El cine y el tiempo: Alfred Hitchcock y Brian De Palma

Ubicar a la cinematografía en el transcurrir de las horas y de los minutos sigue siendo material de investigación: tal es la novedad y la riqueza potencial de esta disciplina. No podemos en este artículo atender, sin embargo, todas las formas de manipular el tiempo ficticio que han usado estos dos maestros de la narración diegética como lo serán siempre Hitchcock y De Palma, sólo digamos que quién más ha indagado sobre el tema de manera teórica y el director que mayormente ha manejado la distancia entre el pensamiento y el hecho artístico, ha sido el sufrido ruso Andrei Tarkovski.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.7.2019

A todos nos pasa lo mismo que le pasaba a San Agustín: mientras nadie nos ponga en el brete de tener que decir qué es el tiempo, piloteamos bastante bien la situación… pero apenas alguien nos pide una definición, ahí nos quedamos paralizados. Hay definiciones de la física, sin embargo, que pueden darnos una mano por lo menos intuitiva, como cuando nos muestra al tiempo como una asimetría del cosmos. No sabemos muy bien asimetría de qué, pero sí es cierto que intuimos una asimetría dada por lo menos en el sentido de que hay cosas que estaban y ya no están más y cosas que ahora están y no estaban antes, lo que nos hace inferir que habrá un tiempo donde cosas que ahora no están, en algún momento aparecerán en esa construcción tan arbitraria como misteriosa, y al parecer inevitable, como lo es el futuro.

Ortega y Gasset decía muy sabiamente que a una estupidez sólo se la puede combatir con otra estupidez más grande y que, por eso, a la estupidez del tiempo se la combatía con una estupidez mayor: la velocidad. Einstein, más moderado pero coincidiendo en la idea, pensaba seriamente en que el tiempo era una ilusión…, “aunque muy pertinaz”. Sabemos por la física y desde el siglo pasado, que el tiempo es elástico y que lo hace dilatarse o contraerse la presencia de un campo gravitatorio o la velocidad a la que nos movemos… así, estando parados, a nuestros pies -más cercanos al centro de la Tierra- el tiempo les pasa más lentamente que a nuestra cabeza. En el horizonte de sucesos de un agujero negro -un pozo sin fondo de gravedad- el tiempo directamente se detiene.

De hecho, vivimos inmersos en una gigantesca máquina del tiempo: cada cosa que hiere nuestros sentidos habrá de superar las barreras temporales electroquímicas de los diferentes procesos de nuestro sistema nervioso hasta terminar siendo una “cosa” percibida… y ni qué hablar respecto de lo que vemos en sí: el árbol que veo por mi ventana es en realidad la luz del sol tras haber tardado hasta 170 mil años para salir del sol, más ocho minutos hasta llegar al árbol de la Tierra y de allí a mis ojos, más los tiempos que llevan los procesos neurológicos. Del mismo modo, la luna que veo en el cielo es la luna que fue hace algo más de un segundo y la estrella visible más cercana a nosotros es la estrella que fue hace 4 años y 6 meses.

Afortunadamente, y para nuestra comodidad biológica, nada de esto nos afecta en lo mental. De hecho, a pesar de que todo está en constante movimiento, hay muchas cosas que a nuestra mente les parecen quietas. No obstante, en lo neurológico, el modo en que el tiempo más profundamente nos intersecta es a través del movimiento. Y evolutivamente es lógico que sea así: para cazar o para no ser cazado -cuestiones de vida o muerte-, poder calcular las velocidades es de vital importancia… En un supermercado de hoy, esa capacidad no es tan importante, pero sí lo fue en la época en que maduraba nuestro sistema nervioso.

Pensemos en que nuestro nombre como especie es “anthropos”, palabra que viene del griego “antops”, término que quiere decir “el que mira de frente”. Así, la diferencia angular que forman los ojos respecto de un objeto, genera información acerca de su distancia, lo que nos da sensación de tridimensionalidad y con ella tenemos más herramientas para saber si estamos al alcance de un predador o de una presa. Pero, ¿existe el movimiento? Si un objeto está en el punto A y luego está en el B, decimos que se ha movido… pero, en realidad, tampoco hemos sido testigos directos del proceso de ese movimiento: cuando el objeto está en B recordamos que estuvo en A y es esa memoria la que genera el “movimiento” y el paso del tiempo.

Que el movimiento puede ser una ilusión lo podemos ver en uno de esos carteles donde luces se encienden y se apagan siguiendo una secuencia dada. No podemos, literalmente, dejar de ver movimiento allí donde sólo hay luces que se prenden y se apagan. Si, de pronto, todas las luces se apagaran y sólo nos quedara una sola, lo que veríamos es una luz que se enciende y se apaga siguiendo un ritmo, pero la ilusión del movimiento habrá desaparecido… e incluso el ritmo mismo también depende de mi memoria. Si pudiera olvidar la última vez en que la luz se encendió, la vez en que ésta se enciende sólo sería poco menos que una sorpresa. Y si careciera totalmente de memoria, mi tiempo neurológico se detendría y no habría percepción ni de movimiento ni de velocidad o ritmo o, directamente, de nada porque el conocimiento sería imposible.

Aún el movimiento “real” sería imperceptible al no poder fraccionarlo siquiera en instantes que se asocien entre sí, sin memoria. Del mismo modo nos pasa al revés: el sol o una nube lejana están quietas para nuestra percepción a pesar de que se mueven en la realidad. Que el tiempo siga fluyendo asimétricamente a mi alrededor será cuestión de los físicos y sus fórmulas, pero en lo individual será imposible desarrollar algo tan natural como “conciencia” si tras cada recorte que mi mente haga del flujo temporal no existiera el recuerdo del “instante” anterior construyendo así una sucesión temporal que le dé significado al todo.

El tiempo es, entonces y en lo que a nosotros respecta, sólo memoria.

 

Brian de Palma

 

El tiempo humano

Nuestra vida es tiempo. Nuestro psiquismo es tiempo y del mismo modo en que un ojo no puede verse a sí mismo, nuestra esencia es inalcanzable para nuestra consciencia: puedo conocer lo conocido pero no el conocimiento (Gregory Bateson). No obstante, nuestro psiquismo demuestra voluntad y la voluntad es una de las formas que toma el tiempo. Otras son el deseo y el anhelo. O la ansiedad, la expectativa y el aburrimiento. Y también son tiempo la sorpresa y el recuerdo, el arrepentimiento, la culpa, el perdón o el olvido. De ese cúmulo de estados se forma nuestro tiempo humano: el tiempo y el ser humano -hecho de tiempo-, viviendo entre dos latidos del corazón: el primero y el último. Y, a su vez, nada de eso es el tiempo en sí… si es que el tiempo termina siendo algo en verdad. Es más bien nuestra ecología respecto de nuestra idea de tiempo: el modo en que nos construimos a nosotros desde nuestra idea del tiempo. Es la alfombra que en vez de soportar el peso de nuestra mente la lleva de viaje desde el pasado al futuro. Ese tiempo es la alfombra mágica que nos acerca a los páramos del espíritu donde nos sentimos derrotados por la misma tierra de la que venimos y a la que vamos. Porque el tiempo es también nuestro miedo a la muerte.

Y el arte, obviamente, también es cruzado por el tiempo. Desde una pintura o una escultura en donde el tiempo queda transformado en un instante atrapado que trata de rescatar la secuencia en la que pretende vivir, con ritmos propios y externos a la obra y trayendo y llevando en su inmovilidad pasados y futuros falsos, es decir, poéticos. En Literatura, y específicamente en la prosa, el espacio tan propio de la plástica va cediendo terreno en función del tiempo en que ese texto, que ocupa espacio, nos va llevando a la temporalidad propia de la narración. En la Poética, el tiempo se hace más manifiesto aún, a través de métricas y esperanzas de rimas a los que se le suman las “evasiones” de la temporalidad que logran las metáforas, abstrayéndonos del presente y de su realidad efímera. Con la música, como es sabido, ya todo es dominio del tiempo y el espacio queda reducido a la sinestesia de lo visual o lo táctil de estridencias brillantes y volúmenes aterciopelados que nos da el sonido. Pero ubicar al cine en el tiempo sigue siendo material de investigación: tal su novedad y riqueza potencial. Un gran analista del tiempo como lo fue el director de cine ruso Andrei Tarkovski, teorizó un acercamiento al tiempo propio del cine alejando al filme de la prosa novelística y acercándolo a la poesía, cargándole una cuota de temporalidad nueva propia de la película como producto artístico: que la película fuera tiempo y no que simplemente lo contuviera.

Como sea, no hay modo consciente de atrapar lo que llamamos tiempo físico. Ni siquiera en los relojes encontramos tiempo, sino que sus agujas sólo son una idea del tiempo. Lo que sí sabemos es que nuestra percepción del entorno depende de ciertos trucos biológicos además de los trucos tecnológicos desarrollados para generar la “visión ilusoria” del tiempo, esto es: el movimiento ilusorio. Siempre se supuso que el cine aprovechaba el período de persistencia retiniana -el tiempo que tarda una imagen en formarse y en desaparecer de la retina- para pasar imágenes estáticas lo suficientemente rápido como para que, gracias a esta persistencia, el cerebro recibiera una imagen continua que daría lugar a esa ilusión del movimiento. Pero la cosa es más compleja -o más simple, si se quiere-. Hoy se sabe que no existe tal persistencia y que el encargado de organizar todo el proceso del movimiento es el sistema nervioso como un todo.

En efecto: patrones neuronales se encargan de completar secuencias e incluso de adelantarse a la percepción para generar un movimiento puramente neuronal e íntegro sobre sí mismo. El movimiento es una construcción del sistema nervioso basado en la memoria la cual, por supuesto, también es propia del organismo: no vemos movimiento, producimos movimiento en nuestro sistema nervioso. Este error surgió del hábito mecanicista de creer que, efectivamente, el ojo y su contraparte cerebral funcionaban como una cámara y como si en el cerebro hubiera un proyector y una pantalla -como hemos visto tantas veces dibujado-, pero esto no es así. Se trata de un proceso de analogización de lo digital, esto es, de volver continua una sucesión de imágenes separadas y diferentes entre sí… de volver biológico algo que está alejado del funcionamiento de la vida.

Esta idea de la persistencia de la imagen en la retina (mito que se llevó al cine en el thriller Cuatro moscas sobre terciopelo gris de Darío Argento -1971-) derivó en el siglo XIX en un aparato llamado Fenakistoscopio (“visión engañada”), basado en este supuesto fenómeno y desarrollado por Joseph-Antoine Ferdinand Plateau. Ya existían desde mucho antes juguetes que aprovechaban esta habilidad del cerebro como el traumatropo, donde el dibujo de un pájaro libre es “enjaulado” haciendo girar rápidamente una lámina con un pájaro y una jaula en las dos diferentes caras; o en el zoótropo o praxinoscopio: una caja cilíndrica giratoria con figuras dibujadas en el interior y que al girar, a través de unas rendijas, se producía la ilusión de una sola figura que se mueve. También como antecedente está el folioscopio, predecesor del dibujo animado, donde se pasan rápidamente hojitas de papel con dibujos que parecen generar movimiento. Aunque sin dudas, el artificio que ha sacado más provecho de estos procesos biológicos para generar la ilusión de movimiento, tiempo y espacio, ha sido el cine.

 

Alfred Hitchcock

 

Tiempo, Hitchcock y De Palma

Los recursos para lograr la manipulación del tiempo dentro de la película son de lo más variados, desde que el tiempo, y quizás más aún que la imagen, es el corazón más esencial del cine. Tenemos, entre muchos otros recursos, a la cámara lenta que consiste en filmar algo a mayor velocidad y pasar luego lo filmado a velocidad normal, que tiene un efecto dramático muy importante y que, muchas veces, permite apreciar la imagen con diferentes tensiones psicológicas: las puramente estéticas de apreciar la elegancia de un movimiento o las tensiones que generan el suspense del guión.

El manejo de la información es otro recurso importante. Quien mejor explotó esa técnica -e hizo escuela- quizás haya sido Alfred Hitchcock, de quien aprendieron todos la simple fórmula de que el espectador sepa algo que el personaje ignora para que haya suspenso: una forma del tiempo. El manejo de la información guionística es muy útil en el proceso del thriller policial o psicológico, ya que es un espacio ideal para el desarrollo del suspenso, tanto si el espectador descubre al criminal junto al investigador o si sabe desde el comienzo quién es el asesino y asistamos paulatinamente al acercamiento del investigador a la verdad con todas las variantes intermedias posibles. El tiempo es perfectamente moldeable dentro del espacio temporal “de reloj” de la cinta, desde el flash back al flash forward o aprovechando los tiempos muertos o generándolos, como cuando se asiste al exasperante tiempo que tarda un archivo de computación en cargarse al pen drive de un espía, mientras se oye el tintineo de unas llaves del otro lado de la puerta.

La alternancia de acciones paralelas también genera sus sensaciones particulares así como lo hace el acortamiento del tiempo en la etapa del montaje: se puede ir desde un intercambio de miradas en un bar directamente a la misma pareja con su bebé (aunque muchos productores exigen una escena gratuita de sexo o violencia a la altura de los 40 minutos de proyección para levantar la atención del público). Se puede, por otro lado, estirar el tiempo superponiendo tomas de la misma acción desde diferentes ángulos. Otra forma de estirar el tiempo más agresivamente es mostrar en sucesión diferentes imágenes de tiempos paralelos como ocurre en la paradigmática escena de las escalinatas de Odessa en el filme El acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein -1925-: botas militares, la manito del niño pisada por uno de esos impiadosos pies, una cara: todo ocurriendo en una frenética sucesión de tomas desde planos generales lejanos a cercanos, planos medios y primerísimos planos para volver a los generales. De hecho, el montaje -aunque parezca lo contrario- no genera el vértigo de la acción sino que el montaje se construye a pesar del vértigo. Así, montaje, encuadre y secuencia construyen la verdadera naturaleza del cine permitiendo construir el andamiaje de relaciones entre el tiempo, su duración y dinámica.

A razón de 24 fotogramas por segundo, el director hace que el espectador participe inconscientemente de todas las manipulaciones que modelan el tiempo cinematográfico. Uno de los ejemplos más icónicos de esta prestidigitación es Rope (La soga) el filme de 1948 de Alfred Hitchcock. Aunque en muchos aspectos no es una de las películas más logradas del director inglés, ha servido a muchos neurofisiólogos para entender cómo funciona la percepción del tiempo. Filmada en una sola secuencia, la acción transcurre entre las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche: desde las 19:30 hasta las 21:15, esto es: 105 minutos. Sin embargo, a 10 minutos por rollo y con 8 rollos, La soga dura sólo 80 minutos. Sin embargo nadie nota que se le robaron 25 minutos de acción, ya que una cosa es el tiempo y otra su percepción.

Más allá de todas las dificultades técnicas, el gran “reloj” que tiene el espectador para “conectarse” con el paso del tiempo exterior a la acción central en el penthouse de la película era el ventanal que mostraba una panorámica de Nueva York. Una maqueta más grande que el plató de filmación dispuesta bien lejos, daba la perfecta ilusión de espacio. A este espacio había que sumarle el tiempo y para eso se apeló a la memoria temporal del espectador dentro y fuera del hecho cinematográfico.

La casi media hora faltante no es detectada por el espectador a partir de la evolución de la luz, el color y del movimiento en la ventana que son imperceptiblemente acelerados para comprimir el tiempo, y donde el verdadero factor y actor del proceso es la mente del que ve la cinta: su experiencia diaria desde que es niño “estira” el tiempo de la película hasta hacerlo coincidir con el de su propia experiencia. Así, la luz del día y del ocaso fue trabajada pasando del pleno día a los dorados del atardecer y al progresivo encendido de carteles luminosos de neón -uno de los cuales es el clásico dibujo de Hitchcock en uno de los dos cameos que tiene la cinta-. Finalmente, las nubes aportaban movimiento en el ventanal corriéndose progresivamente a medida que se cambiaba de rollo o cuando la cámara se desplazaba y permitía a los técnicos mover levemente las nubes globosas de fibra de vidrio sostenidas por hilos invisibles.

Heredero confeso de Hitchcock, Brian de Palma fue otro gran artífice del manejo del tiempo físico en el tiempo del cine. Su asombrosa recreación de la escena de las escalinatas de Odessa de Eisenstein en Los Intocables -1987- es un claro ejemplo del manejo estructurado de un modo material y simbólico del tiempo además de la administración del espacio. Según el guión original tenían que chocar dos trenes -aquel en el que iba el contador de Al Capone y el tren de los Intocables-, pero el dinero del presupuesto se había acabado para una escena de semejante envergadura. Es entonces cuando ocurre la magia de la creación: De Palma reduce ese presupuesto improvisando algo que no estaba en el guión original: un económico y genial tiroteo en las escaleras de la Union Station de Chicago. La cámara pivotea en gran parte de la acción desde un rincón elevado donde se da la perspectiva de Elliot Ness -Kevin Costner-. Él lo ve todo: la puerta de entrada, el hall inferior, la progresiva llegada de los pasajeros y los criminales y ve a la mujer con el bebé y al reloj y al verlo todo, es la víctima central del tiempo que se concentra en la hora de salida del tren… Todos los tiempos se anudan en el plano de Eliot Ness.

De Palma maneja a la perfección los ritmos y la evolución lógica de la acción ya que todos los elementos engranan hasta en el detalle de centrar la atención sobre el bebé y su cochecito a través de una infantil música de campanitas en medio del tiroteo. Todo termina con Andy García sosteniendo el cochecito y apuntando al malhechor con un revólver por medio de una lente Split Focus Diopter -muy de moda en los ’70 y ‘80- que consigue que tanto la cara de García como la boca de su revólver queden en foco, por más que se note cierto desfasaje visual producto del cambio de dioptría cerca de la cara del actor, pero que en la tensión del momento, y obviamente, nadie le presta atención… y está muy bien que sea así. La cuestión es que el vacío nocturno de una estación de trenes a la medianoche, el gran reloj de la estación, los primeros planos, los planos generales, las miradas, la gente que cruza ajena al drama que se espera en ese espacio, el bebé, la madre y esa forma tan breve de tiempo que es el disparo todo contribuye a que la tensión se instale en nosotros como forma del tiempo.

También De Palma apela al plano secuencia que sirve, entre otras cosas, para transmitir tiempo teatral, esto es: real. Lo encontramos, entre varios ejemplos, en el largo plano secuencia de más de dos minutos y medio de la escena del catastrófico baile en Carrie -1976-, cuando la cámara transita a través de las mesas, desenmascara el plan de la “mala” de la película, llega al escenario, sube por donde se disimula con luces la cuerda que llega hasta el balde con la sangre de cerdo y culmina en un zoom in nuevamente hacia la mesa de Carrie, cerrando la trampa en la que también se atrapa al espectador.

Respecto del plano secuencia, comenta el director: “Es la filmación de algo auténtico, dejando la cámara en marcha para que los actores hagan nacer la emoción”. Seguidamente, tras el ataque a Carrie, comienza el recurso de la pantalla partida o splitscreen. Aunque la acción queda acotada al espacio del salón de baile, por la pantalla dividida se expande a través de las múltiples imágenes simultáneas, desplazándose por el espacio de proyección y articulándose entre sí en relaciones de simultaneidad y de causa y efecto, donde todo contribuye a crear acción sobre acción, tiempo sobre tiempo. Y a estas técnicas podemos agregarle la suspensión “temporaria” del tiempo en la cámara cenital tras la sangrienta escena del bate de béisbol en Los intocables…

No podemos en este espacio atender todas las formas de manipular el tiempo cinematográfico que han usado estos dos maestros del tiempo como lo serán siempre Hitchcock y De Palma. Sólo digamos que quién más ha indagado sobre el tema de manera teórica y quien ha manejado la distancia entre el pensamiento y el hecho artístico, ha sido a quien nombramos inicialmente, el sufrido ruso Andrei Tarkovski. Escribió sólo dos libros: su célebre Esculpir en el tiempo y Atrapen la vida, texto menos conocido. Digamos, de paso, que el libro Esculpir en el tiempo está mal traducido (para colmo, se trata de una versión en español tomada de una traducción alemana) y su original ruso dice Esculpir el tiempo que es algo muy diferente.

Pero como fuera, ya vimos que su idea era generar un cine distanciado de las formas clásicas de arte. Dice a “los escultores del tiempo”, a los futuros cineastas, en Atrapen la vida: “Todas las artes a través de su ‘contribución’ (al cine) asestan un golpe durísimo al arte cinematográfico, transformándolo de inmediato en un caos ecléctico o -en el mejor de los casos- en una forma tan sólo aparente de armonía en la que se desvanece la auténtica alma del cine. Vale la pena aclarar de una vez por todas que el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes. Sólo sobre esta base se puede tratar de responder a la pregunta sobre el carácter sintético del cine. La suma de una idea literaria y de una plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso. Tampoco las leyes del movimiento y de la organización temporal pueden sustituirse en el cine por las leyes del tiempo escénico. Insisto una vez más: aquí se trata del tiempo como hecho”. El cine es el tiempo como hecho, como una realidad que le es propia e inalienable. El cine entendido como una administración desde el ser del tiempo y que busca su lugar propio en la mente artística del Hombre moderno.

 

Andrei Tarkovski

 

También puedes leer:

El actor de cine: Las perspectivas de Hitchcock y de Tarkovski.

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Sean Connery y Kevin Costner en Los intocables (The Untouchables, 1987).