«El irlandés», de Martin Scorsese: La inclemencia del tiempo y el credo del soldado

La última obra audiovisual del mítico realizador estadounidense -además de constituir su testamento cinematográfico-, se erige como la conjunción artística y argumental de los grandes tópicos estéticos que han inspirado el total de su filmografía: la trayectoria política de su país, la ciudad de Nueva York en tanto espacio creativo esencial, y la influencia del crimen organizado en la construcción del relato histórico oficial.

Por Daniel Rojas Pachas

Publicado el 29.11.2019

The Irishman (2019) es un filme que podríamos llamar old school, pues Scorsese retoma la dirección de un grupo de actores que lo acompañan desde sus inicios, Harvey Kaitel y Robert De Niro de Mean Streets y Taxi Driver así como el par Joe Pesci-De Niro que hemos visto brillar en Raging bull, Casino y Goodfellas. A este elenco de actores fetiches se suman Al Pacino, Ray Romano, Bobby Cannavale, Stephen Graham y Anna Paquin.

Quiero retomar la idea del old school, refiriéndome al uso de numerosas técnicas, tópicos y formas de hacer cine que han marcado la impronta de Scorsese. El director usualmente señala en charlas con jóvenes cineastas o en entrevistas, la necesidad de remontarse al pasado y como un pintor, estudiar a los grandes maestros para enriquecer su paleta, expandir el lienzo. A su edad y pese a su experiencia, con más de una veintena de películas y documentales en su filmografía afirma que queda mucho por aprender.

Sin duda Scorsese ha influido en numerosos directores actuales y sigue demostrando total maestría a la hora de contar una historia. Por tanto, si no han visto The Irishman, absténganse de leer lo que sigue o háganlo bajo su propia responsabilidad, debido a los numerosos comentarios que haré respecto a la trama del filme.

Primero, quiero referirme al uso del soundtrack, siempre preciso. Es cosa de recordar Goodfellas, cuando Henry Hill interpretado por Ray Liotta es perseguido por los helicópteros del FBI con What is life de George Harrison de fondo. La escena con la música de Pérez Prado, Qué rico el mambo, mientras se dan los discursos sindicales, es igual de potente. La película inicia con In the Still of the Night, pieza que sirve de umbral para presentarnos esta historia de remembranza. La letra de la canción dice:

I remember

That night in May

The stars were bright above

I’ll hope and I’ll pray

To keep

Your precious love.

Ingresamos a esta historia a través de un paneo por un geriátrico hasta llegar a la mano de Frank Sheeran, el irlandés, y atisbar ese inmenso anillo dorado que simboliza su ascenso como asesino de la familia Bufalino, así como su caída y conversión en un monstruo para sus hijas.

Las comparaciones siempre son odiosas, sin embargo, al terminar de ver The Irishman, resulta imposible no detenerse en tres elementos que la conectan de inmediato con Casino y Goodfellas. El tema del filme, su ritmo y narrativa. Primero estamos ante una película de gángsters que nos muestra el apogeo y descenso de sujetos que lo tuvieron todo y fueron dueños del mundo por varios años, amasando fortuna y poder, aunque siempre con un epitafio anticipado, una caducidad autoimpuesta.

En cuanto al ritmo, la película de tres horas avanza con mucha rapidez sin que eso signifique detrimento en el desarrollo de personajes y la construcción de una trama sólida. Algo que Scorsese sabe manejar muy bien en estas cintas corales. Más allá del recurso de la memoria, dispuesto a entregarnos un drama en retrospectiva, los relatos secundarios como la boda de Bill Bufalino (Ray Romano) o la pequeña escalada de poder de “Crazy” Joe Gallo alimentan la trama central y son valiosas, pues nos permiten ingresar a través de pequeñas viñetas o vistazos del submundo criminal, a las redes de corrupción que atraviesan la política y la suerte del continente, pensemos en Cuba y los intereses de la mafia con los casinos asentados en la isla o a gran escala, toda la fachada que recubre al sueño americano, esa utopía edulcorada que el ciudadano común sólo disfruta o sufre de manera superficial.

Pienso de inmediato en la escena del cafetín cuando se da la noticia del asesinato de JFK, las meseras, niños y comensales lloran como si se tratase del desenlace de una telenovela, mientras el rostro de Jimmy Hoffa, interpretado por Al Pacino, revela lo que eso significa en relación a los préstamos que realizó a la mafia, el uso de millones de dólares correspondientes a fondos de retiro de los camioneros, sindicato que el juraba capaz de poner en jaque y paralizar al mayor imperio del mundo, las implicancias sobre su propia seguridad, pues queda abierta la pregunta, quién mato a JFK, la CIA o quizás la mafia, producto de las promesas no cumplidas en torno a Cuba y el derrocamiento del gobierno castrista y por último, la derrota de su persecutor Bobby Kennedy.

Es magistral esa construcción en que la gran historia subterránea se teje y se libra junto a las pequeñas gestas diarias, las vidas de sujetos incautos que no llegan a atisbar cómo su destino y todo lo que les afecta, depende de un hombre de mediana edad que está a su lado comiendo helado.

Otro elemento narrativo que no quiero pasar por alto es la apropiación que Scorsese hace de la típica escena final, propia de cintas basadas en hechos reales, esa exhibición de fotos verídicas o fondo negro con letras blancas que antecede a los créditos, y nos entrega información sobre qué pasó con cada uno de los involucrados. Con una estrategia casi paratextual, dirigida al espectador, Scorsese pone en evidencia, al segundo en que un personaje entra en escena, una especie de etiqueta con su nombre, cargo en la mafia y forma en que murió. Algo que a primera vista puede desconcertar o resultar burdo, sin embargo, nos entrega un mensaje poderoso ligado a la idea de fondo que pretende comunicar, la erosión que el tiempo ejerce con respecto a toda una época y generación, destinada al olvido.

Este elemento tendrá un eco en el acto final de la película, al vincularse con un set de fotos ajadas que guarda el protagonista y que muestra a una joven enfermera. En uno de esos retratos aparece Jimmy Hoffa. En un momento de la narración se nos dice que Hoffa fue más grande que Elvis y los Beatles, sin embargo, su influencia en la historia actual es irrelevante. Desde este punto, si uno gusta, puede hacer de las tres películas mencionadas, Goodfellas, Casino y The Irishman una trilogía no intencionada sobre la gloria y decadencia de reyes que dieron forma al crimen organizado. Creo que es justo volver a la escena inicial de Goodfellas cuando Henry Hill dice: «Desde que tengo uso de razón siempre he querido ser un gángster», lo cual nos conecta con una figura mítica no sólo del cine y de la literatura, sino de la cultura y la historia americana.

Scorsese consigue con esta revisión del mundo de la mafia, en esta ocasión centrado en Pennsylvania, ponernos de cara con los meandros de la historia reciente de Norteamérica. Más allá del protagonista, la figura gravitante es Jimmy Hoffa, pues él encarna los mecanismos que el crimen organizado tiene para afectar la vida política y ciudadana. Hablamos de un sujeto que controló el sindicato más poderoso del país del norte, el gremio de transportistas. Hoffa en los 50 y 60 era capaz de financiar carreras políticas como la campaña de Nixon y ser el motor de inversiones que dieron forma a Las Vegas.

Antes de ver The Irishman, muchos pensarán en este personaje, sólo a partir de una referencia hecha en los Simpsons cuando un jugador de fútbol americano tropieza con un bulto en la cancha que tiene forma humana, otros quizá se remitan a la cinta de David Mamet de los 90 en que Hoffa es interpretado por Jack Nicholson. Hoffa es el puente que permite a Scorsese unir el mundo de los gángsters con los crímenes de cuello y corbata, ese obsceno mundo corporativo que vimos en The Wolf of Wall Street.

En esa medida, todos los personajes en The Irishman son dinosaurios anclados a un mundo en decadencia. Un reloj de la extinción corre en su contra y no pudieron preverlo. Una escena decidora es la de la cárcel, cuando vemos a Russell Bufalino parapléjico succionando un pan sumergido en jugo de uva, o a Tony Salerno con una sonda en el trasero producto de su cáncer a la próstata. La película expone el patetismo y la fragilidad de sujetos que controlaban todos los negocios de la época, y que pusieron a Kennedy en el poder. El protagonista no escapa a esta suerte, cuando lo vemos ordenando sus pastillas o viendo la televisión como un anciano con las rodillas destrozadas debido a la bursitis.

Todo esto lo conecto con el final de la segunda temporada de Fargo, cuando el personaje interpretado por Bookem Woodbine y que sirve de sicario, quiere seguir manejando los negocios a través de la violencia, aplicando la ley de la calle y es relegado por sus superiores a una oficina, pues eliminada la competencia y las grandes familias, todo se torna crimen corporativo y contabilidad.

Scorsese sentó las bases de esa caída mostrándonos todo el decurso y evolución de sus protagonistas en Goodfellas y Casino. Huevos, fideos y kétchup, ese es el destino que le toca a Henry Hill, al abandonar su vida sexy y opulenta, para sumergirse en lo ordinario de los suburbios y la protección de testigos. Sam «Ace» Rothstein, amo de las Vegas termina donde empezó, no sin antes advertirnos sobre ese corporativismo depredador y artificio carente de vísceras. El mundo de los casinos que sobrevive a su imperio nos revela una ciudad convertida en una especie de Disney para adultos obesos, los cuales son arrastrados por el espectáculo, las luces y el despilfarro de su jubilación.

En The Irishman, Frank Sheeran al matar a su amigo y mentor Jimmy Hoffa, firma su epitafio. Russell Bufalino interpretado por Joe Pesci sentencia que ese crimen fue una elección simple, era él o ellos, sin embargo, la caída de Sheeran involucra otro elemento que la historia va cocinando desde su inicio. Mientras vemos al irlandés rememorar sus días de gloria y la violencia que desató como pintor de paredes para la familia Bufalino, de manera tangencial y fragmentada se nos presenta la historia de Peggy Sheeran, una de las hijas del asesino, la cual debe confrontar de primera mano la brutalidad de su padre, al ver cómo este golpea a un dueño de almacén de barrio, en el que ella trabajaba de adolescente.

La niña observa aterrorizada como Frank quiebra los dedos del hombre contra el pavimento. A partir de ese hecho, su relación se construye en base a silencios y miradas furtivas. De algún modo Peggy interpela la consciencia del espectador. Entiende que su padre es un hombre sin escrúpulos, malvado para la mente de un niño. Lo ve salir de noche, mientras todos descansan, no se despiden, él sólo la manda a dormir y sube a su auto portando un arma. Peggy siempre observa atenta, es una presencia que juzga y teme.

En su versión adulta, Peggy es interpretada por Ana Paquin. Creo que este personaje representa con mucha fidelidad la inocencia y aunque Frank trata de convencerse de que todo lo que hizo fue para proteger a sus hijas de un mal mayor, de una realidad caótica, la pequeña va delineando una personalidad introspectiva que choca de bruces, con el submundo oscuro al cual pertenece Frank.

Un momento relevante que podemos comparar a la escena del bautizo en The Godfather, es cuando Peggy durante una clase dedicada a los trabajos que realizan sus padres, presenta en su colegio católico una exposición que cuenta a sus compañeros lo maravilloso que es Jimmy Hoffa y cómo ayuda a la gente. En paralelo vemos al sindicalista cerrar negocios con la mafia. Nuevamente mundos que se afectan y están uno al lado del otro, esto expone la ignorancia e ingenuidad de la familia, constantemente asediada por el crimen y la ignominia. Frank observa la exposición, él conoce la verdad detrás de Hoffa y sus negocios. No revienta la burbuja de su hija.

Peggy también sirve en la historia como una especie de frontera entre dos figuras clave. Tanto Russel Bufalino como Jimmy Hoffa son una especie de padre y mentor del irlandés, ambos lo conducen a mundos que expanden las posibilidades de este sujeto y frente a ellos se debate la lealtad y podríamos decir, la brújula moral de Sheeran.

De ser un simple camionero pasa a ser un premiado líder sindical, pero también es un asesino y agente de la mafia. Ante los ojos de Peggy, estos dos hombres, que son una especie de abuelo, representan antípodas, uno el mafioso que abusa de la comunidad y el otro, un hombre honesto y líder que guía y cuida a los trabajadores. Más allá de los idealismos de la joven, ambos mundos están conectados por el crimen y la desaparición de Hoffa, crimen perpetrado por el irlandés, corona ante nosotros el conflicto de la familia Sheeran.

Peggy ya adulta, le habla por última vez a su progenitor exigiendo una respuesta. En las noticias mencionan la desaparición de Hoffa. Todas las hijas y la esposa de Frank están en la sala del hogar expectantes. Él se sirve un whisky y se sienta en un sofá frente al televisor, una especie de trono patriarcal. La esposa le pregunta a Sheeran si ha llamado a la mujer de Hoffa. Él dice que no, pero que lo hará pronto. Peggy le pregunta por qué. Ese cuestionamiento que de modo literal remite a una simple llamada no realizada, es en verdad una pregunta abierta -por qué hiciste todo, por qué elegiste vivir así, por qué mataste a tu amigo-. Ese momento nos conduce ante los caminos que el irlandés tomó, de espaldas a su familia, enajenado frente a sus hijas, privilegiando su lealtad con la mafia.

Sheeran se mantiene como el último vestigio de una época que marcó el curso de la política y economía norteamericana durante los sesenta y setentas. Es una especie de monumento de la corrupción y la impunidad, al ser quizá el único que pudo develar lo que pasó realmente con Jimmy Hoffa, su amigo y jefe al cual traicionó, perdiendo todo, incluso el cariño y poco respeto que podía tener de parte de Peggy.

Vemos al irlandés mantenerse incólume frente al pedido de un cura que lo visita en el geriátrico, abogando por la paz que puede dar a los familiares, del mismo modo actúa ante el pedido de agentes federales que le recuerdan que esa época ya fue borrada de la historia, pues todos los partícipes están muertos y sólo él puede dar una solución al dolor de los hijos y nietos de Hoffa, con los cuales Sheeran departió. Su silencio se mantiene. De esos momentos sólo quedan fotos añejas y quizá esa especie de mantra que tuvo siempre, en la guerra y luego como pintor de casas para los Bufalino.

Lejos de ser una visión romántica del crimen organizado, Scorsese muestra la decadencia de este mundo y la escena final del filme es lapidaria. De algún modo es un espejo de sus otras películas sobre el tema, pero también nos lleva a recordar al padrino de Francis Ford Coppola, con la muerte de Michael Corleone, solo en su campiña tras el asesinato de su hija. En The Irishman, Sheeran sentado en un edificio clínico y monocorde espera la muerte, son vísperas de Navidad, el tipo ha sido olvidado por su familia y es el último de su especie. Su suerte podría ser también la de un dictador que creyó tener el mundo en sus manos. Con miedo a cerrar la puerta, el anciano sólo tiene ese credo de antaño, ser un buen soldado, seguir órdenes, hacer lo correcto y esperar el agradecimiento. Ganarse el respeto de la familia.

 

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Daniel Rojas Pachas (Lima, Perú, 1983). Escritor y editor chileno-peruano, dirige el sello editorial Cinosargo. Ha publicado los poemarios Gramma, Carne, Soma, Cristo barroco y Allá fuera está ese lugar que le dio forma a mi habla, y las novelas RandomVideo killed the radio star y Rancor. Sus textos están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía, ensayo y narrativa chilena y latinoamericana. Más información en su weblog.

 

Al Pacino y Lucy Gallina en «The Irishman» (2019)

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Fotomontaje de El irlandés (2019), de Martin Scorsese.