“Dos hermanas”, de Kim Jee-woon: Las puertas interiores del alma

El análisis simbólico y dramático que hace el redactor argentino del Diario «Cine y Literatura» alrededor de este inolvidable filme del realizador surcoreano, una obra audiovisual que en las palabras del poeta bonaerense es: «una visita al otro lado de la vida, ese otro lado que vemos desde nuestra orilla de la cordura y que estamos seguros (a veces demasiado seguros) que nunca llegaremos a visitar».

Por Horacio Ramírez

Publicado el 22.5.2019

“Pero una vez abierta la puerta, lo sabremos todo…”, se dice en La llamada fatal (Dial M for murder -1954-) de Alfred Hitchcock. Es que, como bien se observa: “No hay nada más aterrador que una puerta cerrada”.

Las puertas representan el paso entre dos estados: entre lo conocido y lo desconocido. Entre lo necesitado y la ansiedad. Entre la luz y la tiniebla. La puerta es el guardián de un misterio y por eso nos perturba. Es la barrera poco confiable -se puede abrir o cerrar en cualquier momento- que nos resguarda de algo atemorizante por probable, que habita del otro lado de su opacidad. La puerta es incierta: es un muro infranqueable o una franca invitación a traspasar su dominio.

Las ciudades amuralladas medievales tenían en general cuatro puertas orientadas a los puntos cardinales para sentirse ligadas al mundo real. Las ciudades chinas disponían estas mismas cuatro puertas para expulsar las malas influencias y dejar entrar a los buenos espíritus. Los dinteles latinos disponían de una efigie de Jano con sus llaves para abrir las puertas del tiempo, figura que reaparecería entre los cristianos en la figura de Pedro y las puertas del cielo. Entre los hindúes, la puerta es el torana: la boca del monstruo que devora a los vivos para llevarlos al más allá de los muertos.

Pero también, la puerta goza en el esoterismo universal, de las cualidades de un Hombre: un ser que, en el vaivén de los goznes de su voluntad, puede abrirse o cerrarse a la verdad. Puede quedarse en la mentira o entregarse a lo que hay del otro lado, es decir aquello que verdaderamente está detrás de sí mismo.

Uno puede ser su propia puerta y abrirse o cerrarse, rechazar o invitarse, a su propio reflejo. Tenemos que hacer diferentes movimientos para abrir o cerrar una puerta. Son diferentes nuestras posturas cuando las abrimos o las cerramos. Nuestras manos hacen diferentes trabajos. Nuestra miradas al mundo real varían tras una puerta abierta o cerrada… abriéndose o cerrándose. Nuestro destino de encierro o libertad está signado en las puertas.

El crítico de cine Michel Cournot dijo acerca de la constante de las puertas en el cine de Robert Bresson: “…una puerta no es simplemente una abertura practicada en un muro, o un agregado de piezas de madera que puede pivotar sobre sus goznes. Según esté cerrada, abierta, cerrada con llave, o batiente, una puerta es, sin cambiar en absoluto de naturaleza, presencia o ausencia, llamada o defensa, perspectiva o plano ciego, inocencia o falta. Miramos una puerta cerrada: un ser, que está aún fuera del campo, se aproxima a ella; apenas hemos tenido el tiempo de ver su sombra sobre la puerta, cuando ya la ha empujado y se ha eclipsado detrás: una presencia, un acto, una intención son así representadas sin exhibición profana por la cinematografía simple de una superficie pura que se ha movido…”.

Y también sabemos que toda puerta tiene un guardián: que hay llaves y que las llaves tienen dueños. Y que hay clavos donde las llaves están colgadas o de donde han sido removidas. Historias inacabables que, en fin, pueden trascender la simplicidad de este mecanismo de la arquitectura: las puertas -como los techos, pisos, ventanas y paredes- son de este modo, la exteriorización de la arquitectura de nuestra mente…

Y todo está en silencio en la casa del alma hasta que un picaporte comienza a girar y las bisagras empiezan su canción de rechinidos: cuando una puerta interior se abre o se cierra, nuestro mundo personal puede cambiar para siempre.

 

Una escena de «Dos hermanas» (2003), de Kim Jee-woon

 

El cuento de las dos hermanas

En el filme de Corea del Sur del 2003 Dos hermanas, del multifacético Kim Jee-woon  (como guionista primero y luego como director), asistimos a lo que en muchos aspectos, por la tensión que sufren las imágenes y los actores, tiene mucho de un desarrollo shakesperiano, de una tragedia que auspicia un inevitable mal final.

La historia tiene su origen en la versión libre de un antiguo cuento del folklore coreano: Janghwa, Hongryeon jeon título que suele traducirse como La historia de Rosa y Loto rojo, aunque el término “jeon” no es muy sencillo de traducir ya que -tanto en Corea, como sus equivalentes en Japón y China- es algo así como una emoción no sustantivada -que oscila desde el suave apego hasta la pasión- y no un pleno sustantivo como estamos acostumbrados en nuestras lenguas occidentales. Hasta el punto de que también se llama “jeon” al sentimiento inexpresable de un bebé mientras está en los brazos de su madre… siendo que nadie recuerda esa experiencia prelingüística, precisamente, por haber sido un bebé cuando la sentía.

El término “jeon” entonces, en esta historia folklórica en particular, parece expresar la unión afectuosa y profunda entre dos hermanas que quedaron huérfanas de madre y quienes tuvieron que soportar la maldad -además de la fealdad- de su nueva madrastra quien, para colmo de males, tenía tres hijos varones con quienes aumentaba su poder sobre las niñas… la historia continúa por su camino, pero en esta versión cinematográfica -entre otras tantas que se hicieron antes y una no muy buena del 2009-, el filme se limita a la llegada de las dos hermanas, Su-mi (Im Soo-jung) y Su-Yeong (Moon Geun-young), a una casa que tiene en el campo su padre Mu-hyeon (el actor y maestro de actores, Kim Kap-soo) y donde los espera Eun-Joo, la madrastra (interpretada por la prolífica actriz Yum Jung-ah).

Como dijimos, dada la calidad intrincada del relato, es muy poco lo que podemos comentar sin entrar a develar aspectos centrales del guión. Guión que no es tampoco muy fácil de seguir desde que la historia trata de un trauma psicótico que tiene que explicar las idas y venidas de una mente así como las historias de los personajes, llena de secuencias que no sabemos de dónde vienen o a dónde se dirigen, pero que nos van llevando, hábilmente, a un prolongado desenlace.

En cuanto a la música, merece un tratamiento aparte: la de introducción es una melodía más afín a las tonalidades occidentales que a las orientales (obra del guitarrista y compositor para cine, Lee Byung-woo). Los sonidos ambientales acompañan, en un momento de la historia, con cuerdas que recuerdan a las de Psicosis -1960-, de Alfred Hitchcock- e incluyen al concierto para violín Nº 5 de Mozart, generando un contraste interno muy profundo de alta efectividad en un momento extraño de la película.

Tras la introducción para los créditos, que vuelan como polvo en el viento sobre una especie de papel tapiz sencillo y colorido, llega por fin el silencio de la introducción y en la oscuridad absoluta se oye la estruendosa y ecoica (poderosa, solemne, inviolable) primera puerta que se abre.

La primera imagen del filme es de un llamativo minimalismo visual: una palangana blanca llena de agua limpia en toma cenital y en primerísimo plano. El agua quieta en la palangana, de claridad estruendosa, es seguida por el estrépito de una puerta que se cierra y que logra la respuesta del agua con vibraciones de sobresalto. Unos pasos y unas manos de hombre que se enjuagan.

De fondo, de nuevo la puerta entra en el escenario acústico y los pasos de una enfermera trayendo a Su-mi, encorvada, dopada, en su atuendo de hospital psiquiátrico. Incapaz de actuar por sí misma, la enfermera la sienta frente al médico como un muñeco sin rostro, cubierto éste por el cabello y en completo silencio.

El médico intenta sacarla de su ensimismamiento con algunas preguntas, pero sólo una vieja foto familiar -que será protagonista en el filme- hace que su cara aparezca desde la negrura del pelo… Y tras este introito clínico, comienza el relato de Su-mi.

 

Un fotograma de «Dos hermanas»

 

Las puertas: Nuestras máscaras interiores

Como dijimos, contar mínimamente el filme implica el riesgo de develar el secreto que se oculta tras todas las puertas de Dos hermanas. No obstante, podemos adelantar que la cinta nos revela magistralmente los diferentes mecanismos que se activan en la mente cuando sus puertas se abren y cierran con autonomía.

Porque en la mente no hay plena libertad. En la mente tenemos “esqueletos” freudianos aquí y allá, escondidos -reprimidos- o guardados prolija y mortíferamente en habitaciones, desvanes, armarios… y aún tras la misma puerta de calle -por donde atendemos al mundo- pero que dejamos más o menos entreabierta porque no queremos que nadie vea qué es lo que se oculta a nuestro lado. Sabemos de nuestras máscaras exteriores: nuestra historia por nosotros recordada y contada; aquella máscara que nunca sabemos bien a quién oculta y qué situaciones extremas puede eliminar y revelar.

La casa de campo donde se desarrolla la acción de Dos hermanas puede muy bien ser tomada como el modelo en vaciado de una mente: en ella habitan los fantasmas, incluyendo aquellos antiguos fantasmas coreanos llamados gwishin: seres que no pudieron ir al más allá y que se quedan vagando en las casas buscando aquellas cosas que no pudieron conseguir o completar en vida (más conocidos por nosotros a través de los yiureis japoneses del cine de terror).

La casa de las dos hermanas es el escenario -como dijimos al principio- de un drama shakesperiano donde personajes retorcidos deambulan entre pisos y paredes de madera -como por el interior de una cabeza- tratando de abrir puertas o de cerrar puertas que se quieren abrir desde dentro. Puertas que se abren solas; puertas que solas se cierran. Puertas entreabiertas y que gimen al silencio su misterio. Puertas que son máscaras, puertas que -al abrirse o cerrarse- ocultan u operan una catarsis, liberando a los seres ancestrales que nos pueblan y que presionan por expresarse.

Un mundo donde lo sobrenatural -o prenatural- toma el centro de la escena moviendo los hilos del drama familiar, de la violencia y la infidelidad. Para Jung, el puer aeternus (el niño eterno) que anida en nosotros (y que coincide con todo el cuerpo de Su-mi), es un mal inevitable que siempre nos lleva a una puerilidad psicológica que más valdría dejar de lado, porque siempre lleva a golpes externos.

Pero la razón no consigue nada ya que ese puer aeternus siempre es un agente del destino. La dualidad destino-libertad es así el nudo de todos nuestros conflictos existenciales, pero una cosa es cierta: la libertad de nuestras puertas interiores, operando sin nuestro control en la mente, es lo que llamamos, desde fuera, locura.

Nuestra mente necesita de su sistema de esclusas, de sus compartimentos estanco, de sus mentiras, de sus puertas ignoradas, de sus puertas sin llave, incerrables, de las vergüenzas y lloros reprimidos, de los dolores que nos encarcelan y hechizan cuando arrojamos las llaves lejos por alguna ventana.

El horror que se eleva, o arrastra o se esconde en Dos hermanas es la consecuencia de haberse quedado con la llave maestra que decide el destino de la libertad en Su-mi, resolviendo y a la vez replanteando la paradoja de su función en el mundo con la pregunta: ¿cuál es el inevitable destino de mi libertad?

Sabemos que el horror nace de la compasión, de la comprensión de lo que es el dolor y de las dimensiones que ese dolor puede alcanzar, pero también nace por saber que siempre existe la posibilidad de que ocurra algo aterrador cuando la puerta cerrada de Hitchcock se abre.

En Dos hermanas las puertas, las máscaras, construyen la trama del trauma: en Dos hermanas hacemos, de la mano de Kim Jee-woon, una visita al otro lado de la vida… ese otro lado que vemos desde nuestra orilla de la cordura y que estamos seguros (a veces demasiado seguros) que nunca llegaremos a visitar.

 

La actriz Soo-jung Lim en un encuadre de «Dos hermanas»

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: La actriz Soo-jung Lim en el filme Dos hermanas (2003), del realizador surcoreano Kim Jee-woon.