[Editorial] Cine nacional: Un juego audiovisual entre oligarcas, financiado por los pobres de Chile

La reciente controversia por la doble nominación que recibió el largometraje documental «El agente topo» de Maite Alberdi, para representar a la industria local tanto en los premios Oscar como en la disputa por el codiciado Goya español —existiendo mejores filmes a fin de satisfacer esos estándares de competencia artística— propicia el debate en torno a la discrecionalidad y a la escasa rendición de cuentas públicas (y en última instancia sobre el cumplimiento de su rol social) por parte de un rubro cultural y del entretenimiento incapaz de sobrevivir sin el auspicio ni el concurso del Estado, en su proyección y sustentabilidad comercial.

Por Cine y Literatura

Publicado el 30.11.2020

El cine chileno ha tenido un despertar estos últimos años por el volumen, no tanto por la diversidad de sus títulos.

En la década de los 60 surgieron verdaderas joyas de la mano de Raúl Ruiz (Tres tristes tigres) y Aldo Francia (Valparaíso, mi amor).

En 1979 Silvio Caiozzi estrenaba Julio comienza en julio, en medio de la dictadura, período de escasa producción fílmica y en la década de los 90 el cine chileno renacería de la mano de Gonzalo Justiniano (Caluga o menta, Amnesia).

En ningún caso se podía hablar de industria, incluso durante la primera década del nuevo siglo.

El cine chileno se renueva a partir de 1997 con el director Andrés Wood: Historias de fútbol, El desquite, Machuca.

La producción nacional alcanzó popularidad con cintas destinadas al consumo masivo como El chacotero sentimental y Radio corazón. Nicolás López Fernández mejoró la producción en películas sencillas como Promedio rojo y posteriormente con su productora Sobras, filmará Qué pena tu vida y sus secuelas. Es el primer intento de establecerse como industria: en ese anhelo Sobras fue una pionera.

Paralelamente, Pablo Larraín Matte irrumpe con Tony Manero y Post Mortem y se instala junto con la productora Fábula, emprendiendo proyectos para el mercado latinoamericano, tanto en televisión (Prófugos) como en el cine (No).

Es en la década del 2010 que Larraín nos sorprenderá con El club, su obra más destacada.

El cine chileno adquiere notoriedad de la mano de Sebastián Lelio con Gloria y su remake en inglés, luego con Disobedience y Una mujer fantástica, con la cual logra el primer Oscar para un largometraje de ficción nacional, también de la mano de la productora Fábula.

En la actualidad, la oferta de calidad en cuanto a producción es casi monopolio de Fábula, razón por la cual la propuesta temática del cine chileno pasa por el cedazo de los hermanos Larraín Matte, así como de sus intereses de diversa índole: financieros, estéticos y hasta familiares.

Wood producciones es la otra alternativa, luego de que Sobras sufriera un duro revés debido a los graves problemas judiciales de Nicolás López.

La casa productora Jirafa, asimismo, fundada en su momento por el inasible bachiller en filosofía, gestor de intereses, consultor audiovisual, operador político y empresario (pero siempre con el uso de recursos estatales) Bruno Bettati, y ahora sustentada por el joven Augusto Matte Villegas —y a través de su presencia, relacionada con una fortuna entroncada fuertemente en la plutocracia histórica del país—, también se alza al modo de un nicho hacedor de artefactos audiovisuales poderosos e influyentes mediaticamente.

En un escalafón menor, Giancarlo Nasi Cañas, propietario de Quijote Films y presidente de la novísima Academia de las Artes Cinematográficas de Chile —la institución encargada de postular a los filmes locales en los más linajudos certámenes globales del circuito—, es otro actor relevante a la hora de dimensionar a los ejes de poder que dirigen y mantienen al cine nacional, con todo lo que esto implica y significa. Sin ir más lejos, el citado productor comparte intereses financieros y empresariales con Maite Alberdi Soto…

Mientras, Dominga Sotomayor Castillo y Catalina Marín Duarte, y su Cinestación, y Jorge Riquelme Serrano y su Laberinto Film, se destacan como buenas ideas de emprendimiento que amenazan en convertirse al modo de potenciales y ambiciosas plataformas de creación audiovisual en un futuro cercano.

En efecto, los proyectos que no están bajo el alero de estas productoras autosustentables, quedan supeditados a dineros públicos provenientes de la Corfo, el Fondart, las asignaciones directas y hasta hace poco del BancoEstado.

Son esfuerzos personales que no verían la luz sin el apoyo del concurso público, razón por la que su temática debe ser del agrado de los jurados evaluadores.

No se puede hablar de industria fílmica dado el escaso número de productoras. La mayoría de largometrajes, entonces, son financiados por dineros provenientes de los impuestos que pagan los chilenos, principalmente el IVA (impuesto al valor agregado) que como todos sabemos es un “impuesto regresivo” que porcentualmente recae en las familias más pobres, que no pueden deducir dicho gravamen y cuyo consumo está castigado en un 100%.

Ante esa realidad tributaria y basal empírica, ¿cumple con ese rol público y social, obligatorio hacia los más pobres del país el llamado cine chileno, cuando sus producciones son sólo visionadas y discutidas por un sector privilegiado de la ciudadanía?

Porque antes de la gratuidad propiciada en tiempos de pandemia por la plataforma Ondamedia.cl, los filmes nacionales de distinto formato estaban lejos del aprecio de las grandes audiencias, lo que demuestra, a raíz de ese éxito comercial reciente e inédito, que los problemas de la industria en su valoración local, van en coincidencia con una estrategia de marketing errada por parte de los agentes encargados de su difusión, por lo menos en lo que al esquivo mercado chileno se refiere.

Pero lo que queda meridianamente claro, sin embargo, es el casi inexistente rol público de una industria cultural con imperativas exigencias de orden éticas y políticas retributivas hacia la sociedad civil que le da vida y propicia (en sus más mínimas necesidades materiales, inclusive), y donde cuyos estelares protagonistas están lejos de satisfacer en términos de transparencia institucional, las demandas de un cuerpo social moderno y menos, en consecuencia, son capaces de fomentar la participación ciudadana en la toma de sus trascendentales decisiones.

Finalmente, ¿cómo es posible que un largometraje documental de la envergadura audiovisual y artística de Cantos de represión, de los realizadores nacionales Marianne Hougen-Moraga y Estephan Wagner, no tenga la instancia de competir en igualdad de condiciones con el «binominado» filme El agente topo, de Maite Alberdi?

 

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Cantos de represión: El cine chileno paga su deuda con las víctimas de Colonia Dignidad.

 

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Un fotograma de «El agente topo» (2020)

 

 

Tráiler:

 

 

Crédito de la imagen destacada: Plaza Espectáculos.