[Ensayo] «Aviones sobrevolando un monstruo»: Derretirse en pedacitos de vida

En esta novela, su autor, el multifacético escritor mexicano Daniel Saldaña París (en la imagen destacada) ha juntado sus lecturas y las fundió en una mezcla de estados no ficticios, provisorios, tragicómicos y humanizadores de la práctica literaria, más allá de la sinceridad y de la honestidad de su voz artística, tanto personal como colectiva.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 28.7.2021

Amar y odiar una ciudad que te vio nacer, irte, volver y decaer, una ciudad que sobrevuelas con los ojos sumergidos en ácido, una ciudad al revés por donde los aviones rozan la velocidad del sonido antes que su reflejo en un par de miradas perdidas.

Las cuarenta y seis palabras precedentes pueden ser el tráiler del cortometraje que Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) protagoniza en un par de páginas o en el capítulo inicial de Aviones sobrevolando un monstruo. Fantástico.

Pensé en escribir este libro y empezar con descripciones para enganchar y servir en calidad de dispositivo publicitario, pero ya no me interesa.

Quizás sea un mejor plan intentar decir, por una parte, qué es lo que obras como esta le hacen al vacío de las prácticas escriturales cuando se busca responder forzadamente a preguntas galleteadas de entrevista como “por qué se escribe”, “qué es la escritura para ti” y, por otra, cómo estas escrituras “por encargo” o, digamos, de subsistencia, no solo propician un encuentro amistoso entre el proyecto y el trayecto de obra, sino hacen del pensamiento literario de Saldaña París, un derretimiento de la vida en el propio archivo.

¿Cuál es ese vacío, entonces? ¿Será la vida misma? La escritura como un uróboros. En el momento en que una serpiente se muerde la cola y se inyecta su propio veneno puede morir o solo anestesiarse. Dependerá de cuánta resistencia tenga.

La pregunta es por la mixtura de los ánimos. El vacío es inicio y fin. O en realidad, ninguno de las anteriores. Se dice que hay un vacío por dos razones aparentes: en un lado, la separación entre palabras y cosas y, en el otro, el ensayo de la vida en las posibilidades de la escritura. Suena a nudo. Desatémoslo.

En la lectura damos y recibimos algo que tal vez nunca lleguemos a saber qué es o fue. El misterio es algo que la literatura bien puede seguir custodiando. Y es, igualmente, una tensión que toca a un estado preliterario, al transitar por las líneas que se escriben y escriben y escriben.

Recuerdo unos versos de la “Elegía a Pichón Garay” de Juan José Saer que ironizan después de una estrofa hundida en tropos ensoñados: “Bienaventurados / los que están en la realidad / y no confunden sus fronteras”. En una escritura que organiza “un puñado de recuerdos propios”, ¿cómo involucrar un sentido con lo que se escribe? Asimismo, ¿cómo aprender a vivir convertido en archivo?

 

Una ciudad incide en el temperamento de su escritor

Saldaña París está al teléfono en este momento (y no): “La desesperación de haber perdido algo y no encontrarlo por ninguna parte; de haber olvidado un detalle fundamental sobre la historia y ser incapaz de reconstruir, sin esa pieza, la serie de acontecimientos que desembocan en este momento”.

Reconstruir. Más que el verbo, tomar el prefijo “re” en sus distintas facetas: volver a hacer algo, ir hacia atrás, el énfasis en la intensidad o la oposición. Un ejemplo de cada idea: repetir, rebobinar, recargar, repugnar. En la escritura, todo es empezar. En el transcurso de la acción, actividad, ejercicio o como se quiera, el autor nos dice: “Me interrumpo y recomienzo”.

Ahora bien, ¿cómo recomienza un pedacito de vida? Aquí vale la pena hablar de las condiciones de posibilidad de una escritura. El instante en que el huevo mental eclosiona y la energía de los nervios y los músculos avanza hacia el soporte. Un pedacito de vida es escrito.

Y utilizo esa idea, por los períodos en que frecuentemente se fracciona la continuidad vital, por ejemplo, ¿qué importaría escribir una infancia, una juventud, una vejez? El crisol de lo humano y lo artificial, cuando transparenta los márgenes de la literariedad y de la literaturidad, deja ver una polaroid psíquica y geográfica.

Esto nos lleva a la Ciudad de México, locación base del guion que es este libro. Una ciudad incide en el temperamento de su escritor y, por tanto, es, de alguna manera, una sombra que se adhiere a la pluma. Tomemos estas ideas como un corolario del texto.

“Aviones sobrevolando un monstruo”, el primer capítulo —que le da el nombre a la unidad mayor— recurre y transcurre en los márgenes de esa gran urbe.

¿Cuántas caras tiene la Ciudad de México? Las letras, los ojos, las texturas de diferentes improntas. Nezahualcóyotl, Octavio Paz, Salvador Novo, los sentimientos de Efraín Huerta, los pasos infrarrealistas, entre otras escrituras.

Estuve allí el 2018, entre accidentes y turismo, me tomé unas fotos en el Zócalo, en la casita azul de Coyoacán, aluciné con los silbatos de jaguar en Teotihuacán, hurgué en las librerías de viejos en Donceles, bebí pulque en la Antigua Roma. La experiencia de una ciudad puede estar definida de antemano o hacerse camino al andar.

La urbe se puede idealizar, claro, ¿cuántos lugares de peregrinaje cultural no hay en las capitales o pueblitos que tuvieron una coincidencia excepcional de ser cuna o moridero de alguna figura cultural?

En el libro se dice: “Es muy fácil idealizar la Ciudad de México. Convertirla en un destino turístico para fans de Roberto Bolaño”. Y yo agregaría, de Frida Kahlo. Me temo que, de mi experiencia sensorial, recopilé más instantes placenteros que dolorosos. Prácticamente nada de lo último. Al vivir en un lugar, se puede generar una relación problemática. Y mucho más emocionante. La nota para el turismo, va en otro sitio.

El ruido es la banda sonora de una vida posible. Se le puede poner música, karaoke o los pasos de cada cual. Saldaña París entre 2006 y 2015 intentó ser un escritor en la Ciudad de México.

Esa sugerencia pone cuerpo al trabajo literario y, a la vez, hace énfasis en los modos de subsistencia para continuar en la actividad. El tiempo es un recurso de doble filo en la escritura. Por una parte, costos de oportunidad asociados. Por otra, lo que tarda una obra en madurar o lo que se requiere para concretarla.

Las velocidades varían para cada persona. Pregunta, ¿se puede escribir si hay que sobrevivir o si el trabajo consume hasta el cansancio?

Responder a esto es impreciso.

 

Ahorros para el retiro

Además del tiempo, las circunstancias en que una escritura se da o germina son muchas más. No seré exhaustivo. No podría. Saldaña París cuenta de su vinculación a la literatura, trabajando en redacción, edición y traducción. En sus palabras: “He buscado trabajar en lugares donde me regalen libros, aunque a veces lamento no haber elegido un oficio donde me ofrezcan, más bien, seguro médico y ahorros para el retiro”.

Una precariedad del oficio acecha, toda vez que hay un desvío neoliberal de ese escritor profesional que surgió a comienzos del siglo XX y que profitó de la autonomización del campo literario bajo la figura del corresponsal, del cronista.

La precariedad es aún más patente en períodos donde las cosas no van bien, tanto afectiva como creativamente. Son los vaivenes de la vida, pero también subyace la tentación de tirar la toalla en plena ruta o de perder la fe literaria de qué será esa obra en curso el día de mañana frente al qué no está siendo hoy.

Por ejemplo: “La novela que pretendía escribir se había descarrilado, oficialmente: llevaba cientos de páginas de sinsentido, de una prosa abigarrada e imprecisa, engolada y mediocre (…) sabía que tendría que empezar de nuevo”.

La novela es una forma literaria que pide estacionar el cuerpo en una escritura medianamente larga y tendida. Del otro lado, la desesperación de no cumplir con las pulsiones internas: “Pensar en la novela que no estaba escribiendo, que quizás no llegaría a escribir nunca”.

¿Cómo es, entonces, ser un escritor en la Ciudad de México, en un espacio gerontocrático? ¿Lo logró Saldaña París?

En sus primeras publicaciones, el poemario Esa pura materia (2008) y el homenaje al estridentismo mexicano, de circulación limitadísima, en formato cabeza de chancho. Pasamos mejor, al libro La máquina autobiográfica (2012, y reeditado en Chile el 2019).

La pregunta cambia pero persiste: ¿Cómo es ser un escritor en una metrópolis asediada por el ruido, los grandes shoppings y las ruinas del mundo? Sumemos otras urbes. La literatura opera, de alguna forma, como un recorrido entre diversas psicogeografías hechas palabra. La escritura, por su parte, una cartografía de otro mundo en este.

En 2009 el escritor propuso el Método Universal de Poesía Derivada con el fin de “hacer dialogar el poema con el entorno inmediato” y convertirlo “en un paseo” y al paseo, en otra cosa. Del proyecto al trayecto de un flâneur-traductor de imágenes.

Decir esto no es nada nuevo y deja a Saldaña París en una ¿tradición? de escrituras símiles, callejeras, pero indefectibles en lo que a la lectura y los recuerdos literarios se conduce. Una especie de Google Maps de la propia vida en la experiencia, como dice Michele Petit, pública e íntima de lo que se lee.

Y más allá de cualquier fantasmagoría —que deslumbró a Charles Baudelaire, Walter Benjamin, Justo Sierra y tantos otros— la agudización de un existencialismo del capitalismo tardío. Exagero, lo sé, pero ¿qué puede sino el entusiasmo de alguien que traga calle en los tiempos de la velocidad y la inmediatez?

Puedes, perfectamente, nunca salir de la habitación. Hoy aún más. Con las apps que llevan y traen los básicos de la subsistencia. Y de ahí, imaginar experiencias con el Google Street. Es un interesante camino para una escritura no creativa.

De seguro alguien ya lo intentó, aunque imaginar una ruta, una ciudad es una obra por venir. No importa las maneras en que se haya escrito, no se agota y, del otro lado, la ruta y la ciudad siguen siendo la obra de los que no escriben. En la potencia de las cosas, su riqueza.

Del Antiguo Distrito para Cuba, con un recuerdo inventado. No es la fantasía de la digitalización del mundo fenoménico, pero Saldaña París reintenta un texto y revela algo que más que parecer un capricho de las mañas de la escritura, es un síntoma de la humanización de la práctica escritural.

Sí, un tipo de carne y hueso, tomando notas en la terraza de un café de la Plaza Vieja. Por desgracia, la experiencia del Google Street no es posible en ese corazón cubano y solo me contento con unas fotos acumuladas por la compañía para sugerir los contornos del lugar. No importa. El fallo en la escritura o su tentación es lo que la humaniza.

Es posible confrontar la tacha con la reescritura como operaciones textuales. En materia del libro, lo que ya adelantaba: “Me gusta escribir a mano porque así, en vez de hacer correcciones a un mismo párrafo, borrando y añadiendo como en la computadora, empiezo una y otra vez desde el principio, el mismo texto cada vez pero distinto, para evitar borraduras”.

La improbable continuidad es caza y casa del texto. El tiempo es algo que puede volver a inventarse. La escritura inaugura la potencia de las cosas. Como si fuera la primera vez.

O así puede verse en este libro: “Empezar a escribir algo es aprender a escribir de nuevo, a tropezones, siempre con dudas, aunque el texto se haya escrito infinidad de veces en cuadernos perdidos, en cuadernos extraviados que me invento. La Habana es el origen. El texto está empezado siempre”.

 

Una urbe en constante metamorfosis

En esta época, la ciudad es la que contiene todos los elementos a los que nos hemos acostumbrado. Desde el alumbrado eléctrico que cambia la noche hasta la distribución de la llamada infraestructura crítica. Y este monstruo continúa desarrollándose y complejizando aún más su serie de relaciones posibles.

En este libro, puedes estar tocando los latidos de la “vida secreta y más íntima de la ciudad” o sufriendo los embates de la ciudad insoportable. Cuernavaca, Montreal y Madrid son otras habitaciones de este yo en constante metamorfosis.

La exhibición de otras residencias dice algo de la relación con la ciudad natal o conflictiva o pacífica. No hay medias tintas. Montreal y el frío la mayor parte del año. Madrid y la distorsión de los pedacitos de vida. Habitar con otros o una arquitectura del sentido.

Las experiencias en relación a otros cuerpos de carne, hueso y nervios. Y de la propia vida: “La literatura tiene esos milagros: uno puede volver a una escena del pasado y observarla, de pronto, con la mirada del testigo; un testigo capaz de compasión y risa”.

Presenciar, vivir y escribir se compaginan con las formas de apaciguar el dolor articular, repentino, intenso e incapacitante. Con la droga y los diferentes fármacos que entran a posibilitar una vida indolora —lo más que se pueda—, una química de los afectos.

Y de los defectos. Lo insuficiente. O un síntoma del capitalismo realista que describe Mark Fisher, atiborrado de hedonismo depresivo. Ahuyentar el dolor a como dé lugar. En el reverso, una inmortalidad como la descrita en el Rig Veda a propósito del soma, el elixir divino y embriagador.

Saldaña París nos habla de adictos, yonquis y circuitos de rehabilitación. La droga en la escritura funciona como un shock de energía y estímulo o, como dice una muy querida amiga mía, un vértigo entre la anestesia y la adrenalina.

Tal vez escribir con soltura sobre adicciones y consumo libera esa dimensión realista del capitalismo que explota el tedio en la crisis de la experiencia: “Llevaba dos años intentando escribir sin conseguirlo, trabajando en oficinas editoriales, viajando a veces a residencias en el extranjero y consumiendo alprazolam y algunas drogas ilegales con cierta frecuencia…”.

¿Se llega a ser la pipa como en el poema de Baudelaire? Con la droga, una ecualización del sistema sinestésico. No solo con el consumo se pasa a un estado tecnovivo, sino con una enfermedad crónica —como la artritis reumatoide— que produce múltiples conexiones entre la escritura y el padecimiento, ¿es el escritor un cyborg que se mueve anestesiado?

Tras bambalinas, historias de escritores perdidos y secretos. Réjean Ducharme, el escritor quebequense que Saldaña París descubre. En esa línea, lo cautivante que es la experiencia con una escritura no mainstream, entre una obra maestra y una obra muda.

Variantes y casos hay. Pienso, por una parte, la ficción editorial de Las últimas horas de una historia de amor de Henri Pick o la reedición de Una librería de Berlín de Françoise Frenkel, escritores de los que no se tenía mayor información biográfica y que ridiculizan el fetiche “autor”.

Por otra, los escritores que Enrique Vila-Matas compila en su Bartleby & Co. y que destacan por tener una particular forma de vincularse con las prácticas literarias. Así también, se nos cuenta la no-historia de una biblioteca fantasma hecha de indicios y de recuerdos.

Ducharme encarna a ese no-personaje que escribe, del que poco se conoce y es, por lo mismo, difícil de acceder. El autor recorre las calles de Montreal pensando en los posibles pasos que quizás nunca fueron escurridizos, sino nunca existieron.

El encuentro no producido fue una forma de tragar calle y apropiarse de las callejuelas no-literarias y los bulevares culturales.

 

Diásporas y reconstrucciones improbables

Volvamos al archivo, a la música que permite una prótesis (como un ave rapaz en el arte de la cetrería) de vida y muerte en otros lugares. Y su lectura, como una carta de navegación que está en constante cambio, mientras se habita un territorio y que se radica en el recuerdo que se lleva consigo.

En ese sentido, la no-ficción guarda una cantidad de fascículos que esperan su momento. Al yo que del apunte se despunta.

Aviones sobrevolando un monstruo se cierra con una historia entre pérdidas e imposibilidades, diásporas y reconstrucciones improbables. Una biblioteca personal que se funde con otra. En realidad, historias de lectura cruzadas que alimentan una vida en común, una relación amorosa y dejan al descubierto esa fantasía de apego al libro y a su forzosa acumulación.

El escritor sugiere una forma de profundización en el vínculo con su pareja: “y así nos vamos leyendo, y nos conocemos más a fondo por la intermediación de los libros que tenemos o tuvimos”.

Se desciende de ese discurso de autoridad del libro en uno que no presume de lo común, sino en cómo la lectura construye a un sujeto y a una afectividad compartida.

Daniel Saldaña París ha juntado algunos pedacitos de vida, de lectura y los ha fundido en una mezcla de estados no-ficticios, provisorios, tragicómicos y humanizadores de la práctica escritural, quizás más allá de la sinceridad y de la voz, situadas en la propia personalidad.

Con todo, nos ofrenda un libro que sintoniza la cercanía de que quien habla no es un fingidor, sino alguien que siente, piensa y traduce todo lo registrado, en un dial de fluidos y desplazamientos que engrasan una pequeña gran máquina autobiográfica.

 

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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«Aviones sobrevolando un monstruo», de Daniel Saldaña París (Editorial Anagrama, 2021)

 

 

Crédito de la imagen destacada: Samuel Sánchez.