[Ensayo] «Lo mejor de mi vida»: Para entender el sacrificio y el abandono

La obra audiovisual del realizador italiano Gabriele Muccino es un filme de una sensibilidad muy bien lograda, que se enmarca en una relación de amor padre e hija, en un vínculo que subyace en ella hasta la madurez y que —con todos sus infortunios personales—, mantiene a la mujer en la expectativa de superar su desamparo inicial.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 29.4.2024

«Los hombres pueden vivir sin amor; nosotras las mujeres, no».
Frase de tía Elizabeth, actriz secundaria

Madre, padre e hija circulan en su vehículo luego de un evento cultural. Sucede una discusión por una infidelidad del padre, que ocurriera hace siete años. A raíz de ella el padre pierde el control del volante y colisionan con un camión. Muere la madre. El padre se hará cargo de la hija de cinco años.

Luego, el padre y escritor (Russell Crowe) sufrirá una sicosis reactiva producto del accidente y su eventual culpa en el desenlace. Sin embargo, los eventos que mantendrán la atención total del filme serán los conflictos psicológicos de la hija, quien sufrirá, no sólo la perdida materna, sino que también el fallecimiento del padre y su desarraigo íntimo, en un mundo donde el subjetivismo personal oscila entre el entendimiento y las reacciones emocionales que la desajustan de modo permanente.

Esa es parte de la trama central. O más bien, el hilo conductor para comprender la dinámica de una historia que se diversificará.

Una de los puntos álgidos de la película es, sin duda, descifrar por la protagonista (Amanda Seyfried) la clara sensación de abandono de que fue objeto en su niñez. La doble pérdida la hace, primero ingresar a estudiar sicología como una manera de comprenderse y entenderse a sí misma y el entorno que habita.

Y segundo, a raíz de dicha sensación de abandono, su descontrol, en la primera madurez, la hará incursionar reiteradamente en relaciones casuales de índole sexual, como una forma de evadirse de su soledad interior y de su desadaptación social. Un paliativo efímero y sin destino, salvo el goce culpable del momento.

Sin embargo, encontrará a quien intentará sacarla del atolladero. El joven aspirante a escritor (Aaron Paul) se enamora de ella y se lo manifiesta, aunque ella se niegue a devolver el afecto recibido por temor a quedar de nuevo indefensa.

Todo ese trance interno está vigente en una trama que conlleva, además, la intención de la hermana de la madre muerta, y de su esposo, de hacerse cargo de la tuición de la menor. Interponen una demanda que persigue la adopción, sustentada en que el escritor adolece de una enfermedad psiquiátrica que lo mantuvo por casi un año internado en una clínica sin que su recuperación fuera efectiva.

En ese contexto el filme, cuyas escenas van y vienen desde el tiempo presente hasta el pasado literario del padre, se desprende una relación de ternura filial única. El escritor persigue un reconocimiento que le permita solventar los gastos de manutención de su hija, como a su vez procura desentrañar su propio drama en la novela que lo catapultará a una fama póstuma. En el intertanto fracasa en una de sus obras, que será recibida con una crítica mordaz y que lo llevarían, en otras condiciones, a desistir de su afán de escribir algo trascendente.

Pero es ese amor filial el que le permite continuar.

 

El sentimiento más noble

Entre sus ataques diarios de claro corte convulsivo con reacciones corporales incontrolables, cuyo diagnóstico es una psicosis bipolar traumática, y su perseverancia en lograr su cometido, la hija de escasos años sufre el desarraigo material. El hogar es descuidado, también los estudios y la responsabilidad paterna.

No obstante, nunca deja de hacerle sentir a la hija que, en el fondo de sus desvaríos, trabaja incesante porque ella no sufra privaciones ni sea apartada de su lado y de la vida en común. Lo anterior, no obsta a considerar que, en una ciudad azarosa, y deshumanizada como la Nueva York de los 80, el lazo sanguíneo íntimo y cariñoso, puede hacer vivible desde lo doméstico y cotidiano, un mundo algo mejor.

Ese temor de la separación está latente y resulta probable que así pudiera ocurrir. Solo que existen un par de hechos azarosos que lo impiden y que el espectador podrá dilucidar.

Así, en la temática descrita el padre sostendrá su oficio en esa necesidad imperativa de que su hija no le sea arrebatada y que su desarrollo posterior no implique el padecer nuevas ausencias. El que recibiera el Pulitzer póstumo a través de su editora (Jane Fonda) no es sino el corolario de un trabajo doloroso que supera las contingencias de esa misma angustia y se resguarda en el sentimiento más noble entre dos seres humanos: el amor. Ello, sin perjuicio de que el padre haya asumido su creatividad narrativa con un profundo sentido vocacional que bordea los límites de la obsesión.

Por lo mismo, hay un mensaje subliminal, que sustenta el vínculo entre ambos y que permanecerá más allá de la muerte del padre.

En suma, una película de una sensibilidad muy bien lograda, que se enmarca en una relación de amor padre e hija que subyace en ella hasta la madurez y que, con todos sus infortunios personales, la mantiene a la expectativa de superar su desamparo inicial.

Un filme que nos ayuda a entender el sacrificio, el abandono, los conflictos psicológicos originados por las pérdidas en la infancia, y esa búsqueda desesperada por salir del denso pozo del desconsuelo y acceder un día a la felicidad.

 

 

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).

Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Juan Mihovilovich

 

 

Imagen destacada: Lo mejor de mi vida (2015).