[Ensayo] «Drive My Car»: El largo camino hacia la aceptación y el perdón

El filme del realizador japonés Ryûsuke Hamaguchi —basado en una historia del escritor Haruki Murakami— es considerado una de las mayores obras audiovisuales estrenadas durante el año pasado, en cuanto a su calidad cinematográfica, y entre otros importantes galardones se quedó con el Premio a Mejor Guión y con el Premio FIPRESCI, entregados durante el último Festival de Cannes 2021.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 17.1.2022

Grande, muy grande es esta película que nos adentra en los sentimientos encontrados de sus dos protagonistas, un hombre y una joven que no han afrontado en profundidad las traumáticas pérdidas de sus seres queridos.

Él es Yusufu Kafuku (Hidetoshi Nishijima, espléndido), un director y actor teatral que vio como cambiaba su vida al morir su única hija con tan solo cuatro años. Cambió su vida y la de su mujer Oto (Reika Kirishima) quien falleció de infarto cerebral también temporadas después cuando parecía que ambos remontaban sus vidas. Dos dolorosas muertes que comprimen su alma.

Ella es Misaki Watary (Toko Miura, tan brillante como él) una excelente conductora que acompaña a Kafuku durante el montaje del clásico de Chéjov Tío Vania en Hiroshima. Misaki perdió a su madre en un desprendimiento de tierras que derrumbó su humilde casa compartida. Dejó su aldea y acabó por azar en esa ciudad de memoria traumática.

Hamaguchi firma el guion que se inspira en un relato corto del laureado escritor Haruki Murakami. Pero en un ejercicio inverso el realizador nipón se toma su tiempo para ir profundizando en esas historias radicalmente distintas y sin embargo coincidentes, la película dura casi tres horas.

En mi opinión quizás la correcta primera parte en la que conocemos la terrible doble experiencia de Kafuku podría haberse resumido aligerando el metraje total y a la vez en esa reducción se realzaría —entiendo— la magistral segunda parte en la que se produce el encuentro de esas dos almas rotas.

Debo de advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Sendas de vidas

«El peregrino, la peregrinación y la senda, no son sino mí mismo hacia mí mismo».
Farīdu’d-dīn ‘Attār, Mantiqu’t-tair

Un coche coprotagonista del filme. Un coche distinto transitando por las carreteras niponas, un coche rojo pasión entre la dominancia de lo neutro y anodino, un coche con aire antiguo y a la vez atemporal… un coche muy personal. El coche como símbolo de la propia vida —de la capacidad de elección— de quien lo conduce.

Y las carreteras en las que se mueve como imagen de las sendas de vidas en las que transitamos, las sendas que elegimos, las sendas que descubrimos, las sendas que tal vez nos esperan, las sendas que nos sorprenden, las sendas que nos retan…

Impone la belleza de las imágenes de esas carreteras omnipresentes en el filme con sus estimulantes tramos rectos, sus dinámicas curvas, sus agitadoras rotondas, sus enigmáticos túneles y sus arriesgados puentes.

Sendas forjadas por la naturaleza humana cual ríos terrestres o tal vez constelaciones celestiales. Y en esas sendas múltiples, ese coche como llama en el que Kafuku y Misaki transitan en luz tenue hacia sí mismos.

 

Vanias

«En esencia, lo que tenemos que hacer es ser fiel a nuestro corazón llegando a un acuerdo aceptable con él. Y si realmente quieres asomarte dentro de alguien, tu única opción es mirarte profundamente a ti mismo».

Con ojos llorosos el joven actor que interpretará a Vania concluye con estas sabias palabras su relato sobre Oto a su sorprendido interlocutor. Actor y director están sentados en el asiento trasero del coche rojo en plena noche hiroshimaense, y le acaba de explicar una historia de las que la mujer inventaba en sus noches de pasión, una historia que Kafuku conocía incompleta.

Porque Oto tras la muerte de la niñita se convirtió en guionista de éxito gracias a esa creatividad sexual y su esposo descubrió que no era el único que compartía ese goce sensual. Lo sabía pero nunca se atrevió a confrontarlo con ella por miedo a perderla.

Desde entonces Kafuku carga con la rabia no expresada por su infidelidad conyugal y por su muerte ya que esa noche Oto quería hablar y él cobardemente llegó muy tarde al hogar, le corroe pensar que de haber estado antes junto a ella tal vez la podría haber salvado.

Y ese relato que él conocía incompleto evidencia su miedo a asomarse al vértigo de la verdad que Oto encarnaba y paralelamente a mirarse a sí mismo profundamente.

El relato de su mujer versaba sobre una chica a quien un ladrón deja cada noche un regalo en su habitación. Y Kafuku desconocía que seguía así: una noche ese ladrón intenta violarla y ella lo mata. La chica quiere explicárselo a su chico y afrontar su juicio pero este permanece «despreocupado como siempre». De todos modos su mundo ha cambiado definitivamente, ella sabe que debe asumir su responsabilidad. Claro, clarísimo lo que ella quería expresarle.

Y en la obra que ensayan —que oímos también a menudo en el transitar del coche mediante una cinta de casete con la voz de Oto— Vania lo deja claro: «la verdad no es tan terrible, lo terrible es no conocerla».

Entiendo que nunca es tarde para afrontar a la verdad. En este sentido, esa conversación entre Vanias —el director encarnó el personaje en la capital pero renunció tras la muerte de Oto— entorna la puerta antes cerrada a cal y canto. Una puerta que el propio Kafuku abrirá completamente con la ayuda de Misaki a quien acabará confesándole todo liberándose así de la rígida armadura que lo atenazaba.

 

Fuerzas renovadas

«Los que sobreviven siguen pensando en los muertos. De una manera u otra esto continuará. Tú y yo debemos seguir viviendo. Todo va a salir bien».
Kafuku a Misaki

Bellos gestos y bellas imágenes de Kafuku acercándose a la joven, tras esa conversación entre hombres. Misaki le apoya con sinceridad y él deja de ocupar el distante asiento trasero para sentarse junto a ella.

En esa proximidad, conversaciones, silencios… y el fumar, que define a la conductora y cómplice que el realizador nipón muestra bellamente en sus brazos unidos en alto al cielo nocturno, esos cigarrillos como puntas de estrellas que se funden con las luces de la ciudad en un etéreo celeste.

Kafuku se desnuda anímicamente ante ella y la joven hace lo propio relatando la verdad de su historia, ella también tiene un ambivalente sentir con la madre muerta. Aprendió a conducir tan bien porque la mujer trabaja en clubs nocturnos de la ciudad y Misaki la llevaba de vuelta a casa por malos caminos hasta la aldea, si la despertaba la madre le pegaba con dureza. La quería/quiere y la odia, algo parecido a lo que siente él por Oto.

Y viajan juntos a esa lejana aldea en las montañas nevadas, la imagen de la dificultad, de la dureza y de la frialdad que ella vivenció. Allí Misaki le enseña lo que queda de su hogar e invoca a su madre.

En ese invocar, le explica a Kafuku que la mujer tenía doble personalidad, a veces era madre maltratadora y otras veces era su mejor amiga con nombre diferenciado. No sabía si estaba mentalmente enferma o actuaba para retenerla pero si tenía la certeza que todo venía del fondo de su corazón como forma de sobrevivir a su infernal realidad, lo dice enterrando su cigarrillo en la nieve y observando ese humo sutil como si fuera del fuego del hogar.

Y en dolor rememora su inacción ante el alud mortal, Kafuku le da la mano ayudándola a incorporarse pese que ella le advierte: «está sucia». Un advertir cargado de simbología que él acepta, ya de camino le quiso aliviar su carga comentándole que si fuera su padre la perdonaría.

Hablan los dos, él se culpa por su miedo a afrontar la verdad de Oto y asegura que: «la gritaría, la reprendería por mentirme y me gustaría disculparme por no escuchar, por no ser fuerte, me gustaría que volviera, ojalá estuviera viva para hablar una vez más», al tiempo que —por fin— rompe a llorar.

Y ella se le abraza, él también mientras pronuncia: «los que sobreviven siguen pensando en los muertos. De una manera u otra esto continuará. Tú y yo debemos seguir viviendo. Todo va a estar bien».

En esa voluntad, Kafuku acepta interpretar a Vania sustituyendo al joven que ha sido arrestado por causar la muerte a un reportero, lo empujó porque le había fotografiado. El joven deberá recorrer más camino hasta llegar a sí mismo, hasta llegar al fondo de su agresividad.

Mientras, vemos al experimentado Vania interpretando con brillantez el papel y a su lado una actriz maravillosa quien también puso su granito de arena en ese despojarse de pesadas y dolorosas armaduras.

Vania Kafuku se confiesa según texto como miserable y la actriz cariñosamente le consuela: «Tenemos que vivir nuestras vidas, tío Vania. Viviremos largos días. Y durante largas noches enfrentaremos los desafíos que el destino envíe con paciencia, estamos en el camino».

Palabras similares a las que él dijera a Misaki, quien muy atenta está viendo la obra entre el numeroso público. La obra como reflejo de vidas, la obra como catarsis tal y como entiende el mismo Kafuku quien dijo al joven Vania que «el texto te cuestiona si lo escuchas y respondes».

Parece que para Misaki y Kafuku ese cuestionarse les ha llevado a una mayor aceptación y consecuentemente a una mayor paz. Hamaguchi —amante de finales abiertos— nos muestra un haiku visual de lo que va a ser su vida a partir de ese fructífero encuentro: él vuelve a interpretar, ella —como él— se muestra única y especial.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Drive My Car (2021).