[Ensayo] El fracaso de toda columna anestesiada

En un país donde el apellido funciona como capital simbólico sedimentado, el rector Carlos Peña González ocupa el lugar del advenedizo letrado: aquel que ingresa al salón oligárquico no por herencia, sino por mérito acreditado, pagando el precio de una lealtad tácita que nunca se explicita pero que estructura con cada artículo dominical.

Por Mauro Salazar Jaque

Publicado el 10.12.2025

«No hay obra que no se vuelva contra su autor: el poema aplastará al poeta, el sistema al filósofo, el acontecimiento al hombre de acción. Se destruye cualquiera que, respondiendo a su vocación y cumpliéndola, se agita en el interior de la historia; solo se salva quien sacrifica dones y talentos para que, liberado de su condición de hombre, pueda reposar en el ser».
Cioran en Breviario de podredumbre

En las últimas horas el rector Carlos Peña ha situado al presidente electo, José Antonio Kast Rist, como un proyecto vaciado de ideología, desertor de la batalla cultural que se refugia en la gestión desnuda del orden. Abundante en seguridad, ayuno de ideas. Discurso balbuceante, sin hilo conductor que lo sostenga, discreto en ideas y con sentido práctico.

Ha calificado también a la derecha liberal como un «sueño que nunca fue», cuyo único «vector operativo» sería el orden sin más atributos. El orden y el nacionalismo como significantes flotantes que no requieren justificación conceptual.

Con todo, las ficciones performativas producen efectos de realidad, y sería posible discernir entre el liberalismo histórico —que nunca existió en Chile— y el liberalismo como horizonte político. Aun así, se desliza la idea de que el liberalismo vive de una promesa que él mismo traiciona, y que esa traición no es accidental sino constitutiva.

El liberalismo necesita presentarse como realización de un horizonte que, por estructura, no puede realizar. Al menos el liberalismo fáctico, autoproclamado, traiciona el espectro y la narrativa de una promesa que lo precede y excede.

Se abren dudas y preguntas: ¿y si cada columna dominical era un ritual de duelo fallido que hoy destila una gestionada melancolía? Tribulaciones de una ficción normativa (racionales, públicos y liberales) que comienza su lento desmoronamiento. Cuando el rector remite la cuestión a una intención fallida de entusiastas, comenzaría a abandonar los performativos que él mismo abrazó.

Tienta la glosa, un día después: el rector Peña habitaría un presente que ya sabe clausurado, invocando un futuro que él mismo ha demostrado estructuralmente imposible. Entonces, necesitamos las escenas de disenso que interrumpen tanto el consenso liberal como la melancolía crítica.

Peña, con todo, oficia el rito sabiendo que el templo medial está vacío, que la palabra entregada a los medios es siempre sacrificada, inmolada en el altar de una actualidad que no retiene nada.

Ni siquiera se trata de invocar la historiografía de Julio Pinto, Verónica Valdivia, Sofía Correa Sutil. Al margen de la crítica glotona —monolítica— que pesa sobre Peña, y que rechazamos categóricamente, no solo por su estética primitiva de la denuncia, sino porque el propio rector ha subrayado que Chile no goza de una derecha propiamente liberal, apenas un residuo que hoy pervive en su mínima expresión, fragmento de algo que nunca terminó de constituirse.

Su «genealogía», dice el rector, descansaría en Jaime Eyzaguirre: devoto hispanista cuya sombra se proyectó sobre la revista Portada, fundada en 1969 por intelectuales vinculados al gremialismo.

Linaje de una tradición que se quiso ilustrada sin serlo, ropaje conceptual para una matriz corporativo-nacional que articuló, en los intersticios del autoritarismo, la combinatoria entre hispanidad católica y neoliberalismo económico: sutura ideológica que la dictadura consolidaría como sentido común, como paisaje naturalizado de lo político.

Aunque Eyzaguirre había fallecido en 1968, su influencia resultó determinante en la configuración ideológica de la publicación: Gonzalo Vial, Fernando Silva, Cristián Zegers, Javier González, Hermógenes Pérez de Arce, junto a Jaime Guzmán y el empresario Ricardo Claro, todos discípulos o herederos de aquella matriz.

La revista articuló el pensamiento nacional-corporativista con el neoliberalismo económico. Una combinación que posteriormente se consolidaría en dictadura. Lejos de toda melancolía por algún «positivismo lógico» (lo verificable), interesan los operadores performativos que moviliza el rector.

Peña advierte que el árbol «genealógico» opera como concepto mixto: más allá del sujeto de fe, dota al término de una sistematicidad que, sin embargo, pierde univocidad en sus hermenéuticas políticas. No habla de una derecha monolítica, pero hace hincapié en otra derecha, la que hoy gobierna, de probada identidad de clase, despojada de los ropajes ilustrados que alguna vez pretendieron distinguirla.

El presidente electo se ajustaría a la norma democrática procedimental, pero no así a las convicciones del liberalismo, donde el poder debería respetar los derechos y las formas de vida cotidiana.

Los riesgos serían entonces la inflación de autoritarismos potenciales, el revival de Jaime Guzmán Errázuriz, la deriva hacia una democracia vaciada de sustancia liberal.

 

La trama de solidaridades que vinculan al rector Peña con los circuitos del privilegio

En lo medular, estas aseveraciones no difieren de los juicios que Peña emitió en 2021, cuando el hoy presidente electo era candidato viable, salvo la mención a la estructura de clases de la derecha, cuestión que no es asidua en su repertorio verbal (¿espectros de Marx?).

Hay que consignar que deslizó críticas al campo de la izquierda, especialmente su abandono de la «agenda universalista» y de las dificultades de Jeannette Jara para devenir segunda fuerza política.

En La Tercera, la frase de Carlos Peña sobre el presidente electo José Antonio Kast, dice: «personalidad modesta en ideas, pero con sentido práctico», (sic) constituye una operación de conjuro que merece ser desmontada en sus pliegues, en sus silencios, en aquello que dice callando y calla diciendo.

El liberal ilustrado nombra al otro como carente de ideas para exorcizar precisamente aquello que lo amenaza: que las ideas del adversario han triunfado, que la «modestia» ha derrotado a la sofisticación, que el «sentido práctico» ha capturado lo que la densidad argumental no supo retener.

Hay aquí una economía de la denegación, operación que el psicoanálisis nos enseñó a leer en su reverso: se niega al otro el estatuto de pensamiento para no admitir que ese pensamiento, por rudimentario que parezca, ha resultado más eficaz políticamente que décadas de columnas dominicales, que todo el arsenal conceptual desplegado desde las páginas de El Mercurio por el rector Peña.

Nuevamente, lo decisivo no reside en la filosofía francesa («mal de archivo»), ni en la acumulación erudita ni en el acervo documental, sino en la torsión del «gesto lector»: de qué modo un texto irrumpe en una coyuntura específica, qué hendiduras cultiva en el orden de lo dado y qué derrama.

En efecto, nadie ha impugnado la densa trama de solidaridades que vincula al rector de la UDP con los circuitos del privilegio, su crítica al «nihilismo juvenil» de 2019, su modelo de expectativas y modernización (su tonalidad adulto-céntrica) que traduce el malestar a patología antes que a política (sin duda se podrían agregar variadas diferencias radicales, legitimas y razonables).

Así, la promesa de que «un sujeto práctico tiende a no incurrir en excesos» opera como «fármaco»: remedio que es también veneno, conjuro que invoca aquello mismo que pretende alejar, palabra que cura y enferma en el mismo gesto.

De esta forma, al nombrar el exceso para negarlo, Peña lo inscribe como posibilidad, lo hace comparecer en el horizonte de lo pensable, le otorga existencia discursiva precisamente al pretender clausurarla.

La frase funciona como auto-consuelo del derrotado, como bálsamo que el vencido se aplica para no mirar de frente la magnitud de lo perdido: si José Antonio Kast es solo un pragmático sin ideas, entonces no hay derrota ideológica del liberalismo, solo alternancia administrativa, mero recambio de gestores en la máquina estatal.

Pero el «suplemento» trabaja aquí su lógica implacable, esa lógica que desmonta toda pretensión de presencia plena: lo que se presenta como ausencia, esa supuesta modestia de ideas, resulta ser presencia excesiva de otra cosa, de un proyecto de restauración que no necesita articularse filosóficamente porque opera en el registro del afecto, del mito, de la pulsión, de eso que la razón ilustrada siempre despreció y que ahora retorna a cobrarle la cuenta.

Esta nota no olvida todo aquello. Con todo, no se trata de suscribir sus tesis ni de compartir sus posiciones, sino de reconocer que la eficacia de una inteligencia política no se neutraliza mediante el desacuerdo. La diferencia con el adversario no exime de leerlo; más bien obliga a atravesarlo, a habitar la incomodidad de su lucidez sin capitular al panfleto del «pulpo dominical».

Pero agotar allí la operación analítica equivale a degradar la crítica al corporativismo resentido, en contabilidad de agravios que clausura antes de abrir.

Más allá de toda pasión triste o divergencia, incluso de aquellas que se asumen insalvables, irreductibles, definitivas, la izquierda habitada por sus melancolías improductivas no ha sabido reconocer, admitir en su radical exterioridad, una figura, por discutir, siempre por discutir, que se resiste a la captura dentro de nuestro campo de inteligibilidad crítica.

No se trata de la gestión táctica de capitales simbólicos, ni de la sola pericia en el manejo de los dispositivos institucionales que la sostienen, aunque ello cuenta, y no pocas veces, sino de la amplitud de una mirada: cogniciones que trazan geografías y temporalidades extensas, que el rector ha desplegado con obstinada persistencia a lo largo de las últimas dos décadas.

 

Tecnologías del miedo

La noción de «gubernamentalidad» permite pensar el pánico no como emoción espontánea, no como residuo arcaico que la razón ilustrada habría de conjurar, sino como efecto de una racionalidad política específica, como producto calculado de un dispositivo que opera precisamente allí donde parece retirarse.

El neoliberalismo no gobierna mediante prohibiciones, esa sería la modalidad disciplinaria, el encierro, el molde, sino mediante la modulación incesante de riesgos: genera un entorno saturado de amenazas donde los sujetos, convertidos en «empresarios de sí mismos», deben gestionar permanentemente la posibilidad del desempleo, la enfermedad, la obsolescencia, la exclusión.

Con todo, el pánico emerge entonces como el tono afectivo de una existencia donde la incertidumbre ha devenido horizonte existencial, donde cada decisión (laboral, sanitaria, financiera, afectiva) aparece cargada de consecuencias potencialmente catastróficas, donde el error no se perdona y la caída acecha en cada esquina.

La biopolítica neoliberal administra poblaciones no a pesar del pánico sino a través de él: producción calculada de alarmas, sanitarias, económicas, securitarias, que mantienen a los cuerpos en estado de alerta perpetua, disponibles para la movilización, incapaces de la pausa que permitiría pensar de otro modo.

El liderazgo de José Antonio Kast introduce una inflexión decisiva en esta economía del miedo: el tránsito del pánico administrado a la cólera movilizada, de la gubernamentalidad fría a la pasión caliente, del sujeto atemorizado que se repliega al sujeto iracundo que demanda orden.

La cólera no es simplemente otra emoción en el repertorio afectivo del neoliberalismo; constituye su reverso complementario, el «suplemento» que viene a colmar aquello que el pánico por sí solo no puede garantizar: adhesión activa, entusiasmo punitivo, identificación fervorosa con un proyecto de restauración.

Donde el pánico atomiza, la cólera aglutina; donde el miedo produce sujetos aislados, la ira genera comunidades de resentimiento que encuentran en el otro, el delincuente, el migrante, el «octubrista», el objeto de una hostilidad compartida.

El «liderazgo colérico» opera mediante una alquimia afectiva precisa: transmuta el miedo difuso en indignación focalizada, convierte la ansiedad flotante en certeza moral, transforma la impotencia individual en potencia colectiva vengadora. Esta operación requiere la construcción de un enemigo con rostro, con cuerpo que puede ser señalado, perseguido, expulsado.

Así, el «delincuente», el «venezolano», el «colombiano», el «comunista» funcionan como significantes que anclan la angustia, que le dan forma reconocible, que permiten pasar del padecimiento pasivo a la acción restauradora.

Esta economía colérica no contradice la gubernamentalidad neoliberal, sino que la completa en un momento específico de su desarrollo: cuando el pánico ha saturado el campo social hasta volverse insoportable, cuando la promesa de que cada quien puede salvarse por sí mismo ha revelado su carácter fraudulento.

Kast emerge precisamente en ese punto de saturación: no ofrece salida del neoliberalismo sino su intensificación autoritaria, no supera el miedo, sino que lo canaliza hacia objetos precisos, no cuestiona la precarización, sino que señala culpables de ella.

El cuerpo mismo de José Antonio Kast, su gestualidad contenida, su dicción controlada, su vestimenta austera, opera como significante de una autoridad que promete restaurar el orden perdido.

A diferencia del líder carismático clásico que seduce mediante la exuberancia, el líder colérico contemporáneo seduce mediante la contención: su ira es fría, calculada, presentada como justa indignación ante el desorden.

 

El mito fundacional de las derechas

Es cierto que Peña se opuso al entonces candidato José Antonio Kast en The Economist, calificándolo de «flagrantemente iliberal», y en 2021 lo retrato de «cavernícola» en el IES. Nadie puede negar ese gesto que sus compañeros de rutas suelen omitir. Pero el análisis debe volverse más atento a las temporalidades: ¿cuándo exactamente se opuso?

La oposición llegó cuando el hoy presidente electo ya era candidato viable, cuando oponerse se había vuelto no solo moralmente necesario sino políticamente conveniente para el orden democrático. Era la hora donde la operación del miedo llegaba a su punto de saturación, a ese umbral donde el dispositivo revela la precariedad de aquello que pretende blindar.

Políticas securitarias, muros visibles que cicatrizan la ciudad, muros invisibles que parcelaron lo decible, segregaciones que cartografía el terror en el espacio urbano, cárceles que funcionan menos como castigo que como vertedero de los desechables: todo el arsenal inmunitario encuentra su coartada en el miedo al contagio, a la contaminación, a la disolución de esas fronteras que garantizarían algo así como una identidad.

La comunidad deviene entonces «comunidad del miedo»: paradójico estar-juntos que no se funda en el «con» sino en el «contra», vínculo cuya única sustancia es el terror compartido al otro, lazo social vaciado de todo contenido que no sea la común voluntad de exclusión.

El «latido mundial» de las derechas señala que no se trata aquí de un gobierno de alternancia circunscrito al ciclo electoral de cuatro años, aunque la contingencia, esa irrupción de lo incalculable que ninguna máquina predictiva logra capturar, siempre reserva sus desvíos, sus pliegues imprevistos.

Se trata, más bien, de un cambio de ciclo: desplazamiento en la distribución misma de lo visible y lo enunciable, reconfiguración de ese reparto que determina quiénes acceden a la palabra plena y quiénes quedan relegados al murmullo inarticulado, al ruido que el orden traduce como amenaza o como nada.

La derecha ha capturado una «mito-política refundacional», operación espectral, trabajo de fantasmas que convocan el orden, la autoridad, la restitución de jerarquías que se pretenden naturales cuando apenas son sedimentaciones de violencias olvidadas, destinada a ocupar el país por bastante más que un lustro.

Hasta que esa porción de izquierda, fragmento superviviente, resto que insiste, residuo atravesado por sus propias contradicciones vitales, por las heridas no suturadas de sus derrotas históricas, por la melancolía de lo que pudo haber sido y no fue, y los progresismos inciertos, esos que habitan la indeterminación sin atreverse a nombrarla como tal, transiten su lento y complejo proceso regenerativo.

Pero esto no comparece como hito mensurable en 48 meses, no se deja apresar en la linealidad del calendario administrativo que rige los intercambios del poder formal.

El proceso será asincopado, poroso, empapado de ires y venires: temporalidad diferida, fuera de quicio, ritmo de espectros que retornan cuando menos se los convoca, de latencias que trabajan en silencio bajo la superficie aparentemente compacta del consenso.

Habrá aceleraciones súbitas, esos momentos en que la historia parece condensarse en un instante, y estancamientos que parecerán eternos, que harán de la espera una forma de vida y de la paciencia una disciplina forzada. Irrupciones que desbaraten el orden policial, que hagan comparecer a quienes no tenían parte en el reparto, y repliegues que restauren la lógica de la distribución desigual.

La «parte de los sin parte» no emerge según cronogramas predecibles; irrumpe cuando la saturación del dispositivo abre grietas inesperadas, cuando la promesa se revela como lo que siempre fue: estructura de aplazamiento sin redención garantizada, diferencia que trabaja el cuerpo social impidiendo toda sutura definitiva.

 

La izquierda: «política de la aporía»

Las políticas de izquierda, si aún cabe sostener esa nominación sin que se desmorone entre las manos, no son gobierno. No se le puede exigir a un gobierno que sea de izquierda, habría que decirlo con todas sus letras, asumiendo el peso de lo que esa afirmación desmonta.

Dicho de otro modo: si la crisis ha devenido el estado de excepción convertido en regla —esa normalización de lo anómalo que ya no escandaliza a nadie—, ¿aguardamos el milagro, esa reversión especular donde la crisis se transformaría en su contrario, o más bien transmutar la regla en juego, hacemos del tablero mismo el objeto de una intervención que desbarate sus coordenadas?

El milagro, de un lado, sería precisamente eso: aguardar la presencia, mesianismo sin mesías, estructura de la promesa vaciada de todo contenido positivo que pudiera colmarla. Distinción ontológica antes que política, o política que sólo puede pensarse desde esa fractura ontológica.

De otro lado, ser gobierno implica obligatoriamente, sin escapatoria posible, administrar, gestionar, calcular: inscribirse en la economía del cálculo, en la lógica de medios y fines que reduce lo político a técnica gubernamental.

La noción misma de gobierno permanece atrapada en el tiempo de la administración, en esa temporalidad homogénea y vacía que mide, dosifica, programa. Y sigue en vilo la aporía, irresuelta, quizá irresoluble.

El gobierno puede ser, concedamos, más o menos progresista, más o menos partidario de causas públicas, más o menos democrático en el sentido procedimental del término. Pero no sé si puede pedírsele que sea de izquierdas, salvo que por izquierda entendamos un proyecto con vocación hegemónica: captura del aparato estatal para la implementación de un programa, ocupación del lugar del amo con otro contenido, pero idéntica estructura.

Si por izquierda entendemos otra cosa —la interrupción del orden, otra forma de habitar la experiencia, ese desajuste que hace comparecer lo que el reparto vigente excluye—, entonces todo intento de institucionalizarla, de traducirla a la gramática estatal, de volverla gobierno, constituye un salto al vacío que no conduce a ninguna parte.

Quizá, y esto habría que decirlo sin culpa, sin la melancolía del renunciamiento, no se puede ir más allá de un progresismo de la reforma. Ni siquiera de izquierdas: progresismo a secas, gestión de lo existente con correcciones en los márgenes. Pretender sacarlo de su praxiología centrista, de su racionalidad gestional, carece de todo realismo y resulta, digámoslo, tedioso. Intensamente agobiante. Inviable.

Y sí, quizá habría que dejar de lado la crítica al progresismo, no por desprecio, sino como deslinde, como desmarque, como decisión de habitar de otro modo.

El progresismo, si acaso es posible saber qué significa tal término, cree que es posible ocupar el Estado, tener un lugar de poder dentro del tablero, mover las piezas a favor de los desposeídos sin alterar las reglas del juego.

Pensar desde la izquierda, si eso aún significa algo, sería hacerse cargo de las aporías que el progresismo oblitera, forcluye, desconoce: la aporía del «gobierno de izquierdas», esa imposibilidad constitutiva que ninguna buena voluntad resuelve.

Otra relación con el progresismo —la del acompañamiento crítico, la de la vigilancia fraterna— derivaría en desgaste, en crítica extenuante que no fertiliza ninguna tierra, que no abre ningún espacio, sino que clausura en el resentimiento compartido.

Quizá baste con la aporía. El gobierno es, o deviene inexorablemente, orden policial: distribución de cuerpos, asignación de funciones, gestión de poblaciones, administración del reparto que determina quién tiene parte y quién carece de ella.

La izquierda, si ha de merecer ese nombre, debe ser «política de la aporía» y no policía progresista: habitar la imposibilidad sin resolverla en falsa síntesis, sostener la pregunta sin precipitarse en respuestas que clausuren, interrumpir el orden sin pretender fundar otro orden igualmente policíaco.

Y qué decir del apellido Peña González, sin partícula, sin linaje, sin blasón, pero sin ninguna ingenuidad política, inscribe una marca de clase que el discurso ilustrado debe permanentemente conjurar. La voz no derechista en El Mercurio, aunque táctica, opera como suplemento: añade aquello que el diario no posee (legitimidad progresista, densidad conceptual, coartada liberal) revelando precisamente la carencia que pretende colmar.

En un país donde el apellido funciona como capital simbólico sedimentado, Peña ocupa el lugar del advenedizo letrado: aquel que ingresa al salón oligárquico no por herencia. sino por mérito acreditado, pagando el precio de una lealtad tácita que nunca se explicita pero que estructura cada columna dominical.

Queda pendiente, sin embargo, un debate con estas líneas que apenas se esbozan: la cuestión del «post-concertacionismo» y del liberalismo como dique (fallido) de contención frente al retorno de lo vernáculo reprimido; eso que la modernización acelerada creyó haber superado y que hoy irrumpe bajo formas imprevistas, refractarias a la gramática ilustrada.

Ese retorno no es imputable a Peña; excede con mucho su figura y su discurso. Quizá lo que el rector de la UDP performa sin confesarlo, es la crisis de un modo de intervención que confundió la densidad argumental con la fuerza instituyente, que creyó que nombrar el mundo desde el concepto equivalía a transformarlo

Por fin, la aporía, no es un punto de llegada, sino la condición de lo político. Hay que decidir en medio de la aporía y no contemplarla. El fracaso de toda columna anestesiada destila una modernización imposible de perpetuar en su centrismo como vía intermedia del desarrollo terciario.

 

 

 

 

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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).

 

Mauro Salazar Jaque

 

 

Imagen destacada: Carlos Peña González.