[Ensayo] «El juego del calamar»: La pedagogía de los abismos

Este es el segundo texto que nuestro redactor catalán dedica a fin de escudriñar los significados estéticos y audiovisuales de la serie surcoreana que dirigida por el realizador Hwang Dong-hyuk rompe récords de audiencia y de visionados desde su estreno a través de la popular plataforma Netflix.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 30.11.2021

«Cuando tropiezas, ahí está tu tesoro».
Joseph Campbell

Planteada como una metáfora de la deshumanización de nuestro mundo global —el cual está cada vez más dominado por el interés económico y la competitividad— esta espléndida serie surcoreana nos muestra que incluso —o precisamente— en el peor abismo pueden desarrollarse potenciales humanos no reconocidos.

Porque por muy cruda que sea la realidad personal o social —la ficticia de esos personajes y la nuestra del día a día— cada uno es libre de elegir con qué actitud la vivencia y esa decisión suele determinar tanto su presente como especialmente su futuro.

Dong-hyuk nos muestra las distintas actitudes de los protagonistas ante su dura realidad —dentro y fuera del perverso juego— y precisamente en esos acertados retratos humanos es donde a mi entender se esconde la mayor pedagogía de la obra audiovisual.

Debo de advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

De niños y adultos

«Crecer es una oportunidad y un derecho que todos los seres humanos poseemos. Si todo está en la mente y en el corazón del hombre es muy importante que éste reconozca su propia naturaleza y actúe de acuerdo a ella».
Federico González Frías

Seong (excelente la interpretación de Lee Jung-jae) es el protagonista principal de la serie y quien acaba siendo el vencedor del juego a pesar de que de entrada no parece ser ni el más fuerte ni el más inteligente de los contrincantes.

Se nos muestra cómo es su vida antes de participar en esa competición perversa, él se aloja en la humilde vivienda de su madre, no tiene trabajo desde hace mucho tiempo y ve poco a su única hija quien vive con la madre y su nueva pareja en un barrio acomodado.

Su actitud ante la vida, ante las pérdidas que ha sufrido, es la no asunción plena de la realidad. Engaña a su madre y a su hija, las engaña o cree que las engaña en un patético engañarse a sí mismo que le hunde cada vez más en su abismo personal, un abismo que tiene en lo material su aspecto más visible.

Seong pretende solucionar sus deudas arriesgando en apuestas lo poco que puede ahorrar la madre, una mujer ya mayor y enferma que carga con la responsabilidad que él no asume.

Carga con ella porque su hijo se comporta como un niño incapaz de crecer, como un niño apenas adulto. Incluso su hija preadolescente es más sensata que él, y a menudo invierten los papeles y es la niña la que le aconseja o le protege consciente de su inconsciencia.

Entiendo como virtud el que Seong tenga a su niño a flor de piel, que haya cuidado ese niño que todos somos, y del mismo modo es de resaltar su nobleza de corazón muy por encima de la mayoría de los que serán sus compañeros y contrincantes de juego.

Pero todas esas virtudes de poco le sirven ni sirven a su entorno si no asume como adulto su situación personal, si no desarrolla sus capacidades para responsabilizarse de su vida. Y en este sentido esa cruel competición será para él la trágica forma de lograrlo.

No es el único protagonista del juego que ostenta esa falta de responsabilidad adulta, varios participantes se comportan como niños, niños egoístas que reclaman protagonismo y atención. Desde el matón que lidera un grupo de hombres de nula empatía a la mujer que cree que su sobreactuar le abre puertas.

O el buen hombre de gran corazón que trágicamente en su inocencia sin autoprotección adulta se deja engañar fatalmente por su compañero lobo con piel de cordero.

Ese lobo es Cho (Park Hae-soo), un tipo muy inteligente quien llegó a lo más alto en el mundo de las finanzas para acabar cayendo en un gran abismo por su falta de escrúpulos, un agujero negro que está punto de tragarse todo lo que su madre ha conseguido con gran esfuerzo a lo largo de su vida.

Cho en su infancia fue buen amigo de Seong pero para nada ha mantenido esa inocencia en sí y hace tiempo que también ahogó su corazón. En él priva la mente adulta que fríamente elucubra sin apenas dejar espacio al sentir.

Los dos amigos son los finalistas del juego junto a la joven Kang (Jung Hoyeon). Ella es una mujer potente que se relaciona muy poco con los demás porque afirma no confiar en la gente y al igual que Seong para ella la cruenta contienda supondrá una necesaria transformación.

Kang romperá su coraza en el juego de parejas —qué intensas vivencias en ese juego— gracias a la entrega de corazón de su también joven compañera. Es bella la larga conversación que tienen ambas antes de que concluya el tiempo de juego, la compañera logra que Kang salga de su encierro y se da cuenta de que ella tiene más motivos para vivir.

Así que se deja ganar, y a pesar del enfado inicial de Kang la convence con un sentido: “Yo no tengo nada, tú tienes motivos para irte de aquí. Si alguien tiene una buena razón, debe irse. Gracias por jugar conmigo”. Y las lágrimas afloran en el duro rostro de quien decía no confiar en la gente, bellísima escena.

Una transformación a las puertas de su propia muerte pero que será de gran ayuda al ganador del juego para afrontar la batalla final.

 

La batalla como espejo

«Quien se ha vencido a sí mismo tiene como amigo a su propio ser. Mientras que aquel que no lo ha hecho lo tiene como enemigo».
Bahgavad Gita

Palabras sabias las del libro sagrado hinduista, que es un gran poema épico en torno al dilema moral de un hombre que está obligado a participar en una guerra fratricida, un gran maestro le enseña cómo afrontar esa batalla que en realidad es interior.

Seong tiene como “maestra” a Kang en el momento previo al último juego. La joven —profundamente transformada tras el enfrentamiento por parejas— le recuerda que él no es como la mayoría en un momento de rabia en el que estaba dispuesto a matar.

Kang es “maestra” amiga, y Cho —el hombre a quien quería matar— su “maestro” enemigo…

Llega el juego final que será a dos, se enfrentan los “amigos” antagónicos. Una batalla en la arena cual gladiadores, una lucha del todo vale que se inspira en el infantil juego coreano que da título a la obra.

En esa batalla fratricida, la máxima tensión y la plasmación de la eterna lucha entre el “bien” y el “mal” en un juego de espejos en el que ambos contendientes se recuerdan y se reconocen.

Seong ha cambiado, elige atacar y empieza tramposo tirándole arena a los ojos a su oponente mientras le recuerda que jugaron a ese juego juntos en su infancia, momento en el cual simbólicamente comienza a llover (las aguas de los tiempos y de las lágrimas derramadas ya sea en alegría o dolor).

Pero antes de luchar, Seong le recrimina a su amigo de infancia el haber matado a Kang, el lobo se justifica con un falso “sólo acabé rápido con su dolor” pero nuestro héroe —a estas alturas ya lo es— replica que podría haberse salvado si hubiera sido atendida.

Aflora la verdad, Cho la degolló para evitar —sabe del gran corazón de su amigo— que parara el juego utilizando el comodín de la votación mayoritaria. Y es entonces cuando Seong le espeta que si no hubiera sido por ella ya estaría muerto.

Cho es el espejo de Seong (y del mismo modo a la inversa), gracias a él el héroe logra sacar fuerzas que él mismo desconocía, de ahí que gane el duro combate cuerpo a cuerpo.

Y cuando lo tiene reducido lo golpea descargando su inmensa rabia —al sistema, a tantos personajes carroñeros cómo su amigo de infancia— nunca antes expresada: “tú los mataste a todos”, sublime descarga.

Podría matarlo pero no lo mata, le mira a los ojos en su rotunda autenticidad y se dispone a salir del área calamar como vencedor único.

Pero retrocede (no quiere cargar con más muertes ni con ese dinero manchado de sangre) y le propone terminar —renunciar al dinero, renunciar a seguir en manos del dinero— para salvar sus vidas recordándole su infancia común y ofreciéndole su mano con un bello “vamos a casa”.

Lo dice en esa área de juego que más que un calamar parece una casa, el hogar de la inocencia infantil que uno conserva y el otro ha asfixiado.

Ante tanto corazón, el amigo de infancia que se descubre enemigo de sí mismo, resuelve suicidarse rajándose el cuello, “lo siento”, le dice asumiendo su cobardía y añade un desesperado “mi mamá”; son las últimas palabras de un hombre que se ha visto en el espejo y no puede soportarlo, no puede soportarse. Más carga dolorosa sobre Seong.

Acabado el juego dejan al ganador tirado en la calle aún lloviendo y es un hombre que arenga a los apresurados ciudadanos quien se le acerca sonriente y le dice “cree en Jesús”.

De alguna forma, Seong como Jesús carga un gran peso que más que propio es de la enferma sociedad a la que pertenece.

 

La mutación del héroe

«Heroico sólo puede ser el individuo que ha erigido su “propio sentido”, su noble y natural obstinación, en su destino. Si la mayoría de los hombres tuviesen ese valor y esa obstinación, el mundo sería otro. […] El hombre que posee el obstinado “sentido propio” no busca ni dinero ni poder. […] Éste sólo valora una cosa: la misteriosa fuerza en su interior, que le alienta a vivir y le ayuda a crecer».
Herman Hesse

Por ese gran peso y por encontrar a su madre muerta al regresar al hogar, Seong se encierra en sí mismo. Se siente desbordado por tanto mal y dolor vivenciado, no es capaz de encontrar el sentido a todo lo ocurrido.

Lo vemos en estado semi-catatónico convertido en uno más de los muchos desahuciados que sobreviven en los márgenes del sistema. Un auto-marginado que se siente derrotado a pesar de haber vencido en el juego del calamar.

Todo cambia el día que es llamado por la organización de esa competición perversa y descubre que el gran jefe es el anciano amigo que fue su compañero en el juego de canicas a dos y a quien creía eliminado de por vida como los demás participantes.

En la conversación que mantienen y en la apuesta que ese hombre enfermo terminal le propone, Seong encuentra el sentido de todo lo vivenciado. Se da cuenta de que ese juego se crea como divertimento para unos personajes que justifican su crueldad extrema en la crueldad social dominante.

Ganar la apuesta a ese hombre de corazón muerto incapaz de ver humanidad despierta a Seong de su parálisis anímica y vital. Ahora sabe qué hacer, recuerda quién es, recuerda que es persona y que no es el único así —ese hombre que auxilia a un semejante en la simbólica gélida noche— entre tanto personaje perdido. Así, emplea el dinero ganado para cumplir los deseos de las personas que le acompañaron en ese juego, especialmente los de sus dos queridos “maestros” Kang y Cho.

Y cuando se dispone a cumplir su propio deseo, reencontrarse con su hija ya como adulto responsable de su vida, se da cuenta de que sigue siendo preso de esa perversa organización que continua captando personas al límite para nuevas ediciones de crueldad.

Así es que, vuelve para acabar con ese cáncer del control y la manipulación postergando su interés personal. Es ya héroe absoluto. No sabemos qué hará, quizás se dedique a desmantelar la organización cómo pretendiera el policía infiltrado. Es un final abierto que probablemente signifique una nueva temporada.

El listón está muy alto, será difícil superar lo visto… con esta premisa, la pregunta: ¿ganará el desmesurado afán de dinero que la serie denuncia?

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: El juego del calamar (2021).