[Crónica] La última esfera de mis horas

Entonces, vuelves a viejos libros, recurres a maestros olvidados o preteridos —como dijera Antonio Machado— por el nuevo canto alegre que impone la moda vocinglera de la época despidiéndonos desde el balcón, donde se marchitan los geranios.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 28.11.2023

Mi querida hija, Karen, me cuenta que, cuando ella tenía siete u ocho años, me escuchaba lamentar el escaso tiempo que yo tenía para leer. En efecto, eran constantes y variadas las incitaciones que me llegaban desde los anaqueles, donde se acumulaban libros, muchos de ellos sin leer, otros esperando con un marcador que continuase su interrumpida lectura. En la vereda de enfrente de la realidad, las obligaciones cargadas de urgencia.

Han pasado 75 años, mi biblioteca ha sufrido bruscas reducciones, extravíos en mudanzas intempestivas, hurtos de circunstancia, préstamos sin devolución posible. A este dinámico proceso hay que agregar los nuevos medios cibernéticos que exacerban el «vicio impune», formatos y dispositivos que abren el infinito abanico, mientras el tiempo se acorta, de manera inexorable.

Desde los días de la pandemia, he vuelto a leer con renovada pasión y menos frecuente gozo, porque se va haciendo difícil encontrar libros de reciente edición que te conmuevan, que te desvelen, dejándote sin aliento, como cuando descubrías, en medio del ajetreo urbano, la sonrisa de una muchacha en flor y la sierpe tentadora.

Entonces, vuelves a viejos libros, recurres a maestros olvidados o preteridos —como dijera Antonio Machado— por el nuevo «gay trinar» que impone la moda vocinglera de la época despidiéndonos desde el balcón, donde se marchitan los geranios.

 

El reloj con leontina

He leído hace poco a Knut Hamsun, su extraordinaria novela Hambre, luego, Bendición de la Tierra… Qué fuerza narrativa, qué maestría en el lenguaje y gran dominio psicológico de los personajes. He vuelto a leer a Pío Baroja, tan recomendado por Hemingway, recorriendo la atmósfera ruda y rebelde de su Vasconia ancestral. Asimismo, a Pérez Galdós, a Ciro Alegría, a José Arguedas, a Lezama Lima y a Juan Rulfo.

¿Y los chilenos?, me preguntas, lectora, lector. También les he dejado un espacio en el viejo reloj de números góticos que hoy marca mis horas. Así, encontré una vieja edición de Recuerdos del Pasado, de ese estupendo cronista que fuera Vicente Pérez Rosales. He vuelto a gozar la prosa escueta de José Santos González Vera, los relatos realistas y algo picarescos de Fernando Santiván, el Diario Íntimo de Luis Oyarzún, los insuperables cuentos de Alfonso Alcalde.

No, no me lo reproches. También estoy leyendo autores vivos y otros que quieren pasarse de listos. Rolando Rojo y sus notables novelas alegóricas; las minificciones de Lilian Elphik; los últimos ensayos penetrantes de Diamela Eltit (no le perdono a Bolaño que haya hablado livianamente de ella); los versos de Marisol Moreno, estupenda y silenciosa poeta, las narraciones de Luis Alberto Tamayo, los poemas de José María Memet, Víctor Escobar, Víctor Hugo Díaz, Gamalier Bravo, Carlos Rodríguez, Ruperto Vidal, Salvador Pastore; los versos de Hernán Miranda, de María Teresa, en las tertulias de cada lunes, Refugio López Velarde mediante, con la custodia de nuestra Santa Patrona Antonia Cabezas; con el regalo musical de Eduardo Yáñez, Sergio del Solar, Arcadio Muraro y Miguel Moreno.

Vuelvo a mis anaqueles. Antón Chejov, de vida tan breve y escritura prolífica, se refiere al fluir cronológico, cuando escribe su gran crónica sobre la isla Sajalin, allí donde se abrazan el Este y el Oeste, como un reloj ciego que prescindiera del pulso fatal de sus punteros. La he leído recién, con un extraño disfrute, como el sabor de los arenques en vinagreta.

La última partida, novela de Jorge Calvo, me ha traído recuerdos tristes de hace medio siglo, pero su media sonrisa y la chispa irónica renuevan los placeres de la palabra bien dicha.

Ahora comienzo a leer una prometedora novela, de la que sabréis pronto, lectora, lector. Sí. Nada menos que Martes tristes, de Francisco Rivas. (Entre tanto, no me perturben con tareas domésticas ni contables, «déjenme leer tranquilo»).

No presumo, lectora, lector, sólo trato de compartir mi entusiasmo y también mi ansiedad cronológica, porque la terrible paradoja que veo alzarse ante mi ánimo es la de las jornadas que se alargan, mientras los días estrechan sus senderos y acercan esa línea del horizonte que yo veía, cuando le hablaba a Karen, lejana e indefinible.

Otros tiempos, sin duda. El reloj con leontina, que acabo de comprar, será la última esfera de mis horas.

¿Qué libro sigue?

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas es escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Knut Hamsun (1859 – 1952).