[Ensayo] «La profesora de piano»: Intuir aquello que nunca podríamos resistir

El filme del realizador austríaco Michael Haneke circula en torno a lo ominoso, lo real y lo monstruoso, es una cita audiovisual a ciegas con lo que no queremos saber de nosotros mismos (que también somos sombras): de aquel espacio propio e inaccesible para la realidad.

Por Javier Agüero Águila

Publicado el 13.5.2025

En el Libro del anhelo (2006), Leonard Cohen en un poema titulado «A mil besos de profundidad», se despacha el siguiente verso: «Soy bueno en el amor, soy bueno en el odio, es en el medio que me quedo paralizado».

Y vienen las preguntas (casi obvias): ¿cuál es ese lugar intermedio entre el amor y el odio en el que Cohen confiesa quedar paralizado?, ¿cómo nombrarlo o saber que se habita?, ¿por cuál camino despuntar hacia una inmanencia terrible e innombrable sin embargo total y desesperante para la experiencia?

Es una suerte de intermedio monstruoso, ser inquilinos en la casa del monstruo, de compartir la pieza con él y cohabitar un espacio inefable que no podrá ser comprendido como figuración sino, solo, como una experiencia de horror y en donde la esperanza de toda forma, de todo lo constituido, queda desahuciada; se trataría, con Cohen, de un intermedio que es límite, «tímpano», al decir de Jacques Derrida.

Aunque no se posicione en ninguno de los dos polos —amor/odio— este espacio de parálisis es, para el ser, un reducto infranqueable precisamente porque no hay fronteras a la vista que atravesar; solo aridez, desierto tras desierto, vibrato invisible y mudo, muerte tras muerte.

Sin embargo, en este caso, no es la muerte que apaga el cuerpo, sino aquella que nos hace devenir penínsulas en el corazón de la vida, irradiando nada, ardientes de vacío en la plenitud de nuestra perplejidad, sin conexión, desatendidos; la radical perturbación a la que nos lleva la indeterminación de no ser, ni estar; sopor, ausencia desmedida, alteridad inhallable.

Y pensamos que desde aquí se puede ensayar una breve lectura de la película La pianista (La pianiste), dirigida por el premiado director austriaco Michael Haneke. Nuestra mirada no pretende ser técnica.

Aunque de manera algo somera podemos reconocer las portentosas actuaciones de Isabelle Huppert y Benoît Magime (actores que parecieran predestinados a representar la fuerza tanática que es pulsión en cada uno de nosotros), la estética sombría, infausta y poco armónica de Haneke que es característica de su cine, la misma que se expresa en planos largos y angustiantes, diálogos breves pero que, por lo general, son abruptamente cortados por algún accidente intempestivo que deriva en hemorragias traumáticas, así como su especial atención a un simbolismo que está ínsito en la búsqueda de patrones psíquicos.

Estos patrones expresarían al menos una zona de la «naturaleza humana» (idea compleja y discutible pero bueno, en este caso permite el análisis), en la que Haneke se mueve con familiaridad y soltura siendo éste, quizás, su gran talento como director y guionista: imprimir en imágenes aquello que radica en alguna región oculta pero peligrosa e inédita, y que resulta un inciso incalculable en el tráfago de una vida dislocada de sujetos ultra-complejos, prolíficos en conductas erráticas y abyectas que no serían más que la expresión de un inconsciente en acto, un lenguaje silencioso pero atormentado de los cuerpos que, en esta película, aparecen como los más vulnerados.

Cuerpos maltrechos al compás de la música de Schubert.

 

El tratamiento de los cuerpos

Y esto es lo que se quisiera particularmente relevar: el tratamiento de los cuerpos en La pianista. Estos se desplazan en esa zona intermedia e indescifrablemente íntima de la que hablaba Leonard Cohen y que se traduce en no saber ni amar ni odiar completamente, elaborando entonces una suerte de mecanismo psíquico en la que el cuerpo mismo deriva en un receptor sumiso de cara al castigo, al sadismo, al masoquismo y, entonces, a la violencia por momentos insoportable.

El cuerpo, al fin, como zona de guerra; cuerpo que somatizado por un desequilibrio brutal evidencia una pobreza erótica excepcional que es el resorte, por cierto, de la indagación de Haneke en lo insondable de la mente y sus patologías.

Si bien la película transita en torno a la temática sexual, a la represión que le sigue y entonces a la crueldad, en ningún momento se trataría de erotismo o sensualidad en los diversos momentos donde los protagonistas dialogan con sus demonios.

Hay escenas, por decirlo de algún modo, de corte sexual, pero estas son demacradas, pálidas y en las que se metaboliza lo repulsivo, haciendo que el espectador, al igual que los protagonistas, deban hacer frente a la emanación de lo traumático que, sabemos, nada tiene de bello sino, de nuevo, es la expresión de lo sin rostro, de lo sin motivo, por tanto de lo informe grotesco que nos es tan propio, pero que negamos en el peregrinar de nuestra continuidad rutinaria.

Finalmente Haneke, así como otros directores que intentan dar con ciertas premisas filosóficas o del psicoanálisis (pienso en Cronenberg, Lynch o Lars Von Triers, por ejemplo), se dirige a ese lugar de la psiquis humana que se resiste a ser especular, a reflejarse en lo ominoso (Freud) que nos constituye; en «lo real» al decir de Lacan que es donde se aloja el trauma y lo indescifrable; o en el monstruo que en el pensamiento de Derrida: «rompe absolutamente con la normalidad constituida y, por lo tanto, no puede anunciarse, presentarse, sino bajo el aspecto de la monstruosidad» (en De la Grammatologie, 1967)

De esto iría una posible interpretación de La pianista. La película, como se sostuvo, circula en torno a lo ominoso, lo real y lo monstruoso. Es una cita a ciegas con lo que no queremos saber de nosotros mismos (que también somos sombras): de aquel espacio que nos habita y habitamos a la vez y que resta secreto, inaccesible para la realidad. Un cine de terror en el sentido más profundo y extensivo de la palabra, porque nos permite intuir aquello que nunca, de ninguna manera, podríamos resistir.

Por eso el cuchillo.

 

 

 

 

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Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8.

Ha publicado, entre otros, los libros Futuro anterior. Apuntes sobre un tiempo mutante (EDULP/UFRO, 2024), Tres ensayos portátiles sobre la guerra. Freud, Zizek, Butler (Pecado Editores, 2023), Conversaciones sobre un Chile que no fue (Ediciones UCM, 2023), Chile 2019-2020: entre la revuelta y la pandemia (Ediciones UCM, 2020) y Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (L’Harmattan, 2019).

Sus líneas de investigación se vinculan a la filosofía francesa contemporánea. Ha publicado más de una treintena de artículos en revistas especializadas y es columnista permanente en diferentes medios nacionales e internacionales.

Igualmente, se destaca su trabajo de traducción de importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos Jacques Derrida, Marc Crépon y François Jullien.

 

La intérprete francesa Isabelle Huppert ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de Cine de Cannes 2001 por este rol

 

 

Tráiler:

 

 

 

Javier Agüero Águila

 

 

Imagen destacada: La profesora de piano (2001).