[Ensayo] La ciudad y el arte, un vínculo dislocado

Debido a la pandemia mundial del Covid-19 la urbe occidental, entendida a la manera de un foro público como lo fue en la polis griega, y también al modo de una manifestación de afecciones sociales como se constituyó desde la Modernidad, entra en un eclipse.

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 20.1.2021

El arte siempre estuvo cerca del mercado. No porque sus elementos fueran producto de compra o de venta, sino porque el arte en general, y la poesía en particular, ha acompañado el quehacer de las personas en sus trabajos con un tono cuyo valor esencial es (era) convertir esa jornada en otra cosa, una escena que exiliara al sujeto de su automatización.

Fue Hanna Arendt quien realizó aquella pregunta primordial: “¿En qué consiste la vida activa? ¿Qué hacemos cuando actuamos?”, distinguiendo entre dos modos de vida: la vita contemplativa y la vita activa. La filósofa habla de la labor, del trabajo y de la acción. Entendiendo que es en la acción donde el hombre adquiere su dimensión política.

Fue en la antigua polis griega donde el trabajo tuvo su preponderancia, un trabajo llevado a cabo por el crecimiento del artesano. La Modernidad que deja atrás los lineamientos feudales y, por lo tanto, las uniones del artesanado, glorifica la labor en detrimento del trabajo. Arendt lee a Locke cuando el pensador inglés separa la labor del trabajo al discernir: “la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos”.

De modo que los trabajadores entregan su cuerpo. Así, las diversas lenguas discriminan un verbo del otro, en latín: laborare/ facere, en francés: travailler/ ouvrer o en alemán: arbeiten/ werken. La labor produce un bien de consumo colmando una necesidad en las personas.

Pero es en la acción, entendiendo al hombre como un ser político, cuando el sujeto se pregunta por la alteridad, cuando intenta responderse a la pregunta por el quién. En una trama, en un espacio de aparición donde la acción confirmaría aquel dicho de San Agustín: “para que hubiera comienzo fue creado el hombre”.

La idea de negocio fue concebida como negación: nec–otium. De modo que la quietud que conlleva la vida contemplativa no fue otra cosa que un envilecimiento de la vida activa. Hanna Arendt utiliza la palabra “envilecer”. Los modos de hacer despreciable y vil la vida activa. Sin embargo en la acción (la acción que comprende también a la palabra) es donde se actualiza el ser político del hombre, su estar con otros.

Decía que el arte estuvo siempre cerca del mercado. No porque el arte fuese un bien consumible, sino porque el arte es una acción que piensa y se piensa entre sujetos. Los cazadores de las cuevas de Lascaux dejaban sus manos como pinturas que extendían su campo vital. No como registro, como memoria, sino como intensidad. Una potencia, una propagación de energía que no se limitaba a la caza del animal, sino que exigía un “gasto” extra, un resto, una irradiación que hacía imprimir manos en las cavernas.

Más tarde, los trovadores en los pueblos alrededor de las tiendas, de los bazares, irrumpían entre objetos para brindar un cúmulo de otra lengua en el bullicio del mercado. Así, de a poco, frente a los ruidos de los negocios, se fue instituyendo la vida hogareña. El silencio del hogar. Ahí, el libro: una palabra de un artista que es la acción del estar quieto del sujeto luego del fárrago citadino.

Pero cuando el ruido se mete en las casas, cuando la labor entra en el ámbito privado, cuando la producción de bienes para la necesidad de la subsistencia ocurre no en el bazar, ni en las calles de la ciudad, sino en la intimidad de la casa: ¿cómo y por qué canales entra el artista, el poeta, para llevar su palabra–acción, que es palabra pero que es política?

Los nuevos modos de relación económica, política y afectiva establecen un mercadeo digitalizado; pensemos que, apenas iniciada la pandemia el ministro de salud argentino recomendó el encuentro sexual digital.

La ciudad, entendida no sólo como foro público como lo fue en la polis griega, sino también como manifestación de afecciones urbanas como se constituyó desde la Modernidad, entra en un eclipse.

Los negocios físicos o locales (localización de las labores) dejan de tener preponderancia, de modo que todo lo que giraba alrededor de ellos: los cafés, los teatros y los cines se dislocan.

Si bien el confinamiento pandémico agravó la situación de esos espacios, ya en el año 2018 me sorprendió en una visita que realizara a New York el modo en que cerraban tiendas de la Quinta Avenida o que, incluso,  los centros de compras más elegantes de esa misma avenida fuesen lugares de paseo sólo por gente muy mayor, esa franja etaria llamada la cuarta edad. Aún no estábamos frente al colapso económico que obligaba el cierre de los comercios; sino que los puestos físicos dejaban de tener relevancia.

Los jóvenes hacía rato que compraban online. Es más, en una universidad de Chicago el profesor exigía que sus alumnos apagaran sus celulares en clase porque, se quejaba, los alumnos “paseaban” por los centros comerciales en clase.

La pandemia y el confinamiento llegaron para acentuar una disposición del cuerpo y la ciudad o, dicho de otro modo, del cuerpo en la ciudad. La labor, como el trabajo, deserta las calles.

¿Y la acción?

Todo aquello que “actualiza” eso que intenta ser comienzo vital se desparrama buscando un sitio. En la casa, allí donde los sujetos toman sus clases, realizan sus compras, hablan con sus amados, amantes; allí, y no en los museos, perseguiría irradiar el encanto de lo artístico.

En Francia, en el año 2007, fundado por François Massut, se creó el colectivo “Poésie is not dead”, bajo el lema de liberar el poema de los espacios institucionales (bibliotecas, museos, festivales) allí donde aparece un público ya advertido.

Cuestionándose el para qué de un poema si no contribuye a dar aire, encender, irradiar lo que toque, con la idea de buscar una situación que despierte del adormecimiento que es sometido el sujeto por los múltiples discursos. De modo que la pregunta sería cómo arribar a un espacio urbano saturado de una tecnología que intenta capturar nuestra atención en un flujo cotidiano cronometrado y repetitivo.

Frente al aislamiento social impuesto por el gobierno francés, “Poésie is not dead” realizó una acción poética que consistió en una serie de lecturas proyectadas sobre la fachada de Ut Pictura Poesis, el Estudio de poesía experimental, en el 45 rue de la Folie Méricourt de París.

En Buenos Aires, replicaremos ese gesto con el fin de asistir al vaciado de las ciudades, de velar en la piedra, sobre la piedra, con una palabra como epitafio.

Así llevaré, junto con el cineasta Erik Hansen, una palabra incandescente sobre un edificio emblemático del barrio de Recoleta en Buenos Aires. Una tienda de ropa, cuyo dueño, Martín Churba, con formación en artes escénicas y en diseño gráfico, ofrece su pasión por lo textil.

“Tramando” es el nombre de su espacio, tramar como fraguar, como modo alquímico de tratar el metal mientras está caliente por medio de golpes. Golpes… ¿cómo no recordar la frase emblemática de Kafka? Aquella que dice que un libro debe ser el hacha que rompa el mar.

Un poema que derribe, que corte la leña para calentar un corazón en un espacio desmadrado. Un poema que se aferre a la pared como la antigua tradición armenia de escribir sobre la piedra, esos jachkar, que contaban una historia sobre los arabescos, pero que eran también una cruz, objeto de culto, de devoción y de memoria.

O las estela, esos monumentos chinos con una inscripción sobre la piedra erigida verticalmente. Encontrados de forma imprevista en las rutas, en los templos, delante de las tumbas relatando una voluntad, un acontecimiento o conmemorando batallas.

Así, tanto en China como en Armenia, una caligrafía sobre la piedra. La rúbrica o intextación consiste en la utilización de la caligrafía al modo de señales o señas sobre la piedra.

Así el poema, así la poeta lectora sobre la pared como rúbrica, como texto sobre la textura del muro, esta semana en Buenos Aires formando parte del proyecto audiovisual “Rejas de lenguaje” cuya serie se puede seguir por Youtube.

 

Reanimación poética en París, «Poésie is not dead»

 

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Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.

De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: LabiosDebajo de la piedraEl ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará y Káukasos; la novela La mujer de ellos; los relatos de La granadaMíaJuana I; y el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición.

Tradujo desde el francés el libro Sade y la escritura de la orgía, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem con el propósito de realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, en Jerusalén, el año 2008.

Rodó en Armenia y en Argentina el documental A, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera (1976 – 1983), y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra, además, de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela Mar negro, por el sello Ceibo Ediciones.

El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.

 

Ana Arzoumanian

 

 

Imagen destacada: Ana Arzoumanian, la ciudad como texto.