[Ensayo] La obra de Luis Merino: Subjetividades, nexos y misterios

Las creaciones del multifacético artista chileno corresponden al deseo de su autor, por sostener un grito a través del tiempo, para que los arqueólogos del futuro puedan interpretar de mejor manera cómo aún en el siglo XXI no hemos sabido comprender el prendamiento estético del paraíso.

Por Luis Herrera Vásquez

Publicado el 6.1.2021

Luis Merino Zamorano (Santiago, 1963) es un artista que ha transitado de escultor en piedra a bibliotecario. En ese tránsito autodidacta, fue ingresando al mundo de la creación literaria.

Sin embargo, aquí el primer error o la primera pregunta: ¿lo que construye Luis Merino es literatura o es una metamorfosis de la propia disciplina escultórica? ¿Es el diseño lingüístico en un espacio bidimensional en blanco o es un diseño tridimensional intervenido por la palabra?

Esta primera pregunta, sin duda, es la menos importante, como lo es hoy en día seguir preguntándonos qué es el arte, qué es la literatura, qué es la creación.

Corrijo: hacernos esas preguntas no es poco importante, al contrario, son alicientes más que fundamentales en la relación creador-obra o en la relación obra-espectador.

Lo que quizás no sea relevante, es la respuesta o, al menos, las categorizaciones, de suyo soberbias y obtusas, que enmarcan dichas respuestas.

En ese sentido y volviendo a Luis Merino, preguntarnos por sus creaciones, buscando respuestas desde ciertos marcos, prismas paradigmáticos o manuales de poesía es omitir, negar o estar completamente ciego buscando el bosque con la nariz metida en el tronco de un árbol. Y un árbol caído, por lo demás.

Por cierto, en el afán de no encasillar o preestablecer marcos teóricos para abordar los trabajos de Merino, podríamos caer en una segunda trampa: la obra de Luis Merino es experimental. Un arte experimental. Una poesía experimental.

Sin embargo, más que experimental, exploratorio, pues va moviéndose por distintos diseños, aunque no necesariamente en el ciego ímpetu de la innovación (que en muchas ocasiones anula la simpleza comunicativa de un modo de expresión), y más que la relación obra-espectador/a, la interacción autor/a-obra.

No sólo lo que dice, sino la forma en que se dice o, más preciso, la forma como se hace lo dicho y también, insisto, la forma en que se dice: una manera de decir algo y una manera de hacer.

Sobre todo la forma de hacer y la forma de decir subraya el carácter exploratorio, en ese sentido, el dibujo a mano alzada, el collage, el ready made y las expresiones lingüísticas van buscando sus mejores acoples en un proceso creativo en constante transición.

Pero, ¿qué sucede con la forma de decir en estos trabajos?

Es interesante que, probablemente, por influencias antipoéticas y, luego, ecopoéticas, el autor haya erradicado la idea de un hablante lírico que se expresa en tono poético tradicional y haya incursionado en el trabajo de una voz que no crea necesariamente imágenes lingüísticas o no juega con la palabra, sino que expone la verdad o de la manera que se expondría una verdad: discursos irrebatibles, sentencias fijas, mandatos verbales.

A la manera de Cristo del Elqui, a la manera del Cristo de Klauss Kinski o a la manera de los slogans capitalistas.

No es un poeta que recita, no es un retórico que declama, es un ser “consciente” (al menos en apariencia) que dicta, apunta y denota. Los espacios para la connotación son aún menores que las potencias que surgen de la pureza y la claridad de lo denotativo de esta propuesta de lenguaje.

No hay amplio margen para la interpretación, por lo tanto, el espectador/a más que tener un rol activo en la significación de la obra, se transforma en un ser que recibe, escucha y observa.

Lo interesante de todo esto, es que un carácter estilístico que podría ser apuntado como una debilidad en otras obras (es decir, la asunción de un espectador pasivo), en este caso adquiere un valor relevante, pues las construcciones saben llegar y quedarse, aún a pesar de esta característica.

Es como que, efectivamente, no fueran enunciados artísticos creados para otro/a, sino enunciados, sin adjetivos, creados para una comunicación íntima, una anotación de refrigerador, un recuerdo en un cuaderno de notas, una expresión en sí misma.

Por ahí toma más fuerza o duda la presencia del objet trouvé en sus trabajos: piedras, conchas, plumas, boletos, etcétera.

¿Cuál es el propósito de esa aventura?

¿Es un fin estético o es un fin comunicativo?

¿Son elementos expuestos con el propósito de ser tocados?

¿Observados?

 

«Gano el No pero en el Sí», obra de Luis Merino dedicada a Nicolás Jaar

 

El sentido estético de un arte

Quizás más que nunca, la obra de Merino sea un “Rescate del autor/a”, más que un encuentro con el espectador/a, el cual es invitado a una intimidad, a un universo privado o, simplemente, a tocar algo que ha sigo tocado, recogido y “significado” por el autor/a.

Si queda acción en el espectador/a, reitero, no es en otorgar sentido a la obra, sino en “leer” el sentido del autor/a en su espacio propio.

Tal vez por eso, Merino, sin reparos ni artificialidades, nos abre un juego interior de sueños, deseos, emociones, defectos y cotidianos que se materializan en la integración de dibujos y textos para su hija, recortes, elementos, recogidas de un día X en que escuchó una historia que lo conmueve, o sentencias breves de un día de furia.

No obstante, no es precisamente la integración de una estructura de la obra lo que busca Merino, es decir, no es la unidad que surge de la confluencia de distintos elementos en el plano bidimensional.

La integración clásica del arte, sobre todo visual, es perturbada y resquebrajada, aliándose el autor más con un arte conceptual y abstracto, que con lo figurativo, a pesar que sus “palabras” denotan más que connotan y las “cosas” son más representativas de la realidad que los puntos y líneas de Kandinsky.

Si no es integración en la unidad, Merino apunta a subrayar los nexos de la integración. Como si nos quedáramos con las articulaciones de una escalera y no con “el todo” de dos palos verticales y una decena de palos horizontales.

Esto, por supuesto, también reafirma la hipótesis que Merino rescata al autor/a, que se adscribe a una defensa de la “subjetividad del artista”, más que al objetivo de la “subjetividad del espectador/a”.

El espectador/a va enfocándose en los nexos que el autor subraya entre los distintos elementos de una “obra”: ¿Qué une una pluma, con determinado dibujo y determinada palabra dentro de una frase o párrafo? Todo dentro del mismo plano bidimensional.

Si observamos, insisto, no existe un todo integrado y este objetivo se vuelve secundario. Lo importante y enigmático es qué elemento del fenómeno pluma, con qué elemento del fenómeno dibujo y con cuál elemento del fenómeno palabras, conectan los puentes y, sin duda, siempre y cuando vayamos comprendiendo la “subjetividad” del creador/a.

Muchos de estos trabajos que Merino ha desarrollado durante años, ha querido denominar códices. Ahora bien, por ahí en alguna de sus obras, el autor habla que “sus” códices son la mezcla o el ensamble de lo visual y lo lingüístico: la imagen y la palabra.

Si bien el códice histórico tiene esta característica bastante arraigada (quizás más por la presencia, en idiomas primitivos, de ideogramas y símbolos, que por un respeto teórico), creo que el autor se queda corto e, incluso, no hace justicia al concepto de “Códice” que se relaciona a su trabajo o, tal vez, esconde su verdadera motivación por este sustantivo.

El códice, si bien posee este ensamble o, al menos, la presencia tanto de conceptos lingüísticos como visuales y figurativos, es sobre todo un “códice” porque abrió un marco de relaciones, en palabras de Saussure, sintagmáticas y asociativas, entre distintos elementos, denotando y connotando significados que, para misterio occidental y, sobre todo, por ignorancia de los conquistadores, mostraban la representación de un conocimiento de “los salvajes”, previo a la invasión de la luz evangelizadora y la espada asesina de los imperios “modernos”.

El valor de estos códices históricos es su trascendencia a los siglos, su capacidad de supervivencia sin necesidad de la imprenta y su grito aún potente de un conocimiento anterior, como diría Monterroso en “El eclipse”, a la sabiduría de Aristóteles.

Para finalizar, al menos una pregunta:

¿Es la obra de Merino, entonces, o es el deseo del autor, sostener un grito a través del tiempo para que los arqueólogos del futuro puedan interpretar de mejor manera cómo aún en el siglo XXI no hemos sabido comprender cómo es vivir en el paraíso?

Respondamos eso en quinientos años más.

 

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Luis Herrera Vásquez (1981) es licenciado en educación, magíster en docencia universitaria y diplomado en lingüística aplicada.

Actualmente es estudiante de doctorado en la Universitat Oberta de Catalunya, profesor de español en «Dímelo Hablando en Español» y editor en Litoraltura Ediciones.

Ha publicado los libros La lámpara de Kafka & otros cuentosCultura, educación, lenguaje, además del Diccionario de neologismos, disfemismos y locuciones usuales.

Tiene publicaciones científicas en el ámbito de la educación, la literatura y la lingüística. También ha sido evaluador de proyectos Fondecyt y de artículos en revistas especializadas.

 

«Yo soy la protesta», de Luis Merino

 

 

«La pedagogía chilenera», de Luis Merino

 

 

Luis Herrera Vásquez

 

 

Imagen destacada: Luis Merino Zamorano.