[Ensayo] «El buen nombre»: De padre a hijo

La novela de la escritora de origen indio Jhumpa Lahiri —publicada originalmente en 2003— efectúa un profundo contrapunto del significado salvador y vivificante que tienen los libros, y todo lo que estos nos brindan, a fin de superar los obstáculos propios de la existencia humana.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 14.6.2022

«El lector debe comprender que no podría haber sucedido de otro modo y que ponerle otro nombre habría estado fuera de lugar».
Nikolái Gógol, en El capote

Coincidencias de la vida, dispuesto a escribir sobre esta novela de la laureada escritora de origen indio Jhumpa Lahiri (1967) e integrante de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras, que es un excelente relato que tiene como protagonista de fondo a Nikolái Gógol, en días que este diario cultural ha publicado un brillante ensayo sobre un cuento satírico del gran escritor ruso.

Coincidencias de la vida —algunas anecdóticas como esta y otras cruciales como las que tiene a Gógol como epicentro en El buen nombre— que se dan en todos nosotros pero que a menudo no apreciamos ni valoramos, al menos no lo suficiente.

 

«El capote», de Gógol

La cita del encabezado abre la novela y anticipa ese protagonismo comentado. El capote es un cuento —Gógol fue un gran cuentista y novelista que influyó a muchos autores posteriores como Kafka— que pertenece al libro Historias de San Petersburgo publicado en 1842.

En él, su humilde protagonista ha de gastar todos sus ahorros para comprarse un capote que le proteja del durísimo invierno de la que en aquel tiempo era la capital rusa.

Ese libro lee mientras viaja en tren el joven Ashoke en la novela de Lahiri. Y ese libro le salva en el terrible descarrilamiento del convoy que causa numerosas muertes, el libro de alguna manera le echa un capote para vivir.

Así, Gógol pasa a ser el autor favorito de un Ashoke cuya vida tendrá un antes y un después del sobrevivir al horror.

Y es que tras una larga recuperación, el joven decide seguir la recomendación de su agradable compañero de camarote quien pereció en el accidente. Así —y a pesar de las reticencias de su familia bengalí— emigra a Estados Unidos donde forjará su carrera profesional como profesor universitario y será padre de un chico y de una chica.

Lahiri nos relata ese antes y después del horror de forma amena y bellísima. Vivenciamos —la autora nos mete en la piel de Ashoke y los suyos— una historia que en algunos aspectos es extrapolable a tantas otras ficticias y reales de gentes extranjeras en patria extraña.

Y una historia que pese a contar con personajes femeninos relevantes, pone el foco en dos hombres: Ashoke y su hijo Gógol. Su hijo Gógol, si.

Porque el profesor y su mujer Ashima a pesar de echar raíces en tierra americana, priorizan el modo de ser bengalí. El hombre del tren le alentó a salir de su tierra y a conocer mundo, a vivir y construir su propia vida. Y él siguió su consejo pero sólo en parte puesto que si bien viven en otro mundo, en muchos aspectos viven como si estuvieran en su amada India.

Así, siguiendo la tradición bengalí, darán dos nombres a su hijo, uno que es el oficial y otro que es el mote cariñoso familiar. Y será la más anciana del clan la que deberá escoger esos nombres. Pero como no llega la carta —eran tiempos de correo postal y telefonía analógica— en la que la mujer los da a conocer y puesto que la administración estadounidense les apremia, Ashoke decide nombrar a su hijo oficialmente con el apellido de su autor de referencia.

Un nombre que pertenece a la historia paterna, un nombre que identifica al padre y que condicionará la vida del hijo. Un nombre que en vez de cercanía, creará distancia entre ellos.

 

Ante el progenitor, la ambivalencia

Aunque la madre es importante para Gógol, es el padre su mayor referencia, en sus luces y sus sombras.

En este sentido y como luz, es significativo el día en que la familia va de excursión a la playa en un día ventoso. Padre e hijo caminan hacia un espigón azotado por las olas. Ante el miedo al peligro de la madre, la confianza y el apoyo paterno: «¿Tú que crees? (le pregunta Ashoke a Gógol) ¿Eres demasiado pequeño?, yo creo que no», y añade: «Recuerda que tú y yo hemos hecho este viaje, que hemos ido juntos hasta un lugar donde ya no quedaba a adonde ir». Muy bello ese apoyo, un momento que quedará grabado para siempre en el muchacho.

Pero el hijo conforme crece transita en la ambivalencia de su sentir con el progenitor del que hereda esa denominación que es mucho más que un nombre, Gógol hereda un renacimiento paterno que él desconoce.

Desconoce ese hecho crucial porque incomprensiblemente el padre —qué extraños podemos llegar a ser los adultos— no le explica lo que ocurrió en aquel tren de muertes. Gógol no sabe esa verdad última y durante años lleva muy mal un nombre con el que no se identifica y que en cierto modo dificulta su sociabilización (en el universo yanqui no ayuda tener un nombre ruso siendo además un chico de facciones indias).

En esa ignorancia recibe un Gógol ya adolescente el regalo de cumpleaños del padre, Ashoke le entrega una edición antigua del libro que le salvara la vida, le hace un regalo que es más un auto regalo que otra cosa. Porque Gógol está deseando que su padre le vuelva a dejar solo para así seguir escuchando su música favorita, él pasa del libro, él pasa del padre.

Esa distancia que en cierto modo es normal durante la rebeldía adolescente, se ve incrementada aquí por el no darse cuenta paterno —esa extrañeza comentada, ese estar dormido o alelado en supuesta vigilia— de cómo vive el muchacho llamarse así.

Finalmente Ashoke le explica con detalle lo sucedido a su hijo ya independiente, le explica cómo los equipos de rescate le localizaron al mover el libro de Gógol que aún agarraba en su mano ensangrentada. Y de cómo en su larga recuperación inmovilizado en cama recordaba las palabras de su compañero de camarote: «Recorre el mundo, jamás lo lamentarás», palabras que cambiaron su vida.

Así, para el padre, Gógol evoca no esa noche terrible sino «todo lo que siguió». Bella simbología que ojalá el hijo hubiera conocido mucho antes. Al menos su descontento hubiese sido menor.

 

Dos mundos

Porque Gógol vive descontento por el nombre pero también por el modo de vida de sus padres. Él se siente estadounidense y le cargan cada vez más las salidas obligatorias con familias amigas bengalíes y las largas «vacaciones» en la India que para él son todo un suplicio.

Y aún es más consciente «de la exasperación que siente cuando está con los suyos» (textual) al conocer a los padres de Maxime, su primera relación estable. Gógol valora la relación abierta y distendida casi como de amigos que ella tiene con sus progenitores quienes permiten y potencian que sea ella misma en total libertad.

Todo lo contrario que en su hogar donde imperan las normas, algunas muy arbitrarias ligadas a la tradición. Y es Ashima quien más se aferra al modo de vida bengalí, es ella la más inadaptada al mundo estadounidense. Así describe Lahiri su sentir:

«Ser extranjera es una especie de embarazo permanente: una espera constante, una carga perpetua, una continua sensación de no estar del todo bien. Es una responsabilidad que no cesa, un paréntesis dentro de lo que en otro tiempo fue una vida ordinaria, que se cierra al descubrir que esa existencia anterior se ha esfumado, ha sido reemplazada por algo más complejo y que supone una exigencia mayor. Como un embarazo, Ashima cree que ser extranjera es algo que despierta la misma curiosidad de los desconocidos, la misma combinación de lástima y de respeto».

Esa inadaptación, ese rechazo al país de acogida está en Ashima y está impregnado en el hogar. Y pese a que Ashoke es más abierto, por su carácter poco o nada hace para equilibrar la balanza.

Todo cambiará para Gógol tras la repentina muerte del padre. Regresarán al hogar él y su hermana —quien también rechazó ese modo de vida ajeno— y Gógol intentará equilibrar los dos mundos en su vida.

En esa etapa, se producirá el reencuentro con la figura paterna simbolizado en el ver con otros ojos el libro del autor ruso que Ashoke le regaló ese cumpleaños de adolescencia.

Y en ese retorno de alguna manera renacerá Gógol como hiciera Ashoke tras el accidente. Un renacimiento más bien inverso (la vuelta al mundo de los padres) pero también un renacimiento con sus humanas luces y sombras, esas luces y sombras que también encarnara el padre y que ahora el hijo abraza.

 

La película

La novela fue llevada al cine —con título homónimo— en el año 2006 por la directora india Mira Nair, una adaptación fiel en la que destacan las ambientaciones de esos dos mundos tan diferentes y especialmente el excelente reparto en el que reconocemos a los personajes imaginados.

Es de esas pocas películas que complacen al lector exigente y que para los que no hayan tenido el placer de leer la novela refleja —en la medida de lo posible, nunca es lo mismo— la grandeza del texto.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«El buen nombre», de Jhumpa Lahiri (Salamandra, 2021)

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: El buen nombre (2006).