[Crónica] Las memorias de Edmundo Moure: La venus literaria que hechizaba

En el momento en que los policías guerreros entraban al salón, tú, Stella, descendiste como una diosa de la noche, entre destellos de luz y pinceladas de sombra, cual una vestal que abandonase el oráculo, premunida de dos grandes bandejas de ponche.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 30.6.2021

Ocurrió allí, en la Casa del Escritor, Simpson 7, una noche de julio de 1983.

Los milicos habían reinstaurado el fatídico toque de queda, porque la crisis económica del sistema neoliberal, provocada por los mismos de siempre: especuladores y mercaderes sin conciencia, que se vuelve flagelo para los pobres, abrió los cauces de la protesta ciudadana, mediante cacerolazos y barricadas en las poblaciones periféricas, actos reprimidos con desproporcionada violencia por el brazo armado de la dictadura, que agregó muertos a su bitácora criminal…

En el salón de la SECH velábamos a un poeta fallecido —ni siquiera recuerdo su nombre— en una tarde gris y lluviosa de invierno, más oscura aún porque no teníamos energía eléctrica ni teléfono disponible: Pinochet nos negaba, literalmente, la sal y el agua.

Bajo la temblorosa iluminación de las velas y de los cuatro cirios que flanqueaban el ataúd, acompañábamos al poeta malogrado una treintena de camaradas de oficio. Preparamos ponche a base de vino blanco y algunos canapés que tú, Stella Díaz Varín, agenciaste de no se sabe dónde. Pasadas las once de la noche, se escucharon golpes y gritos en la puerta del zaguán.

Me asomé. Un oficial de carabineros, junto a su patrulla de cinco uniformados en pie de guerra, exigía que franqueásemos la entrada. Irrumpieron, mientras el cabecilla gritaba:

—¡Acaso no saben que el toque de queda es a las once de la noche, mierda, y están metiendo ruido y los vecinos reclaman!… ¡Van a ir todos detenidos!

En el momento en que los policías guerreros entraban al salón, tú, Stella, descendiste como una diosa de la noche, entre destellos de luz y pinceladas de sombra, cual una vestal que abandonase el oráculo, premunida de dos grandes bandejas de ponche.

Trastabillaste —no sé si por la oscuridad o por la visión de aquellas odiosas ferreterías—, y caíste de bruces sobre el féretro, el que se volcó junto al estrépito de las copas quebradas; el finado resbaló fuera del ataúd y quedó apoyado en las patas de una silla, vuelto hacia los carabineros, como si les preguntase:

—¿A qué han venido?, ¿se puede saber?

Los seis héroes nocturnos dieron media vuelta y salieron en estampida.

 

Stella, desnuda

Repusimos con cariño al occiso en su lecho postrero. Recogimos los estropicios y el velatorio continuó, hasta la siete de la mañana. No recuerdo bien, Stella, pero es posible que nos fuésemos a El Rincón, porque era sábado y las penas y desastres también pueden reposar el fin de semana, y ése era nuestro refugio contra la adversidad urbana.

Quizá aquél fue el día de tu última visita a mi Walden criollo de la precordillera, porque pronto, Micaela Souto, la gallega inmortal, iba a transformarse en ama de casa y exclusiva autoridad femenina.

Alrededor de la una de la tarde comenzaron a llegar amigos, invitados o no, al asado sabatino. Apareció Pepe Cuevas con unas longanizas, Hernán Miranda y Palmira traían vino, Raúl Mellado se manifestó con el pan y así fuimos articulando el ágape. Tú preparabas el pebre y las ensaladas en la minúscula cocina que se abría al patio rectangular, cerrado por una pirca donde apoyábamos la parrilla.

Comimos y libamos entre conversaciones literarias o políticas, con la guitarra y el canto alertas. Soñábamos con derribar la dictadura. Algunos durmieron la siesta, sobre los maltrechos divanes o las esterillas del piso. El jolgorio, algo apaciguado, continuó en la hora vespertina, para culminar cerca de las dos de la madrugada.

Nos fuimos a dormir, tú y yo; seamos veraces: Stella, tú en el ala este, y yo en el oeste, como si fuésemos culturas diferentes que volvíamos a nuestro sitio en el mapa de las inquietudes humanas, sin incurrir en esporádicos mestizajes.

Desperté de modo abrupto, escuchando furiosos ladridos y gritos destemplados. Me levanté. Eran las ocho de la mañana del domingo. Salí al patio y contemplé tu figura desnuda, yendo y viniendo sobre el borde de la pirca, como si estuvieses modelando para un desfile de vestuario fino, aunque sin un trapo encima…

Encaramados en la cerca que separaba la cabaña del camino, un puñado de campesinos, excitados por el espectáculo, gritaban y aplaudían a la desconocida Venus literaria que los hechizaba.

Luego de esfuerzos y tirones conminatorios, logré que descendieras. Tiritabas en la escarchada mañana de julio. Te cubrí con una frazada y te acomodamos sobre el lecho. Dormiste hasta pasado el mediodía. Te levantaste, callada, y con tu andar felino desapareciste tras la puerta de la cocina.

Con los restos de la carne asada, cebollas, pimentón, ajo y papas, preparaste un ajiaco reponedor para el almuerzo. Nos sentamos a la mesa, disfrutando aquel plato glorioso y algún vino rescatado de la tormenta.

Entonces ocurrió.

Iniciaste un largo monólogo, hora y media o dos, creo, no puedo precisarlo, en que desgranaste tus más íntimas palabras, como una mazorca dorada que entrega el dulce metal de sus frutos, sin recato ni mezquindad.

Tu vida entera se desplegó en tu discurso, con una intensidad vital y emotiva que yo jamás había conocido. Esas palabras debieron haberse grabado, pero no lo hicimos.

Quizá pasaron a ser uno de esos textos superlativos que nunca se escribieron, como esos grandes poemas que el vate intuye, siente y elabora en su mente y que, al trasladarlos al papel, se difuminan, sin remedio ni retorno.

 

***

Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Stella Díaz Varín (1926 – 2006).