y agresivo dispositivo de montaje y entonces las escenas funcionan como hipervínculos que nos llevan, no obstante, nosotras, a distintos lugares, solo emparentados por extrañas asociaciones que desconocemos.

Y quizás también la vida sea así, a la luz de nuestros ejercicios formales por entenderla (intentos como éste, de ordenar, de dar cierto sentido a lo que ya “es” o “está siendo”): imaginamos parentescos grotescos de sucesos aparentemente irreconciliables.

De eso estamos hechas las personas, de retazos tejidos a fuerza de olvido, imaginación y memoria. Porque ellas nos ayudan a reconstruir el pasado arbitrariamente, como sucede en Zaire. Pero aquí hay algo más, porque Zaire lo hace de una forma particular y en esto radica su apuesta más arriesgada.

 

*

Zaire resulta más o menos el momento en que la historia de ese país del África central se detiene. Zaire es el nombre que designa el territorio gobernado por Mobutu, el Congo Belga antes, la República Democrática del Congo, después. Zaire es como una polaroid que sostiene en sus instantáneas algo que ya no existe, pero que de formas extrañas sigue existiendo.

Delato entonces un mecanismo precario y precioso: escenas detenidas que implican la acción concentrada, constreñida, pero que no son la acción en sí mismas. Porque al contemplarlas presentimos la acción que las provoca, pero no podemos asistir a ella más que a través de nuestra capacidad de imaginarla.

Este es un espacio detenido, estancado por doble partida, porque ante la imposibilidad de movimiento de las imágenes, se suma una voz poética autoritaria que nos atormenta y que nos encierra en ella.

“Todo profesor desea a algún aprendiz en secreto”, dice la voz que nos lleva por el poema. Y entonces Zaire nos convierte a todas en avatares de “Verónica Porché”, la muchachita que humedece las noches de su patético profesor. ¿Qué mejor imagen que ésta, para establecer la relación entre esta voz poética y sus posibles lectoras?

El registro de la voz poética carece de intimidad y no da espacio a la subjetividad ni a la polifonía. Al concentrar sus esfuerzos en un determinado tiempo parece detenerse en un soliloquio que no tendrá fin, por estar aislada del tiempo que corre afuera, al margen de sus propias palabras.

Ningún “personaje” suyo nos habla en primera persona. No hay explicación alguna para el paso de una imagen a otra, de un espacio a otro, de una geografía a otra. Solo suceden. Nos suceden.

No puedo dejar de imaginar esta relación de dominación y sumisión como el marco de este poemario. Y aún más allá de él, porque, ¿acaso no son también así la mayoría de las relaciones entre escritura y lectura, como intuye el aparato teórico de R. Barthes? La muerte del autor es entendible solo a partir de la dimensión manipuladora del masoquista/lector y entonces es relativa.

¿Me disculparé por disfrutar este azote autoritario en mis posaderas lectoras?

 

*

Ahora podemos intentar un juego torpe de equivalencias: Mobutu es Pinochet. Lumumba es el Allende de la Unidad Popular, pero también es Alí, encarcelado por negarse a ir a la guerra de Vietnam. Pero también es Verónica que mece sus libros por los pasillos de su escuela, ignorante de ser una presa boba.

Ella también le soba las heridas al pobre luchador que remoja sus agrietados labios, su boca rota, con algo de pisco. No. No es ella. Pero digamos que es ella.

Y entonces también suceden El Salvador y su Farabundo Martí y esa guerrilla derrotada: otro personaje más para el club de los beatiful losers y sus miles de muertos en vano. Casi en vano.

Pero, ¿es ésta una clase de historia? ¿Un discurso que pretende ser políticamente correcto? La voz poética nos dice: “Su habitación sin ventana/y el socialismo/se contrastan:/los cuentos aciertan/en escenificar higiénicamente:/lavarse las manos/antes de escribir”.

Sin embargo, hay suficiente calidad en estos versos como para tratarse de solo panfletos escritos en afán de ideales abstractos. Y entonces me arriesgo a maginar el ahora en que el poeta escribe esta revisitación/proyección al pasado. Creo que Zaire le dice a su tiempo (nuestro ahora), con palabras e imágenes de otro tiempo, algo de sí mismo.

Porque nos pesa el pasado que parece no poder superarse, que pareciera repetirse. Vemos relaciones en torno a unos ciertos episodios y los trasladamos, en un gesto común a nuestra especie, a nuestro presente. Pero Zaire es más que un ejercicio por tentar establecer algunas analogías.

Porque estas páginas, estos sucesos, estas palabras, resultan ser Batallas. Estamos asistiendo a una “descripción científica del combate”, que pretende, en un afán de universalización, abarcar las particularidades y cohesionar un discurso.

He aquí un tratado de historia que preserva cierta memoria particular y se arroja a la tarea de construir un método de abordaje con ella: “hay que lograr engranar 5.647 cuerpos/ recuerden que este es nuestro jardín con aspersores calibre 50”.

El signo que atraviesa todo el poemario es el de la violencia. La violencia institucional que muerde los atajos de nuestra agresividad y encuentra ecos en ella. En un cuadrilátero, en una sala de secundaria, en una habitación de interrogatorio, en un campo de guerra/guerrilla/guerrosa.

Mordemos el polvo y cedemos ante los aprestos de la policía política. Cedemos a la ternura del pugilista leproso a punto de emborracharse. Y revivimos una violencia que no ha pasado, que no obstante ocupa distintos (los mismos) escenarios, es otra cosa que se transforma y que asume nuevas tecnologías para ser narrada.

Como este dispositivo/poema que pareciera arrojarnos al sillón inmovilizador de un tiempo que se queda, que nos aletarga en la seguidilla de unas escenas que no pueden hacerse del todo ajenas. Entonces es conservador. Este sería un objeto conservador, porque pareciera no ofrecer vías de escape. No hay salida al hedor del encierro que enrarece nuestros cuerpos sometidos a la violencia.

Y todo esto implica una consecuencia terrible: que no existimos tampoco. Porque si el tiempo solo se repite y se estanca y se detiene y no pasa, entonces no hay tiempo.

Y justo cuando vamos a arrojar la toalla, después de haber sido destruidas en un campo de batalla, justo entonces la voz poética sube el volumen y nos arroja a la materialidad estructural de este objeto: “es olfato de papel en blanco lleno de personajes olvidados/nunca tuvo grandes comediantes “.

“No hay arte sin lamentación. Patrice Lumumba/desapareció en un barril de ácido” y ya no está más. El tiempo transcurre de todos modos. Existimos. Vivimos y entonces, volvemos a respirar.

Zaire es un trabajo de imaginería insuperable. De artificialidad caprichosa y magnífica. El libro termina con un maravilloso “Nunca estuve en el Congo belga” y entonces comprendemos de súbito que hemos estado haciendo zapping a lo largo de unas historias dispares, inventadas al calor del afán escritural.

Porque esa voz que se ufana de saberlo todo a lo largo del poemario, como un narrador omnisciente e insoportable, se detiene consternado ante su propia escritura y descubre finalmente su oficio: esa voz también inventa el pasado, vuelve a narrarlo, juega a reconstruirlo.

La voz poética autoritaria, caprichosa, avasalla sobre la pobre colegiala que somos nosotras y asume la forma del perfil iracundo de Mobutu, soberano de Zaire incrustado en un mapa de hace veinte años. Pero no se petrifica en ese tiempo de aprestos militares y represión.

Ese “Nunca estuve en el Congo belga” desestabiliza la anterior certeza y se desbarranca en la incertidumbre. Se arroja al vacío que relativiza todas nuestras seguridades.

El narrador omnisciente es superado entonces por la voz poética sin certeza, dubitativa, llena de un humor negro insuperable y que solo descubrimos al final del poemario.

Y este no es un gesto menor de esta escritura. Este es el gesto que nos permite entendernos como parte de una historia que inventamos a cada momento, todas juntas. La ficción pasa entonces a escenificar, con su gestualidad hecha de palabras, la posibilidad de reinvención de un pasado que también es hoy, pero que no resulta fatal.

Este paso de una voz poética segura de sí misma a la incertidumbre total, nos recuerda que estamos arrojadas a un sinfín de posibilidades de habitar el tiempo.

Entonces la repetición no existe.

Porque el retorno de los monstruos es imposible.

¿O no?

 

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César Antezana/Flavia Lima (La Paz, Bolivia) es parte de la colectiva trans/cultural ALMATROSTE (desde el 2004), de la editorial artesanal del mismo nombre (desde el 2007) y del fanzine La zurda siniestra, coorganizadoras de la FLIA La Paz (Feria del libro independiente y autogestionado).

Ha publicado el libro de narrativa Zzz… y los poemarios El muestrario de las pequeñas muertes (Ed. Almatroste), Cuerpos imperfectos (en el marco del II concurso de poesía Edmundo Camargo), Masochistics (premio nacional de poesía Yolanda Bedregal, 2017) y Anjani, con la editorial Yerba Mala Cartonera el 2020.

Co-organiza el Festival Sudaka de poesía marica y ha egresado de la maestría en literatura boliviana y latinoamericana de la UMSA de La Paz.

Creyente de la praxis anarquista, reivindica el feminismo CUIR en toda su monstruosidad.

 

«Zaire», de Roberto Bustamanate (Editorial Sismo, 2021)

 

 

César Antezana/Flavia Lima

 

 

Imagen destacada: Roberto Bustamante.