Cuento «El presidente y la maldición de Lidia Lucrecia»: El retrato de un ocaso

El escritor e historiador chileno formado en Suecia es el autor de este satírico relato, la imagen de un megalómano gobernante en su final postrero, acompañado por las transgresoras ilustraciones que pertenecen al lápiz de Govar, un destacado dibujante de humor político.

Por Omar Pérez Santiago

Publicado el 9.8.2020

En un país lejano del que poco sabemos, el presidente, un veterano de 70 años, tropezará y se desplomará frente a la dulzura y aparente fragilidad femenina de Lidia Lucrecia. Ella le pareció algo pánfila, como una muchacha del pop italiano de los años 60 (Nada Malanima, Rita Pavone o Gigliola Cinquetti).

 

3:30 HORAS

El presidente se despertó asustado. Su corazón latía agitado.

Bum, bum, bum.

Miró el reloj.

Tic-tac. Tic-tac.

Eran las 03:30 de la noche.

Afuera llovía torrencialmente. Años que no llovía así.

—Chechi, Chechi.

—¿Qué?

—Una pesadilla tuve.

—¿Qué cosas?

—Voces escucho.

—¿Voces femeninas?

—Ay, Chechi, por favor. Zumbidos escucho.

—¿Te tomaste la pastilla?

—Sí. Al baño voy.

El presidente abominaba de las pesadillas, por esas historias funestas de políticos que no les hicieron caso. Un político siempre teme a los sueños.

No alcanzó llegar al baño y se orinó en el pijama. El presidente sufría incontinencia urinaria, ese siniestro fastidio de los hombres viejos. Se meaba solo. En el día usaba bolsas urinarias pegadas a su pierna.

Se miró en el espejo.

Atrás quedó ese día de confeti y serpentinas, los gloriosos días de su victoria electoral. Las guirnaldas, los papeles de colores. La noche de la fiesta de la victoria.

Ya nada queda. Apenas queda nada.

El presidente no pudo reprimir ese malestar que a veces provoca un elemento cualquiera de desorden, difícil de discernir.

Le dieron ganas de llorar. Sin control, el presidente llora solo en el baño.

Se vio viejo y oscuro. Hasta hace poco se consideraba bello. Ya no.

Estaba más débil y más cansado. La tensión afectaba a su metabolismo. El endurecimiento de arterias, la arteriosclerosis, reducía el flujo de sangre en su cabeza y afectaba sus giros mentales.

—Mierda.

Estaba imprevisible. Tenía arrebatos repentinos. Temía a su sombra.

Tenía continuos temblores en su brazo izquierdo.

Agazapado en un sillón esperó el amanecer. Fumó un cigarrillo. El color oliváceo de sus manos, al encender el cigarrillo, temblaron, como un estigma.

Los médicos han hecho todo lo posible. Pero el presidente empeoraba.

Tenía el poder que da el dinero. Y el dinero que da el poder.

Pero ya no tenía el control de su salud y de la agenda política.

Y no era feliz. El país vivía una pesadilla.

Primero hubo la revuelta de octubre, un estremecimiento que sorprendió al presidente comiendo pizza con sus nietos. Un alzamiento que se sofocó parcialmente y que nadie olvida, quizá porque la policía rompió los espinazos a los insurgentes y dejó ciegos a otros tantos.

Luego llegó la pandemia. Los viejos morían sin nadie que les juntaran las manos sobre el pecho. En los patios de los cementerios, antes que se descompusieran con ese olor pesado, se enterraban todos los días cientos de muertos, muchos anónimos, sin nombre y sin cruces en las fosas de la pandemia. Sin epitafios, ya no se sabrá nunca cuando habían nacido y cuando habían muerto.

Hasta los neandertales enterraban a sus muertos en tumbas.

Y luego la hambruna.

En los barrios pobres la gente preparaba centenas de ollas comunes para combatir el hambre e impedir las fosas de la hambruna.

Con las contiendas, la pandemia y la hambruna aparecieron por aquel lejano país profundas grietas y fisuras.

Su pesadilla le impidió quedarse dormido. Se sentó encorvado y prendió otro cigarrillo, que lo tenía prohibido.

Extraña escena de mañana de invierno de un presidente que parecía estar enterrado en un pantano de arenas movedizas.

—Chechiii, Chechiii.

A Chechi todo esto la entristecía. Ella sabía que para todos los efectos prácticos, el presidente ya no tenía control de nada. Pero lo quería y con pena aceptaba su averiada megalomanía. Chechi lo ayudó a vestirse. (Sus calzoncillos de lino, su pantalón negro ancho, zapatos de cuero negro, su camisa blanca también ancha, y su chaqueta negra con un chapita de la bandera en la solapa).

—¿Qué pasa, Chechi?

Chechi no le contestó, por consideración.

 

7:30 HORAS

A las 7:30 un auto y el chofer lo esperaban afuera. Salió y recibió una bofetada lluviosa y helada. El presidente se cubre el rostro con las manos.

—Maldito invierno.

Después de maldecir, se subió al auto negro, como si fuera una barca al borde del naufragio, y se lanzó por las inundadas calles hasta palacio.

En su gabinete y, como todos los días, su primera tarea era abrigar vanas esperanzas de que sus asesores le trajeran buenas noticias.

¿Qué pasa?

Nadie sabe nada.

Esa mañana el presidente estaba más temeroso. Sospechaba que sus redes estaban intervenidas. Llamó a su asesor de seguridad. En lo profundo del palacio tenía un centro secreto para controlar enemigos subyacentes. La Unidad de Detección Extrasensorial, UDEX, había instalado cámaras y micrófonos en todo el palacio.

 

 

 

8:30 HORAS

A las 8:30 la pelirroja Lidia Lucrecia estaba en la puerta del gabinete del presidente. La morena vestía una falda rosa y una blusa de seda blanca transparente con lunares.

En círculos secretos u ocultos, entre las sombras de la vida, se hablaba de Lidia Lucrecia, una joven y hermosa cubana–mexicana, de inteligencia superior y de corazón ardiente, famosa en las redes sociales.

¿Quién es Lidia Lucrecia?

Nadie lo sabe bien. En esencia, Lidia Lucrecia es misteriosa. A diferencia de los seres transparentes, se saben solo retazos de su vida, agraciada mujer que ha vivido al margen de lo que se llama realidad.  Autodidacta, psicótica, mística, misántropa, rara, siempre rara. Nació en Miami, hija de padre mexicano y madre cubana, heredera de la ensoñación esotérica del caribe. Con apenas un año muere su madre. Su padre morirá cinco años después. Huérfana, quedará al cuidado de un convento. Una noche, en trance, dice recibir la visita sagrada del arcángel San Gabriel. La madre superiora se asustó con el extraño aura trágico y la mirada intensa de la niña Lidia Lucrecia. Ella tenía la capacidad de levitar. La desgravitación le permitía a ella ver el futuro, porque el tiempo ocurría más rápido. La pequeña burguesía de Miami, sin embargo, la mira con interés farandulero. A los 17 años era conocida en Miami como visionaria y maga, experta en precognición y clarividencia política.

El presidente la había invitado al palacio para cumplir un cometido que ya nadie más parecía capaz de desempeñar: ayudar a levantar su alicaída carrera política.

No es la primera vez que un presidente acosado acude a la magia negra, para ayudar a despejar su camino de adversarios. Rasputín, místico ruso lujurioso, tenía influencia en la zarina Alexandra de la dinastía Romanov. Qué cosa rara. Se decía que la zarina, en el imperial palacio de San Peterburgo, era seducida por las extraordinarias dimensiones del miembro viril de Rasputín. En el casco histórico de la preciosa Praga judía, en la Biblioteca Nacional del Klementinum, los nazis expoliaron miles de libros sobre brujas, masones y temas esotéricos. El presidente argentino en la Casa Rosada, Mauricio Macri usó cuencos tibetanos, gongs y charlas privadas con una maestra espiritual.

—Pase, dijo el presidente.

Lidia Lucrecia caminó lentamente.

El presidente sintió una vibración y dejó caer la cabeza un poco hacia un lado. En los negros cabellos de Lidia Lucrecia había algo, un atractivo que fijó la mirada del presidente con un leve escalofrío.

Ella parecía dulce y parecía frágil. Y en esa aparente inestabilidad caería el presidente. El presidente la asoció a las cantantes italianas del pop de los años 60: Nada Malanima, Rita Pavone o Gigliola Cinquetti.

El presidente inclinó la cabeza hacia el otro lado. Lidia Lucrecia se acercó. Ella era más alta que él, a pesar que él usaba zapatos con plataforma. El presidente alzó la cabeza para no verse encorvado.

Era la mujer más bella que había visto.

—Hola

La muchacha pronunciaba bien, ciertamente, con una voz susurrante. Le pareció que la boca era encantadora.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—Sí. Estás en un punto de no retorno.

—¿Crees que estoy condenado?

—No. No necesariamente.

—¿Qué he hecho mal?

—En primer lugar, debes saber que lo debe ocurrir, ocurrirá.

—Mi destino…

— En segundo lugar, el mundo es más amplio que un palacio.

—Mi entorno…

—Tercero. Existe un movimiento cíclico y que, al girar la rueda, no permite que siempre los mismos sean los afortunados. Has amado más el dinero.

—He amado a la Chechi.

—Mmm. Tal vez.  No me obligues a mentir.

—¿No es suficiente?

El oráculo le anticipó los males.

—Presidente, la soberbia conduce a la ruina. De esta manera es imposible evitar el castigo. Se une a ella la perdición, la desdicha. El orgullo desmedido no conviene jamás.

—He sido bueno.

—De la flor de la soberbia sale luego la espiga del mal.

—No entiendo…

—No quieres entender.

—Sí.

—Lo diré de nuevo. Los dioses se resienten con aquel mortal que ha alcanzado demasiado poder y riqueza.

—¿Qué debo hacer?

—Pensar el final, pues la vida es corta.

—¿Qué haremos?

—Haremos un ritual, un exorcismo para limpiar el salón. Pero antes debo ir a los servicios higiénicos a prepararme.

Ella se dio vuelta y caminó hacia una puerta. El presidente no pudo evitar mirarle el trasero.

Lidia Lucrecia lo llevó a olvidar el precipicio. Por un momento soñó estar cabalgando en ella como si estuviese en una yegua musculosa y aterciopelada, puro nervio y docilidad. En su fantasía erótica la sintió dura al tacto de sus carnes morenas.

Le surgió el morbo y él, como si no hubiese salido de la edad pueril, quiso saber qué hace y como actúa  cuando está sola.

Se acordó del circuito cerrado de televisión del palacio, las cámaras y los micrófonos, incluido en el baño.

Su pulsión innata de aprovechar la oportunidad, lo sentó frente al computador. Abrió las cámaras de seguridad del baño.

 

9:00 HORAS

Lidia Lucrecia para asearse, sacó un poco sus pezones de la blusa y bajó un poco su falda. Se le vio su tanga roja.

El presidente no apartó sus ojos del computador.

Oh, sus nalgas y la tanga roja. Su blusa y sus senos.

El presidente se metió la mano al pantalón para acomodarse la verga, porque ya se le había parado

Al voyeur le apareció su súbito deseo innato de presumir.

Abrió el citófono.

—Ministro, venga.

La vanidad del presidente lo lleva aún más bajo. Su propensión a que los demás lo miren como ganador.

Compartir deseos sexuales es una de las fantasías más inconfesables, una de las pasiones más curiosas  de los voyeristas. El placer de que lo vean mirar. Una fantasía sexual extravagante de hombres, con un cierto sentido machista intrínseco, ya que son despectivos para la mujer.

El ministro ingresó curioso y servicial como un mozo de bar.

—Mire. La hechicera que he pagado tiene el trasero más hermoso que la Providencia concedió nunca a una mujer. La cara no es perfecta; los pechos menudos; pero la abundancia de su posterior la compensa con creces. Algo que me produce vértigo.

El subordinado miró la pantalla y examinó a la mujer. Una mujer muy alta, interesante y atractiva. Su piel de ébano brillaba como si hubiera sido barnizada y todos sus movimientos y actitudes revelaban una extraordinaria altivez. No parecía servil sino más bien de elegante frialdad.

—Mire sus calzones rojos.

Lidia Lucrecia dio media vuelta, se inclinó y, sin ella saberlo, mostró su trasero a una cámara oculta. El presidente y el ministro tenían una visión perfecta del cuerpo. Escuchar correr el agua, lo sobrexcitaba. Tenía un tímpano excitable.

—Es notable, dijo el ministro sumiso, por decir algo condescendiente.

Esa maliciosa e impúdica complicidad inflamó aún más el deseo del presidente, con el condimento agridulce y picante de compartir el objeto del voyerista.

—Mire, mire que zorra, ministro.

Hay un elemento de humillación ritual, sumisión o celos de masoquista en el presidente. Es el voyeur que él lleva dentro. Su pequeño gusto es obligar ver a su ministro  su propio deseo sexual. Eso lo excita más.

—Usted tiene razón, presidente —balbuceó confundido y trémulo.

—Sea sigiloso, ministro, no le cuente a nadie. Cuida tu lengua. No me gustaría que esto se vuelva chisme de palacio.

Enrojecido el ministro abandonó la sala.

Como potro en celo, el presidente continuó su masturbación. Sus gemidos del prepucio aumentaron.

 

9:30 HORAS

—¡Presidenteee!

Lidia Lucrecia entró de improviso. El presidente se cerró el cierre del pantalón.

—¡Viejo rancio! Has contemplado lo que no debías.

—Es que usted es muy bella, Lidia Lucrecia.

—Tu deber es controlar tus pasiones personales.

—¿Qué?

—Tu desatino.

—En el fondo de ti, te gusta que te miren.

Fue suficiente.

Lidia Lucrecia tenía motivos para sentir profunda antipatía por el presidente.

Es, precisamente, a partir de este momento que la conjunción de conductas imprudentes del presidente desencadenó el desastre.

—Necio —dijo Lidia Lucrecia—. La sandez es tu trampa diabólica.

El presidente sintió como si una navaja al rojo vivo le bifurcara el cerebro en dos justas mitades.

—Soy el presidente.

—Y ¿Qué? Tus riquezas te dan poder,  pero de ella procede también tu perdición.

—¿Qué sabes tú?

—Nadie es dichoso hasta que muere.

—¿Qué?

—Muchos hechos negativos ocurrirán antes de que mueras.

—¿Me maldices?

—No debes considerarte triunfador hasta que mueras. Hay que mirar el fin. Te has creído el más dichoso de los hombres porque eres millonario. ¿No has visto cuantos perdieron su imperio antes de morir?

—Soy presidente, repitió levantando la voz.

—Tu desgracia ya te la anunció un sueño, un oráculo. Es tu destino. Nadie puede llamar dichoso al hombre que tuvo tan gran fortuna y que concluyó tan miserablemente.

El presidente se acordó de su sueño y se asustó.

—¿Y cuál es mi error?

—No te conoces a ti mismo.

—¿Tú me conoces mejor?

—Aún sientes el latido del corazón. Pero tu sombra ya es más real que tu cuerpo. Y lo peor para el potro indomable de tu megalomanía es que pasarás al olvido.

Lidia Lucrecia escupe al suelo y sale veloz.

Ella iba tan rauda y ofuscada que su blusa transparente y su falda rosa parece que se las llevara el viento. Se escuchan estruendosos sus tacones cuando cruza el patio de los cañones del palacio, en ese lejano país del que poco sabemos.

 

***

Omár Perez Santiago es un escritor y cronista chileno que egresó de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile, y que luego estudió historia económica en la Universidad de Lund (Suecia).

Sus últimos libros publicados son: Julia, la belleza y el sentido de la vida (novela); El pezón de Sei Shonagon (novela); Caricias, poemas de amor de Michael Strunge (traducción); Allende, el retorno (novela); Introducción para inquietos, de Tomas Tranströmer (traducción, 2011); Nefilim en Alhué y otros relatos sobre la muerte (cuentos, 2011); Breve historia del cómic en Chile (2007) y Escritores de la guerra. Vigencia de una generación de narradores chilenos (ensayo, 2007).

 

Omar Pérez Santiago

 

 

Crédito de la imagen destacada: Govar.