Literatura, canción, cine y artes plásticas retroalimentaron durante décadas mi cívica y constante conmoción por la historia del país andino, desde la ultimísima poesía de denuncia de la intervención estadounidense atribuida a Pablo Neruda, a la reciente «Damnatio Memoriae» sobre aquel horror de Luis Cruz-Villalobos, además de pasar revista a «Las brujas de uniforme» que me regaló y dedicó Armando Uribe y por el «INRI» del arrestado y torturado Raúl Zurita.
Por Claudio Rodríguez Fer
Publicado el 23.7.2025
El final de mi adolescencia y el comienzo de mi juventud coincidieron con dos acontecimientos de signos opuestos que me impresionaron muy vivamente, como creo que a muchos de los jóvenes de aquella época: uno muy desolador, el golpe militar en Chile, y otro muy esperanzador, la revolución de los claveles en Portugal.
En efecto, la llegada al poder del socialista Salvador Allende en Chile, tras el triunfo en las urnas de la izquierdista Unidad Popular en el año 1970, supuso para los jóvenes progresistas de todo el mundo una esperanzadora puesta en práctica de la posible vía democrática al socialismo, poéticamente reforzada por Pablo Neruda como embajador en París y por la propia Academia Sueca al concederle al mencionado poeta comunista el Premio Nobel de Literatura.
Como música de fondo, descubríamos la canción de la ya entonces trágicamente fallecida Violeta Parra y escuchábamos a su seguidor Víctor Jara, que tampoco tardaría en morir trágicamente.
Por ello, el cruento golpe de Estado del general Augusto Pinochet del 11 de septiembre de 1973, apoyado por el imperialismo estadounidense y causante de miles de víctimas mortales, entre ellas el propio presidente Allende, conmocionó literalmente nuestras conciencias solidarias e ilusionadas.
Primero llegó la noticia de la muerte de Salvador Allende en la misma silla presidencial, resistiendo hasta el último momento; luego fueron llegando las de las masacres colectivas y detenciones masivas en los estadios; la del asalto de las casas del poeta Pablo Neruda, entonces enfermo, que vio acelerado su final en medio de la represión y quizá de su envenenamiento; la del asesinato del cantante Víctor Jara, a quien previamente destrozaron sus manos guitarreras.
Y mucho después aún, los selectivos crímenes nacionales e internacionales perpetrados por la detestable Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), policía política del régimen pinochetista.
Al principio, las noticias nos llegaban muchas veces escamoteadas o manipuladas, pues estábamos todavía bajo el gobierno franquista, y había que obtenerlas a través de emisoras de radio extranjeras, pero algún medio español, como la revista Triunfo, ofreció información muy abundante sobre el tema, presentando un número con una portada elocuente y completamente en negro sobre la que solo se podía leer la palabra «CHILE».
Esta portada reflejaba muy bien mi estado de ánimo en aquel momento: un luto integral absolutamente ocupado por Chile en la cabeza y en el corazón.
De hecho, compré una gran cartulina negra en la que escribí con tiza la palabra «CHILE» y la colgué en mi cuarto, donde estuvo varios años, hasta que tuve que remodelarlo con nuevas estanterías por el imparable incremento de libros. Iniciadas mis relaciones amorosas con Carmen Blanco, ella misma reescribió y luego fotografió el cartel en cuestión.
La verdad es que la total indignación que me causó aquel sangriento golpe a una edad tan propicia para el romanticismo revolucionario como la de los diecisiete años que yo tenía entonces, motivó que estuviera absolutamente dispuesto a colaborar, de la forma que fuese, en la lucha contra el golpismo, incluyendo sin duda el desplazamiento a Chile.
Comprendía muy bien a los voluntarios internacionales que habían venido a combatir contra el fascismo durante la guerra civil española y yo me creía capaz de hacer otro tanto contra el fascismo en Chile. Si la España del 36 fue para la juventud y la intelectualidad progresista mundial una conmoción fundamental en su conciencia civil, el Chile del 73 supuso algo muy parecido para mí y para muchos otros jóvenes europeos y americanos de aquella época.
El golpismo militarista de Pinochet hizo presente en mi vida, pues, la barbarie del fascismo en general, pero también, de algún modo, la brutalidad de la sublevación militar de 1936 en España que desembocó en los 40 años de régimen franquista.
Quizá por ambas razones tal líder autoritario (Pinochet) se me hizo siempre muy personalmente repugnante y en él encarné todos los males del militarismo que aparecen en el sarcástico concurso de déspotas de mi esperpento escénico «Gran Tirano», incluido en el libro A loita continúa.
Compartí mucho con mi padre, viejo antifascista que había padecido la represión y la cárcel franquistas y con quien a menudo escuchaba las noticias de emisoras de radio internacionales, el afecto por Allende, de quien yo tenía grabada la voz en el disco Chile vencerá, y el repudio por Pinochet, a quien ambos veíamos como un sucedáneo de Franco.
Ya nonagenario, la última satisfacción que tuvo mi progenitor poco antes de fallecer fue la de conocer el arresto del militar chileno en Londres, muy justamente acusado por el juez español Garzón de genocidio, terrorismo internacional, torturas y desaparición de personas.
Por lo demás, literatura, canción, cine y artes plásticas retroalimentaron durante décadas mi cívica y constante conmoción por el fascismo en Chile, desde la ultimísima poesía de denuncia de la intervención estadounidense atribuida a Pablo Neruda a la reciente Damnatio Memoriae sobre aquel horror de Luis Cruz-Villalobos, pasando por Las brujas de uniforme que me regaló y dedicó Armando Uribe y por el INRI del arrestado y torturado Raúl Zurita.
También reflexioné desde las novelas de Jorge Edwards, Isabel Allende, Luis Sepúlveda o Roberto Bolaño al cine de Helvio Soto, Patricio Guzmán, Miguel Littin, Ricardo Larraín o Pablo Larraín Matte, sin olvidar al greco-francés Costa-Gavras; desde la música de los cantores chilenos de los que hablaré en otra crónica a la de foráneos como los cubanos Carlos Puebla, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, los franceses Léo Ferré y Renaud o los británicos The Clash.
Protección a los sitios de memoria: ¡ahora!
Con este irrenunciable bagaje ideológico, histórico, memorialista, sentimental, emocional, musical y poético llegué en 2025 a Santiago de Chile, dispuesto a recorrer los lugares sobre los que tanto había leído, visto y escuchado, cuyo registro fotográfico agradezco profundamente a la siempre solidaria Adina Ioana Vladu, mi sufrida acompañante en el espeluznante periplo, a pesar de que ya se habían abierto, como vaticinara Allende, las grandes alamedas chilenas dando paso a la ansiada libertad.
En consecuencia y por supuesto, ya el primer día de estancia en la ciudad visité el interesante y conmovedor Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Tal complejo fue inaugurado en 2010 por la presidenta socialista Michelle Bachelet, quien había sido torturada durante la dictadura pinochetista, al igual que su padre, el general Alberto Bachelet, que murió preso como consecuencia del maltrato.
El museo, situado en un magnífico edificio escultórico de vidrio sobre urdimbre de cobre, linda con la Plaza de la Memoria, utilizada para exposiciones, y con un entorno lleno de referencias memorialistas hasta el subsuelo.
Con todo, el interior contiene un importante Centro de Documentación y salas dedicadas a los derechos humanos, al golpe de Estado de 1973 en Chile, a la dictadura militar del general Pinochet, a su rechazo internacional, al exilio que ocasionó, a la brutal represión en el interior, al dolor provocado en la infancia a la descendencia de los inmolados, a las progresivas demandas de verdad y justicia, a la lucha por la libertad y al retorno de la democracia.
Impresionan el gran mirador de cientos de fotografías de víctimas del pinochetismo, barbaries tan atroces como las de la terrorista Caravana de la Muerte y algunos materiales reales de tortura y de encarcelamiento.
En su tienda adquirí recuerdos de la visita, incluido un obsequio para la investigadora gallega Cristina Fiaño, quien fue la primera en describirme este loable museo cuando lo visitó personalmente y quien además comisarió con el mismo espíritu y acierto la musealización memorialista del Viejo Cárcel de mi Lugo natal.
Seguidamente fui a visitar el Palacio de La Moneda, sede de la presidencia de Chile, que fuera bombardeado por los militares golpistas en 1973 y que alberga un moderno Centro Cultural subterráneo, dotado de diversas salas de exposiciones, museo patrimonial, tiendas de artesanía y cafetería, además de acoger la Cineteca Nacional de Chile y el Centro de Documentación de las Artes.
En el exterior, rendí homenaje a la estatua en bronce del inmolado presidente Salvador Allende, obra del escultor chileno Arturo Hevia, no casualmente situada delante del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. En las proximidades pude ver el retrato del inolvidable presidente en un mural con la bandera chilena en lo alto de la sede de la histórica Central Unitaria de Trabajadores y Trabajadoras de Chile (CUT).
Luego me acerqué al antiguo Estadio Chile, ahora Estadio Víctor Jara, donde el cantautor estuvo preso, como tantos cientos de antifascistas, y fue torturado antes de ser asesinado, como recuerda en la fachada una placa: «Sitio de Memoria Estadio Víctor Jara (Ex Estadio Chile). Centro de detención, tortura y ejecución». Enfrente se reproduce su rostro en un gran mural.
Asimismo, hay otra placa conmemorativa en la Escuela de Ingeniería Geográfica de la Universidad de Santiago de Chile, pues fue detenido en su interior cuando el recinto albergaba a la recordada Universidad Técnica del Estado (UTE).
Además, el escritor galaico-chileno Edmundo Moure me condujo al bar restaurante santiaguino Unión Chica, de gran tradición literaria, en cuyo Rincón de los Poetas aparecen retratos de los vates Jorge Teillier, hijo de padre represaliado, progenitor de hijos exiliados y cantor de «los amigos muertos», y de Aristóteles España, quizá el más joven de los prisioneros confinados y torturados por la represión pinochetista en el campo de concentración de la Isla Dawson, dura experiencia padecida a los diecisiete años que inspiró su poemario precisamente titulado Dawson.
Pero por todo el país hay memoriales de víctimas de la dictadura, como la placa, en la que constan 60 víctimas, que vi en las proximidades del Barrio París Londres de Santiago de Chile: «En memoria a los trabajadores metalúrgicos detenidos, desaparecidos y ejecutados durante la dictadura».
Además, en el número 38 de la propia Calle Londres encontré otra placa en el que fuera «Centro secreto de detención, tortura, desaparición y exterminio» controlado por la terrorista DINA entre 1973 y 1975, y donde se hace constar que 98 personas, incluidas dos mujeres embarazadas, fueron liquidadas allí.
Frente al edificio se extienden por el empedrado del suelo 98 placas de hierro fundido con los nombres de las personas allí inmoladas. El lugar fue declarado monumento histórico y destinado a «espacio de memorias».
Cuando lo visité, de sus balcones colgaban dos pancartas justamente reivindicativas que hice y hago mías: «TODA LA VERDAD / TODA LA JUSTICIA» y «PROTECCIÓN A LOS SITIOS DE MEMORIA ¡AHORA!».
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Claudio Rodríguez Fer (Lugo, Galicia, España, 1956) es un poeta, narrador, autor teatral y ensayista en lengua gallega e hispanista en lengua castellana.

Claudio Rodríguez Fer
Imagen destacada: Claudio Rodríguez Fer en calle Londres 38.