[Ensayo] Katherine Mansfield: La clarividencia de ver a la muerte recostada

Se trata de una hipótesis muy manida, que pasa por las biografías de Moliere, Chejov, Kafka, Thomas Bernhard, por citar solo a los tuberculosos, pero que también transita por las existencias de Dostoievski, Proust, Flannery O’Connor y de Roberto Bolaño: la lucidez creativa que concede contemplar el hecho de dejar de vivir, al lado mismo de nuestra almohada.

Por Leonel González de León

Publicado el 11.1.2023

Katherine Mansfield (nacida de apellido Beuchamp en Nueva Zelanda en 1888), fue hija de un padre comerciante y una matriarca y se crio en una casa mujeres (esto se ve en Marriage a la móde, de 1908). Reniega desde joven de su identidad colonial y salta a la metrópoli a la primera oportunidad, buscando: «empujarlo todo tan lejos como sea posible».

A los trece años se muda a Londres, donde se enamora de la figura de Oscar Wilde. Aprende a tocar violín y cello e interpreta papeles secundarios en el teatro. Por decisión de sus padres debe volver a Nueva Zelanda, provincia sin roce literario, echando a perder sus ilusiones artísticas.

La vida familiar le aburre y convence a sus padres para volver a Londres. Publica en periódicos y revistas, y en 1911 aparece En una pensión alemana, su primer éxito.

Aquí empieza a mostrarse mordaz ante la sociedad burguesa (Flaubert es una constante en sus notas de lectura), con un estilete amargo para penetrar la hipocresía de la clase acomodada. Este volumen le valió algunos comentarios en los círculos literarios de Londres, circulando de mano en mano en plaquettes autoeditados.

Lesbiana precoz, bisexual más adelante y siempre poeta: colofón a una personalidad extravagante. En sus veintes se embaraza y aborta, para su alivio, aunque luego lo lamenta. En esa época se contagia de gonorrea, que la vuelve infértil, además de dejarle episodios repetidos de artritis que limitarán su movilidad, como un primer contacto con la enfermedad, que será una ruta constante: en 1911 se le detecta un derrame pleural, primera manifestación de la tuberculosis, con la que vivirá durante once años.

Se casa con John Middleton Murry, poeta, editor y crítico muy respetado, con suficientes contactos para generar un buen lobby. Esto le dará beneficios póstumos, incluso. Son una de las parejas más sonadas en la rosca literaria del Londres de 1915, siempre a la moda y en la jugada.

Fueron muy cercanos a D.H. Lawrence y a su esposa, con quienes hicieron el experimento de vivir las dos parejas en producto cartesiano. Convive y se cartea con los Huxley, los Woolf y con Bertrand Russell. Siempre recordará los almuerzos dominicales del grupo, igual que las cenas de Navidad, aunque a veces deseaba escapar de todo aquello.

 

Los montajes de John Middleton Murry

A medias de la introducción a sus Diarios, publicados por primera vez en 1927, John Middleton Murry, viudo y heredero, confiesa que le resulta difícil evaluarla en forma crítica. De ahí la necesidad de crearse un «ángel de la guarda» que lo acompañe tras la muerte de su amada. Se la inventa y la materializa a través del volumen editado por él.

Al hablar de la publicación póstuma, existe otro rasgo común: la manipulación, tal como hizo Max Brod con Franz Kafka. Aquí son valiosas las investigaciones de la argentina Eleonora González Capria en el estudio previo a Sopa de ciruela, recopilación de los cuadernos de Mansfield publicada en 2022 en Buenos Aires.

Los diarios nunca existieron, dice Capria, y tampoco la mujer hipersensible a los pétalos de las flores del campo, agonizante cada noche e impotente ante sus proyectos inalcanzables. Hay una tergiversación, no solo la obra sino la imagen tras la publicación de los diarios que parecen ser una maniobra para crear la imagen de una mujer romántica, tocada por la enfermedad.

Es un montaje creado por Murry para perpetuar la imagen de su mujer y hacerla más comercial, a partir de una selección de fragmentos de las anotaciones que siempre llevó, una mezcla desordenada de cartas, bocetos de relatos, escenas sueltas y repetidas varias veces, telegramas, recetas de postres y listas de compras para la despensa.

Así, es difícil saber cuánto de los Diarios se debe a Murry y cuánto a Mansfield. La imagen creada por él, y reforzada por las editoriales, es etérea, queriendo presentarse él como médium del alma flotante de la difunta. Lo más creíble es el deseo de escribir y la lucha cotidiana para encontrar tiempo y concentración mientras gasta el día yendo de su cuarto a la cocina, contra la promesa de acabar un libro antes de fin de mes.

 

El lenguaje de la tuberculosis

El té, rasgo principal del colonialismo británico, aparece en todo su trabajo: cuentos, cartas, cuadernos y nouvelles están todos salpicados de Camelia sinensis, igual que de frases en francés, aunque nunca llegó a dominarlo.

Le pesan el paso del tiempo y el progreso de la enfermedad mientras gasta el tiempo en minucias. Anhela retirarse para vivir a solas en un cuarto, y que se le deje la comida en la puerta para no interrumpirla, hermanándose con Franz Kafka, otro tuberculoso impotente. Para ambos, la vocación literaria es una carga muy pesada y jamás un disfrute, sino un refugio para su incapacidad vital.

Se antoja pensar que se leyeron y que compartieron ideas del tormento de no escribir, aunque resulta imposible por los tiempos de publicación, muy posteriores a la muerte de ambos, apenas con un año de diferencia.

Aun así, en sus Diarios se respira Kafka todo el tiempo, como si las colonias del bacilo tuberculoso que carcomían sus pulmones, ella en la costa y él en el centro del continente, se comunicaran en un lenguaje ininteligible para los humanos, secreteándose, a miles de kilómetros, sobre los sueños de sus hospederos moribundos que se convertían en gusanos.

Otro diálogo que viene a la mente, por época, por abordaje a la enfermedad, por el gusto de la buena mesa y la cristalería fina, y por la francofilia que invade la obra de ambos, es con Thomas Mann, sobre todo en La montaña mágica.

Aparecen algunas frases en alemán en los cuentos de ella, como un intento de adquirir ambos idiomas e integrarse al continente, más metrópoli y menos colonia.

 

Consumida a los 30 años

A los treinta años se siente consumida, soñando con redondear su obra y apenas lográndolo. La huida temprana del hogar parece pasarle factura y se cobija en Ida Baker, a quien adopta como figura materna. Extraña a su madre, lamenta haberse pasado la vida alejándose del hogar y se arrepiente de no haber sido madre ella misma.

La muerte parece inminente y decide someterse a «cambios muy grandes». Da tumbos entre mudanzas e intentos desesperados de terapia. Vuelve a París, al Instituto Gurdieff, al hospital regido por este, un tibetano afincado que había instalado un pabellón de tuberculosis.

Pietro Citati, autor de La vida breve de Katherine Mansfield, falla en su aproximación biográfica, que no llega a serlo por el lirismo exagerado, impregnado del espíritu que Murray brindó a la memoria de su mujer. Desde el primer párrafo salta la alerta cuando describe a Katherine como una criatura «distante y tierna», con una «delicadeza de porcelana».

El espíritu de Murray nimba el relato al insistir en presentarla como un espectro que anhelaba deslizarse al otro lado, sin preocuparse por asuntos terrenales. Esta imagen se derrumba al acercarse a los textos originales en inglés.

Aquí, el hada madrina se arremanga la blusa y sabe de cocina, de hacer compras en el mercado, encuentra sosiego en la cocina, confía poco en la inspiración y ensaya mucho sus textos, ya sea que los logre o que terminen fallidos. Es una persona en vez de la ninfa de los diarios.

El 19 de febrero de 1918 tuvo su primera hemoptisis, signo de mal pronóstico clínico y mezcla romántica entre sangre y respiración. En dos meses perdió siete kilos y requirió un bastón para caminar, que nunca más abandonaría.

Pálida y casi inválida, se casa con Murry el 3 de mayo, y un año después los médicos le indican que debe mudarse a la costa para tener mayor alivio a sus pulmones.

¿La enfermedad afina la escritura?

Es una hipótesis muy manida, que pasa por Moliere, Chejov, Kafka, Thomas Bernhard, por citar solo tuberculosos, pero también por Dostoievski, Proust, Flannery O’Connor y Roberto Bolaño: la clarividencia de ver a la muerte recostada en la almohada. Mansfield confirma esta teoría.

Después de mudarse a los Alpes suizos, a la espera del final, envidia a los carros del tren, por su respiración rítmica y rampante, capaz de hacerlos escalar los Alpes mientras ella apenas se levanta de la cama.

Aquí, en el último hogar del matrimonio de los Murry-Beauchamp, logra sus textos más logrados mientras disfruta de los melocotones, los higos o las olas del mar durante el verano; en invierno, las tormentas y el cielo oscuro le duelen debajo del ombligo.

La hipersensibilidad es innegable en la ficción, donde la vida luce tan bella para el que le queda muy poca, deleitándose con las maravillas del clima salpicado de champagne, del trino de los pájaros, de las flores de mil colores o de los árboles que la cobijan con su sombra, todos capaces de robarle el aliento.

El paisaje, su mayor protagonista, le inyecta nuevas energías en atmósferas primaverales, capaces de transmitir estados de ánimo excelso, opuestos a su decadencia física cada vez más rampante. Ella lo exprime desde el alma moribunda y el cuerpo desahuciado.

 

El mito de la ninfa

Sus dos últimos años fueron una especie de apogeo creativo, dedicada a escribir más que en ninguna etapa previa. Aquí nacen En la bahía, Fiesta en el jardín y La mosca, quizás sus mejores cuentos. Pasó sus últimos meses luchando por ordenar la maraña de ideas que brotaba de su cabeza y que se interponían una a otra, para no dejar escapar la inspiración ni dejarse alcanzar por la expiración.

No se rescatan datos físicos de sus personajes. Si acaso, menciona el color del sombrero, el encaje de la falda o las joyas que portan en las reuniones de sociedad; no dice si son altos, bajos, gruesos o delgados, ni detalla su color de ojos o el peinado: son puro estado de ánimo, todo sensación y apenas acción.

El clima y la naturaleza son sus protagonistas: jardines donde se pierde la vista, flores de distintas especies y colores. Willa Cather anota, en un ensayo de 1922, que su estilo: «no podía describirse, solo experimentarse», a través de incidentes triviales que ocultan las grandes fuerzas vitales, con ecos que pueden detectarse en contemporáneos como Eloy Tizón o Paulina Flores.

En Fiesta en el jardín, el esplendor de una reunión familiar pasa de la opulencia a la miseria de las clases bajas hasta confluir en la muerte, pacífica y ajena a vanidades y caprichos, sin alzar la voz ni apretar la pluma. Subraya la impotencia para encontrarse en su entorno, del que anhela huir para no volver.

La hipocresía de la clase acomodada fue la principal diana para los dardos que, en voz muy baja pero muy certera, siempre lanzó. «La mosca», tan breve como contundente, muestra su vulnerabilidad mientras revive el dolor por la muerte de su hermano Leslie, caído en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial.

Imposible pasar por alto En la bahía, novela corta, pobre en acción, pero riquísima en sensaciones y emociones. Dibuja estampas mezclando el rugido del mar, la salida y la puesta de sol con las paletas de colores que conllevan, las hojas de los árboles y las estrellas que conspiran para reunirse con ella.

En 1921, después de terminar En la bahía, pasó semanas de insomnio sin poder retomar otro proyecto, abrumada por la sumersión que le supuso este relato.

El 9 de enero de 1923 cierra el círculo, expectorando sangre hasta llevarse lo poco que le quedaba en ese cuerpo acabado, dejando más de 100 cuentos, cinco volúmenes de cartas y un mito de mujer «hiperbórea» que su viudo se encargará de hacer crecer y explotar, a costa de borrar a la mujer de carne y hueso y reemplazarla por una muñeca de cerámica.

 

 

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Leonel González de León (La Antigua Guatemala, 1982) es un médico cirujano formado en la Escuela Latinoamericana de Medicina y en el Hospital Calixto García, ambos en La Habana, Cuba, y se dedica a estudiar y a tratar enfermedades infecciosas.

Además de su labor asistencial, colabora con reseñas, perfiles y crónicas de viaje en diversos medios impresos y virtuales, tanto de su país como de Uruguay. Ha publicado el libro de cuentos Vademecum (Editorial Encuentros, Montevideo, 2021).

 

 

Leonel González de León

 

 

Imagen destacada: Katherine Mansfield.