[Ensayo] «En la ciudad blanca»: El tiempo se disuelve en Lisboa

El filme del realizador suizo Alain Tanner —protagonizado por el actor Bruno Ganz— corresponde a un viaje existencial que inserto en la geografía y en las calles de la bella capital portuguesa, especula en un lenguaje de expresión audiovisual acerca de los conceptos de amor y de libertad.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 29.11.2020

«Fue su quietud la que me fascinó y en seguida creí comprender su voluntad secreta: Abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Parecía que espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de lejana y absoluta libertad en el que el mundo había sido suyo».
Julio Cortázar

Recuerdo con agrado mi despertar cinematográfico entre las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado. Una adolescencia y juventud de incipiente libertad personal y social, tras la muerte del dictador Francisco Franco se abrió la veda a tanta cultura censurada.

En esa dinámica de apertura se multiplicaron las pequeñas salas de cine de autor en Barcelona, las conocidas como salas de “arte y ensayo” de la que hoy subsisten bien pocas.

En esas salas descubrimos —descubrí— películas de grandes cineastas como Herzog, Bergman, Fassbinder, Rohmer, Tati, Renoir, Bertolucci, Visconti, Oshima y Kurosawa…

Era todo un ritual, el leer el folio —a dos caras— con la ficha de la película elegida antes de disfrutarla en versión original pudiendo oír —por fin— las voces de los actores en lugar de los habituales y no siempre afortunados doblajes.

En la ciudad blanca es uno de esos filmes en mi memoria, recuerdo especialmente el reloj inverso que preside el bar lisboeta al que acude el protagonista, me sedujo entonces y aún me seduce ahora.

 

Lisboa

En la bella capital atlántica transcurre la acción de esta excelente película. Lisboa, la ciudad de las siete colinas, la capital de Portugal un país a menudo olvidado por Europa, especialmente por España. Somos vecinos, compartimos península pero parece que para los españoles los Pirineos son la frontera oeste y no la norte. Triste ese relegar, ese casi no mirar porque —entre otras cosas— Portugal y en concreto Lisboa evocan poesía.

Tanner lo siente así y nos ofrece una bellísima mirada de la capital lusa —pausada poesía visual— con atención especial a su puerto y a las calles del barrio antiguo con sus carismáticos tranvías y el bullicio de sus gentes.

Allí transita Paul (interpretado con brillantez por el mítico Bruno Ganz) en su intento de dejar atrás aspectos de su vida que no le satisfacen, en su búsqueda de una mayor libertad…

 

«En la ciudad blanca» (1983)

 

Libertad y espacio-tiempo

Paul es mecánico de un buque mercante que ha atracado en Lisboa, lo vemos feliz pisando —por fin— tierra firme. Con su cámara cinematográfica filma todo aquello que le llama la atención, lo hace cual niño de mirada inocente. Tanner nos muestra las imágenes amateur que capta su protagonista. Y esas imágenes tomadas a pulso consiguen que veamos a Paul como alguien cercano.

Antes de proseguir debo advertir de los inevitables spoilers en el análisis que sigue.

Empatizamos con su sensación de libertad, él que trabaja en un espacio reducido controlando la maquinaria del buque ahora sale al mundo con ganas de experimentar. Él muy condicionado por un trabajo esclavo al igual que tantos espectadores en sus vidas de indeseada rutina.

Y entra en un bar para tomar su primera cerveza de asueto. El realizador suizo se recrea en esa escena con marcado significado. Lo vemos en la barra saboreándola y sonriendo al observar el peculiar reloj que tiene en frente.

Un reloj inverso, un reloj tal cual el reflejo en el espejo de un reloj convencional. La sensación de inversión del tiempo, de retroceder en el tiempo.

Paul conversa con la joven camarera que le ha atendido, los dos cara a cara en una barra de bar que actúa de eje y la cámara que bascula de un extremo a otro de ese eje a la par que ellos hablan.

“Está al revés”, comenta Paul, ella responde que: “No, él marcha bien, es el mundo el que marcha al revés”. Y él le sigue el juego afirmando que “si todos los relojes fueran al revés, el mundo iría como tiene que ir”.

Una breve conversación cómplice y unas imágenes simbólicas que conforman toda una declaración de intenciones: el interés de Tanner por explorar el espacio–tiempo y paralelamente retratar la atracción erótica y el amor humano.

Porque hay química entre ambos, de ahí que Paul decida alojarse allí —es el bar de una pensión— sin idea de tiempo de permanencia. Nuestro protagonista está experimentando una mayor libertad en su vida buscando zafarse especialmente del control temporal, como si quisiera parar el tiempo para evitar envejecer.

Lo vemos escribiendo una carta a su mujer —sorprendida por su insólita decisión unilateral— en la que le explica: “Soñé que abandonaba el barco y me iba a la ciudad alquilando una habitación” (lo hecho) añadiendo un enigmático: “me quedaba esperando, inmóvil. Soñé que la ciudad era blanca, que la habitación era blanca y que la soledad y la calma también lo eran”.

O —entiendo— el deseo de alcanzar el simbólico blanco de paz y de reseteado vital. La página en blanco donde todo está por escribir, todo es posible, en ese blanco el espacio–tiempo está esperando ser creado.

Paul se siente plenamente libre, vive sin programación, dejándose llevar por lo que le place, actuando en función a lo que surge en cada momento.

En este sentido es bella la escena en la cual lo vemos caminar en libertad por el puente sobre el mar lisboeta con el sonido de fondo de los coches o el ritmo “musical” del ajetreo generalizado propio de las sociedades occidentales tan pautadas por el tiempo y del que él se siente liberado.

Explica cómo vive su libertad en una nueva carta a su mujer: “El tiempo se ha disuelto. Por la mañana bebo pero ya no hay mañana, tarde ni noche. También bebo por la tarde y por la noche. Duermo de día. Nada existe en realidad. El silencio es pesado y ligero. Soy un embustero que intenta ser sincero”.

Confiesa ser un embustero que intenta ser sincero porque en ese disolver el tiempo, en ese dejarse en libertad se da cuenta —ni que sea en parte— de su contradicción especialmente en lo referente al amor.

 

Bruno Ganz en una escena de «En la ciudad blanca»

 

Libertad y amor

Paul periódicamente se comunica con Elisa —así se llama su mujer interpretada por Julia Vonderlinn— Le escribe cartas y le envía todas sus filmaciones, una comunicación sin contacto directo, Paul elude hablar directamente con ella por teléfono.

Se nos muestra la extrañeza de Elisa al saber de su decisión de abandonar su trabajo sin más certezas. Y a pesar de ello “tolera” esa decisión unilateral, y le responde cariñosa sin exigencias pero si con sinceridad: “no puedo entender tu no hacer nada”.

E incluso reacciona sin ira cuando él le confiesa que ama a Rosa (Teresa Madruga) la camarera que le atrae y a la que filma haciéndole la habitación. Paul se lo explica sin atisbo de empatía afirmando que las ama a las dos, que siente confusión y felicidad.

Elisa le responde un sentido: “Me alegra ser una de las dos mujeres que amas. La otra puede hablarte, tocarte. Yo veo imágenes y recibo cartas raras de Lisboa”.

Tanner nos la muestra escribiéndole con expresión preocupada observando un navío —que le conecta a Paul— en una luminosa escena exterior que vira al artificialmente iluminado salón de billar donde él juega rodeado de hombres.

Un contraste que a mi entender pretende visualizar las distintas capacidades de entender de ambos. Mientras Elisa va viendo con claridad el autoengaño de Paul que pone en peligro su relación, este transita en el cómodo no ver más allá de sí mismo. Paul juega sin ser consciente de las implicaciones que se derivan de su jugar. Elisa se lo deja claro en uno de sus escritos: “si quieres jugar reparte mejor las cartas”.

Paul quiere mayor libertad pero sin darse cuenta de que el amor requiere consensos. No se plantea qué opinan “sus” dos mujeres sobre su “amor libre”. Así, en su falta de empatía pierde a Rosa, la joven está enamorada y al sentir la confusión de él decide marchar sin dejar señas. “El problema eres tú”, le suelta ella en su última noche juntos.

Ese abandono hará que Paul decida regresar con Elisa aceptando que no va a ser fácil rehacer su relación (“la guerra” que tal vez pierdan, en palabras de ella), lo vemos lanzando botellas de alcohol con rabia al espejo de su habitación. La rabia de perder a una mujer amada (Rosa) y la rabia —quizás— de no ser capaz de ver e indagar en su confesada confusión.

En la última escena en el tren rumbo a su hogar, Paul observa a una bella joven, él con su camiseta manchada de sangre por una cuchillada absurda, una mancha roja justo sobre el corazón. Y él que la imagina filmada en su cámara como hiciera con Rosa, Paul capta mujeres porque “las mujeres son demasiado hermosas” tal y como le escribe a Elisa.

Así es él, el capitán de su barco lo conocía y le llamaba Axoloti. Paul averiguó que significa ese nombre gracias a Elisa. Axoloti es la larva de una salamandra mexicana que en su día impresionó a Julio Cortázar:

“Fue su quietud la que me fascinó y en seguida creí comprender su voluntad secreta: abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Parecía que espiaba algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de lejana y absoluta libertad en el que el mundo había sido suyo”.

Al parecer el capitán lo conocía mejor que él mismo, Paul añora ese remoto señorío en el cual él es el señor de todo, de todas. Pero la realidad ahora y aquí es distinta, la mayoría de mujeres —afortunadamente— no quiere ni necesita un señor.

La mujer —como el hombre— busca a un igual en la diferencia con el que compartir, busca a alguien que empatice con ella y que sepa amar. Porque amar es vivir más allá de uno mismo, es vivir en cada amada o amado.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Dans la ville blanche (1983).