Como es sabido, la figura del Premio Nobel de Literatura 1971 fue muy controvertida por razones políticas y morales, especialmente en su propio país, pues su militancia comunista provocó la constante beligerancia en su contra de la reacción antimarxista, pero también lo sigue siendo debido al cuestionamiento de su comportamiento patriarcal, en particular por parte de cierto feminismo.
Por Claudio Rodríguez Fer
Publicado el 30.7.2025
Pablo Neruda (1904 – 1973) fue sin duda el poeta más influyente e importante de la literatura chilena, latinoamericana e incluso hispánica del siglo XX, lo que se debió a varios factores históricos, ideológicos y personales, pero, sobre todo, al hecho de que su apoteósica trayectoria contó con registros temáticos y estilísticos muy variados.
En efecto, el autor andino fue desde el posmodernismo neorromántico de gran éxito (Veinte poemas de amor y una canción desesperada) al prosaísmo panfletario de gran eco, pasando por el surrealismo existencialista (Residencia en la tierra), por la crónica histórica testimonial (España en el corazón), por la épica geográfica, política y social (Canto general), por el erotismo amoroso (Los versos del capitán), por la lírica de lo cotidiano (el ciclo de las Odas elementales), por la antipoesía irónica (Extravagario) y por el autobiografismo confesional (Memorial de Isla Negra).
Nada, pues, le fue ajeno a este poeta total, que además practicó el verso libre como el mar (La barcarola), pero también la poesía medida (Crepusculario) o incluso pseudomedida (Cien sonetos de amor).
Como es sabido, su figura fue muy controvertida por razones políticas y morales, especialmente en Chile, pues su militancia comunista provocó la constante beligerancia contra él de la reacción conservadora, pero también lo sigue siendo debido al cuestionamiento de su comportamiento patriarcal, en particular por parte de cierto feminismo.
Ahora bien, independientemente de estos y otros factores extraliterarios, la poesía amorosa de Neruda, inspirada e influenciada por sus sucesivas musas, merece la extraordinaria atención estética que público y crítica le vienen dedicando, a la que yo me sumé con el ensayo Neruda, o cantor e as amantes publicado ya en 1996 y base de posteriores conferencias y cursos en diversos lugares.
Durante mi estancia en Chile en este 2025 entregué en persona precisamente tal ensayo a la Fundación Pablo Neruda, al Archivo General Andrés Bello de la Universidad de Chile y a la Biblioteca Nacional de Chile, entidades que custodian el importante legado nerudiano, en las que por cierto fui tan bien recibido como atendido.
La Fundación Pablo Neruda gestiona además las tres fascinantes casas-museo del poeta abiertas al público que visité: el complejo de Isla Negra, La Chascona en Santiago de Chile y La Sebastiana de Valparaíso, las tres restauradas tras ser asaltadas y saqueadas en 1973.
Además, existe una Ruta Patrimonial Huellas de Pablo Neruda centrada en la infancia y juventud del poeta en Temuco, que comprende su casa familiar allí y el Museo Nacional Ferroviario Pablo Neruda, que integra la Sala de Máquinas donde había trabajado su padre.
El complejo de casas de Isla Negra, que ni es isla ni es negra, a pesar de las oscuras rocas de la contigua playa de arena dorada abierta al batido Océano Pacífico, fue ideado por el poeta para disponer de un lugar aislado en la desierta costa salvaje cuando proyectaba escribir su Canto general.
Tal obra en marcha se inició a partir de la cabaña marinera que adquirió en 1939, al volver a Chile desde la guerra de España, al socialista español Eladio Sobrino, capitán de navío.
Luego fue ampliándola muy lenta, dificultosa y considerablemente, aunque manteniendo siempre su aspecto de barco con techos bajos, corredores estrechos y escaleras empinadas sobre suelo de madera.
Su dormitorio tiene la cama orientada a una enorme ventana con vistas al océano y un catalejo a mano que le permitía ver el paso de las ballenas.
En sus salones y corredores pude ver las numerosas colecciones de objetos marítimos que acumuló, desde grandes mascarones de proa o popa hasta réplicas de veleros o barcos dentro de botellas, pasando por abundante cartografía náutica, cuadros de marinas pintadas y diversos instrumentos marítimos.
Así, entre los objetos naturales destacan sus preciosas conchas y caracolas marinas, de las que hablaré en otra crónica al referirme a su gran donación malacológica a la Universidad de Chile, pero también coleccionó dientes de cachalote (no en vano escribió la oda «Diente de cachalote»), mariposas de vivos colores y otros «insectos deslumbrantes y complicados como relojes», como él mismo dijo.
Con todo, y a pesar de la hermosura de estos animales que estuvieron vivos y que aquí se ven lamentablemente disecados, yo preferí contemplar las muchas figuras artesanales de animales realizadas sobre toda clase de materiales, como el caballo de madera, revestido de cuero y pintado de azul, de tamaño natural y tres colas, que procede de una talabartería en la que de niño lo admiraba en Temuco y que por cierto sobrevivió a un incendio y a un terremoto.
«Me comería toda la tierra, me bebería todo el mar»
Es muy conocida su búsqueda de mascarones marítimos por puertos y anticuarios, pues él mismo la relató y poetizó en Una casa en la arena y en Confieso que he vivido, donde con razón prefiere llamarlas «mascaronas», pues suelen parecer diosas semidesnudas o matronas republicanas.
Me llamó la atención la francesa que denominó María Celeste, cuyos ojos de vidrio azul condensan la humedad de la madera y parecen llorar «por nostalgia del mar», como escribió en una de las prosas que le dedicó.
La más erótica es la exuberante Guillermina que encontró en Perú, bautizada e historiada por el poeta como tantas otras «mascaronas», aunque también ficcionalizó historias de mascarones, como la del que llamó Gran Jefe Comanche.
Pero también se exhiben objetos personales, entre ellos, ropa, sombreros, zapatos, pipas y botellas de formas especiales y de variados colores (en vida de él, azules las expuestas hacia el mar, pero verdes y marrones las expuestas hacia la tierra), así como un retrete de extravagante decorado con fotografías de mujeres desnudas.
En la cantina que ideó, llena de curiosidades, tallaba en las vigas del techo los nombres de los amigos que iban falleciendo, supuestamente para poder imaginar que seguía bebiendo con ellos. Por supuesto, en la casa abundan los cuadros de artistas amigos, los tapices populares y las láminas de plantas.
Desde el punto de vista etnográfico, sobresalen las máscaras y figuras exóticas y las muy diversas cerámicas, pero también coleccionó postales, muñecas, espadas de hierro e instrumentos musicales de madera. En fin, como escribió en el testamento en el que dice dejar la casa al pueblo trabajador: «La vida, llena de magia y poesía impregna toda la casa de Isla Negra».
En el exterior, la cabaña que llamó «covacha» era usada como escritorio y le colocó una mesa procedente de la puerta de un barco que encontró flotando en la costa y un techo de zinc para escuchar la lluvia tal como la escuchaba en su casa de infancia en Temuco, ciudad que también parece evocar la torre que mandó edificar y el campanil compuesto por seis campanas de diferentes tamaños que hizo erigir al aire libre.
Junto a este hay un bote varado en tierra donde bebía con los amigos hasta sentir un supuesto mareo marero. En un extremo de la finca, frente al mar, están las tumbas de Neruda y de su última esposa, Matilde Urrutia, sobre una base con forma de barco.
Abajo del acantilado hay un magnífico roquedal, con una evocación en piedra de la cabeza de Neruda contemplando el océano sobre un gran peñasco, donde Adina Ioana Vladu me regaló una pequeña piedra de granito arrancada a las rocas por la potente rompiente de las olas.
La recepción, asimismo, dispone de sala para proyecciones, exposiciones, conferencias, recitales y conciertos, presidida por una simpática silueta en cartón de Neruda cuando joven, junto a la cual hay una tienda especializada.
De esta forma, la gastronomía del muy vividor Neruda, gran gourmet de comidas y bebidas, de la que es famoso el típico plato de la receta poetizada en su «Oda al caldillo de congrio», es explotada en Isla Negra por el restaurante Nobel Neruda, en sintonía con la voracidad vital nerudiana, pues no en vano declaró en Confieso que he vivido: «Me comería toda la tierra, me bebería todo el mar».
En un patio ante la casa está el «locomóvil», máquina de vapor inglesa sobre ruedas, originalmente utilizada en faenas agrícolas e industriales, que el poeta, como yo amante de los trenes desde la infancia por habernos criado ambos en un entorno ferroviario, consiguió transportar con bueyes y tractores, igual que procedió con la pesada ancla de un barco mercante por allí abandonado.
Neruda le dedicó a esta significativa máquina convertida en atractivo juguete y hasta objeto artístico, el poema en prosa «El locomóvil», donde concluye: «Lo quiero porque se parece a Walt Whitman».
Que pareciera flotar en el aire
Pero si en Isla Negra comenzó a vivir con la argentina Delia del Carril y terminó viviendo con la chilena Matilde Urrutia, la casa conocida como La Chascona (palabra que en Chile se aplica a una mujer de pelo enmarañado), fue construida en el Barrio Bellavista de Santiago de Chile, a partir de 1953, para habitarla con la última y presuntamente enmarañada compañera mencionada.
Neruda se la encargó, como también la ampliación de la casa de Isla Negra, al arquitecto español exiliado Germán Rodríguez Arias, seguidor de la Bauhaus, aunque el poeta modificó y enmarañó bastante su proyecto.
En ella está la sede de la Fundación Pablo Neruda y dispone de sala de proyección, tienda monográfica y, en un edificio anexo a los jardines de la vivienda que unifican el caótico conjunto, de un espacio cultural llamado Extravagario.
Con todo, en vida del poeta, el agua circulaba en cascada y se remansaba en estanque, como escribió en el poema «La Chascona»: «la casa chascona con agua que corre escribiendo en su idioma».
En La Chascona, como en Isla Negra, el color volvió a ser azul intenso y las características exteriores e interiores las propias de un barco, en este caso con dependencias dispuestas en medio de un jardín en progresivo ascenso. Por los patios, cuartos y corredores hay murales, cuadros, tapices e inscripciones como la que hermana en un rincón al poeta chileno con el escritor checo Jan Neruda, de quien tomó su seudónimo.
Dentro de la casa abundan la cerámica y la cristalería de colores, especialmente la destinada a contener comida y bebida, y se exhiben botellas de formas especiales, como la de la Torre Eiffel, también presente en Isla Negra, pero también se muestran otros objetos de recuerdo de viajes, como una colorida colección de matrioshkas rusas de madera de abedul.
La Sebastiana recibió este nombre por haber sido proyectada por el constructor inmigrante español Sebastián Collado Mauri, quien comenzó a construirla en Valparaíso, donde también edificó el famoso Teatro Mauri, pero tras su muerte fue adquirida en 1959 por Neruda, que buscaba como vivienda de retiro una: «que pareciera flotar en el aire, pero que estuviera bien asentada en la tierra».
El poeta fue ampliándola y graduándola en modo ascendente con los mismos principios de luminosidad, colores vivos, forma de barco, ventanas de ojos de buey y demás referencias marítimas que las anteriores, como él mismo evocó en el poema «A la Sebastiana»: «Yo construí la casa», pintando fachada e interiores «de celeste y de rosado».
Dentro hay menos cosas que en las otras casas, pero las que hay son igualmente significativas, como un amonites fosilizado, un corocoro o ibis escarlata disecado, una colección de ágatas y un hermoso caballito de carrusel que trajo de Francia, instalado en una apropiada pieza circular, así como muchas otras curiosidades y extravagancias.
Entre los cuadros originales expuestos hay una reproducción de La bohémienne endormie, del naíf Henri Rousseau, obra que anticipó espontánea y mágicamente el surrealismo.
Desde su torre y terraza se contempla la ciudad colgante alrededor de la bahía de Valparaíso, en el sótano existe una Biblioteca de Poesía Chilena, en su jardín hay un póstumo banco-confidente antropomórfico de metal con el rostro de Neruda y frente a él funciona una tienda de libros y artesanía.
Mención especial merecen los numerosos bodegones, autómatas y astrolabios repartidos por las viviendas, donde alguna esfera armilar es muy similar a la que vi en la Fundación Internacional Jorge Luis Borges en Buenos Aires, pues ambos autores compartieron el universo.
Abundan asimismo retratos de poetas diseminados por las tres casas, entre los que pueden verse repetidos los de Whitman y los de Baudelaire, pero también los hay de Poe, Rimbaud, Maiakovski, Ehrenburg, Vallejo.
No vi, en cambio, ningún retrato de mujer escritora ni de poeta chileno o español, pero entre los nombres de los amigos fallecidos que rotuló en las vigas de la cantina figuran los de los poetas Federico García Lorca y Miguel Hernández junto a los de Paul Éluard y Nazim Hikmet.
También hay fotos en La Chascona del propio Neruda con el mimo francés Marcel Marceau y con el pintor mexicano Diego Rivera, quien lo pintó asimilado a Matilde Urrutia en un doble retrato que también se exhibe allí.
En 1945, Neruda donó a la Universidad de Chile varios miles de libros, revistas y discos de sus colecciones y aún más miles de conchas y caracolas que había acumulado, todo lo cual se custodia en el Archivo Central Andrés Bello, importantísimo legado del que hablaré en otras crónicas.
Yo ya conocía estos fondos a través de los catálogos bibliográficos, musicales y malacológicos de la Universidad de Chile, por lo que siempre ansié consultarlos en persona y, desde luego, no me decepcionaron.
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Claudio Rodríguez Fer (Lugo, Galicia, España, 1956) es un poeta, narrador, autor teatral y ensayista en lengua gallega e hispanista en lengua castellana.

Claudio Rodríguez Fer
Imagen destacada: Claudio Rodríguez en Isla Negra.