[Entrevista] Salvador Gómez y José Cabeza: «La clave para ser un buen profesor está en lo viejo, bien asimilado y bien probado»

Los autores españoles Salvador Gómez y José Cabeza —este último también un destacado guionista audiovisual, nominado inclusive al Premio Goya de la categoría en 2016, por su filme «7 años»—, dialogan con el diario «Cine y Literatura», en torno a su libro «Cómo dar una buena clase», el cual escrito en comandita y a cuatro manos por ambos, ha propiciado un constructivo debate acerca de la labor docente al interior de las aulas universitarias europeas.

Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda

Publicado el 28.4.2024

Salvador Gómez y José Cabeza, profesores de la Universidad Complutense y de la Universidad Rey Juan Carlos, respectivamente, han escrito un volumen que pretende ser una guía para el profesor universitario, aunque no sólo eso.

En efecto, Cómo dar una buena clase (Alba Editorial, 2024) reúne situaciones en las que se puede encontrar cualquier profesor. No hay recetas milagrosas y sí un único camino: «Prueba. Intenta. Arriesga. Falla. Sé profesor».

Asimismo, el didáctico texto centra su análisis en la forma en la cual las nuevas comunicaciones digitales captan la atención (formatos online y a distancia), aunque sin perder nunca de vista que una clase entretenida no es necesariamente una instancia fructífera para el aprendizaje.

El buen docente necesita cultivar la humildad, no rehuir ni abusar de su poder, saber gestionar el rechazo, planificar bien sus tiempos y los contenidos de sus exposiciones, manejar la narración, y además, crearse un personaje, apuntan los autores.

De esta manera, y a través de las páginas de Cómo dar una buena clase, tanto Gómez como Cabeza aportan claves realistas y pragmáticas (y algo de meditación) para sobrellevar la dispersión, a la que obliga —e impulsa— el contexto digital contemporáneo.

Con todo, el libro analiza y desarrolla las estrategias, las experiencias didácticas y los desafíos emocionales, a los cuales se ven enfrentados los docentes universitarios del primer mundo y de cualquier latitud, en la exigente actualidad.

Así, hemos hablado con los autores sobre su libro, y de lo que significa ser profesor dentro de los vaivenes culturales y políticos de estos días.

 

«Las horas de innovación docente no hacen mejores profesores por gemación espontánea»

Cómo dar una buena clase surge de la experiencia de ambos como profesores universitarios. ¿Qué los llevó a escribir esta guía didáctica a cuatro manos?

—La estupidez. Los dos asistimos regularmente, como muchos de nuestros colegas, a actividades de innovación docente que resultan siempre interesantes y cuando se tomen como una herramienta más para intentar hacerlo mejor, y no como una herramienta indudable y única para ser mejores profesores.

El aura que algunos colegas (y el sistema) le dan a la innovación docente tiene un porcentaje nada desdeñable de estupidez y autoengaño. ¿Qué pasa? ¿Que como Mark Twain no asistió nunca a una sesión de innovación docente nunca dio una buena conferencia? ¿O como Marie Curie no sabía lo que era la gamificación pues sólo pudo impartir clases mediocres en la universidad?

Todo el mundo sabe lo que es ser buen profesor, porque todo el mundo ha sufrido a los malos y saben que porque alguien reciba 10 o 100 horas de formación sobre nuevas formas para presentar los contenidos eso no cambiaría la profunda sensación de descorazonamiento que tuvieron al asistir a clase.

Nosotros creemos firmemente que la clave para ser un buen profesor no está en la búsqueda incansable de lo nuevo o lo diferente, sobre todo está en lo viejo, bien asimilado y bien probado. Las horas de innovación docente no hacen mejores profesores por gemación espontánea, hacen profesores más confundidos, porque creen que ese es el camino para ser buen profesor, o más cabreados, porque saben que no lo es y se desesperan porque hagan parecer que sí.

 

«En el caso de los profesores la montaña nunca viene a Mahoma»

—El libro está destinado al profesorado universitario, pero puede ser aplicable a otras etapas de la enseñanza. ¿Creen que hay muchas diferencias, entre los profesores universitarios y los profesores de un instituto de enseñanza media, a la hora de dar una clase?

—Las mismas diferencias que puede haber entre jugar al tenis y al pádel. Son deportes diferentes, pero que exigen destrezas o habilidades muy similares, lo cual hace decisivo tu trabajo de ajuste a cada uno de ellos.

Así, la esencia de dar una clase (el ritmo, saber graduar los contenidos, entender a tus alumnos, saber acompañarlos y desafiarlos) siempre está ahí, pero, claro, la actitud de los alumnos no es la misma dependiente de la edad y del espacio.

Los que están en la universidad vienen con una actitud de quiero estar aquí, mientras que los del instituto se acercan más a una actitud de quieren que esté aquí. Eso ya es una diferencia inmensa.

Digamos que en la universidad están menos perdidos y más enfocados que en el instituto, pero eso no significa que sean mejores o peores; sólo significa que hay que entenderlos en cada momento y adaptarse a ellos.

En el caso de los profesores la montaña nunca viene a Mahoma, nosotros siempre tenemos que buscar al alumno. Si no sintonizas con ellos, con su momento vital, todo se distorsiona y no les llegas.

 

«La humildad consiste en dudar de ti»

—El libro hace hincapié, desde su inicio, en el concepto de la humildad: «Para entender muy bien quién eres, quién es el alumno y cuáles son los múltiples mecanismos emocionales que se tienen que dar para que haya una conexión entre ambos». ¿Es un defecto habitual entre los profesores universitarios, carecer de esa humildad?

—Absolutamente sí. Tienes que pelear todos los días por intentar ser humilde. Lo más normal es no ser humilde. Nuestras circunstancias nos empujan a no serlo. No sólo somos los jefes, sino que nuestros ‘empleados’ nos tienen miedo de serie por el poder que podemos ejercer sobre ellos.

Cuando los profesores lo hacemos muy mal, ¿qué pasa? Nada. No sueles perder tu trabajo por ello (nunca en la pública). Nadie te abuchea como a un mal actor, ni tampoco te caes por un precipicio como sí le pasa a un himalayista que no tenga una buena técnica en su trabajo. No tienes apenas consecuencias por hacerlo mal y las que pueda haber las anulas fácilmente porque nadie que conozcamos se va a la cama pensando soy un mal profesor.

Hay un punto, después de años trabajando, que crees que todo (o la mayoría de) lo que haces está bien, pero no porque esté bien, sino porque necesitas que esté bien para tener cierto equilibrio emocional, porque dar una clase expone mucho.

La humildad consiste en dudar de ti. Desafiarte. Incomodarte. Entender que no necesitas que todo esté bien y que, por tanto, hay cosas que pueden estar mal y de hecho están mal. Una vez abierta esa puerta empiezan los cambios.

 

«Cada generación tiene su magma social»

—Llevan muchos años dando clases en la universidad. ¿El nivel de los alumnos que inician sus estudios universitarios es mejor o peor que el de hace unos años?

—¿Y qué cambia si son mejores o peores? ¿Qué más da? Nos parece una queja estéril que sólo contribuye a que te fijes más en ellos y nada en ti, en lo que tú puedes corregir, aprender o crecer. No creemos que las diferencias sean tan grandes entre una generación u otra como para cambiar nuestro trabajo.

Cada generación tiene su magma social, pero no nos parece que distorsione demasiado lo que debemos hacer. Lo que sí van a tener siempre es esperanza porque les vaya bien, porque son jóvenes, y están contigo en un mismo espacio para aprender. Mientras esté esa esperanza podemos trabajar. Es lo único que nos hace falta.

 

«Dar clases es enfrentarse a algo muy vivo»

Cómo dar una buena clase está dividido en cinco apartados: «¿Por qué no es fácil dar una buena clase?», «Durante la clase…», «Durante la clase online…», «Después de la clase…» y «Después de muchas clases…». Además de una introducción y un anexo titulado: «20 heridas que puedes evitar en la clase». En total, casi un centenar de consejos. Da la impresión de que es muy difícil dar una buena clase. ¿Es así?

—Tan fácil como respirar debajo del mar, dependiendo de si eres un elefante o un pez. Una de las principales sorpresas de este libro son los mensajes de algunos colegas que lo han leído —a quienes consideramos excelentes docentes—, y que agradecen verse reflejados en sus páginas, en momentos y situaciones.

Por eso, este compendio de consejos y de situaciones atiende a la realidad de que dar clase es enfrentarse a algo muy vivo, que cambia ante tus ojos, donde la principal dificultad es percibir esos cambios y adaptarse a ellos.

 

Los desafíos de una clase online

—Como hemos visto, uno de los apartados se titula «Durante la clase online…». Desde el año 2020, a causa de la pandemia, muchos alumnos y profesores utilizaron esta forma de estudio. ¿Creen que ha mejorado el uso de las clases online desde entonces?

—La forma de dar las clases online ha mejorado mucho en los últimos años, pero eso ha sido una consecuencia de tener que asumirlas como una parte integral del proceso durante la pandemia.

El principal reto al que se enfrentan los profesores en las clases online es que piensen que son el mismo canal que las aulas físicas, pero con un ordenador de por medio. De nuevo, la clave es la adaptación. Entender ese nuevo entorno y detectar cómo puedes aprovecharlo.

La clave es no jugar al tenis con la raqueta de pádel, aunque las dos puedan golpear a la pelota, no lo hacen con la misma eficacia.

 

«No se le puede pedir a nadie que sea un héroe todos los días»

—Uno de los problemas que surgen en las aulas es el acoso escolar. Desde su punto de vista, ¿qué se puede hacer para erradicar esta grave situación que viven muchos alumnos? ¿Los profesores se involucran suficientemente?

—Los profesores universitarios convivimos menos con los alumnos que los del instituto, por tanto, las alarmas nos saltan mucho menos. Decir hay que ‘involucrarse más’ es sencillo y todo el mundo diría que ‘por supuesto’, pero lo difícil es elegir el cómo y el cuándo.

Si te involucras más y recibes el rechazo de algunos padres, por ejemplo, ¿cuántos rechazos o desprecios puede acumular un profesor del instituto antes de decidir no lo hago más? Es complicado.

No se le puede pedir a nadie que sea un héroe todos los días. Los profesores no pueden ir solos en este tema. Todos tenemos que estar detrás y al lado.

 

San Lorenzo de El Escorial como un referente académico y cultural

—Usted, Salvador, es subdirector de los «Cursos de verano» de El Escorial. ¿Qué nos puede contar de estas instancias?

—Que es un privilegio formar parte de una actividad que, este año, celebra su trigésimo séptima edición. Esta semana se presentará la programación oficial con una oferta cultural muy rica y heterogénea que —esperamos— convierta a San Lorenzo de El Escorial en un referente académico y cultural durante el mes de julio.

No quisiera aburriros con demasiados detalles, pero tenemos la suerte de contar en esta edición con algunos de los referentes intelectuales, científicos, políticos, sociales y culturales de nuestro país y del extranjero, como Mariano Barbacid, Carlos Umaña, Okuda San Miguel, Sara García Alonso y un amplio etcétera.

Todo eso es fruto del considerable esfuerzo del equipo de los cursos, liderado por su directora, Natalia Abuín.

 

«La universidad debe ser rica en actividades»

—¿Son un complemento importante para la enseñanza universitaria?

—Por supuesto. Pero no los veo como un complemento, los entiendo como una función de la universidad para superar las paredes de las aulas y llegar a más gente.

Del mismo modo, nosotros creemos que la enseñanza funciona como invitación, a dudar, a querer saber más, a mantener viva la curiosidad. No a agotar un temario o a demostrar quién es el que más sabe.

Por eso la universidad debe ser rica en actividades que permitan ampliar el horizonte, no sólo de los universitarios, sino de la sociedad en su conjunto.

De ahí surge el impulso que las universidades dan a actividades como los «Cursos de verano», que representan una oportunidad para abrir aún más las puertas de la institución al mundo, cumpliendo así con una esencial función social.

 

«Creer en las personas que creen en tu trabajo»

—José, usted ha escrito un gran número de guiones cinematográficos. Uno de ellos se convirtió en la película 7 años. ¿Puede contarnos, brevemente, qué pasos tiene que dar un guionista para que su guion termine en película?

—Primero, creer en tu trabajo, porque los momentos de dudas, hastío o desencanto aparecen siempre y varias veces. Si crees en lo que haces estás algo más blindado ante ellos. Segundo, creer que tu trabajo no es la Monalisa o el Guernica, que lo terminé y que ya está perfecto, que cuando le hagan objeciones —quizás oportunas y maravillosas, quizás todo lo contrario— están atacando al proyecto. No es así. El proyecto está vivo, abierto, incompleto.

Tener esa sensación evita muchos pensamientos autodestructivos del propio guionista, que son los peores y los más habituales.

Y, tercero, creer en las personas que creen en tu trabajo, porque para hacer una película necesitas mucha ayuda y dependes de muchas personas. Elige bien con quién quieres hacer el viaje, porque a veces ese viaje es lo único que te queda después.

 

Una traslación: «el amor a nuestro material»

—En una ocasión, el escritor Jon Bilbao convirtió un guion rechazado en un cómic. ¿Ha pensado en convertir alguno de sus guiones no utilizados en el cine en una novela, por ejemplo?

—¡Cómo no! Los guionistas somos muy ecológicos: reciclamos todo lo que podemos. En parte porque has creado algo para que lo vean millones de personas y, de pronto, te das cuenta de que no lo van a leer más que cuatro gatos. Es difícil resignarse a eso después de año y medio de trabajo.

Es cierto que un cómic, una novela gráfica o una novela tienen códigos diferentes y que hay que adaptar el material, pero el material ya está ahí. Es una tentación muy grande para cubrir la necesidad tan vanidosa que tenemos los guionistas de que nos hagan algo de caso, y encima con menos esfuerzo, porque el núcleo dramático ya lo tienes.

Digamos que esos procesos de conversión se deben al amor a nuestro material (indudable), pero también a la pereza de tener que empezar algo nuevo (también indudable).

 

Los encuentros en cualquier sitio

—En la portada de Cómo dar una buena clase aparece una manzana sobre la mesa del profesor. La manzana es símbolo de sabiduría y conocimiento, y los alumnos solían regalársela a sus profesores en señal de agradecimiento. ¿Los alumnos de hoy en día, valoran la labor que realizan sus profesores?

—Claro que sí.

A veces te llega un email o en ocasiones alguien te hace un comentario suelto en un pasillo o años después cuando te lo encuentras en cualquier sitio. Es cierto que no lo hacen todos, pero tampoco necesitas que 60 alumnos se pongan en fila y te digan lo bien que lo has hecho.

Si la respuesta es que sí, sería la mejor prueba de que nos falta mucha humildad, ¿no? Digamos que algunos son los encargados de mostrarte un poquito del alma de aquella clase. Y eso ya es muchísimo.

 

 

 

 

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Eduardo Suárez Fernández-Miranda nació en Gijón (España). Licenciado en derecho por la Universidad de Sevilla, está realizando sus estudios de doctorado dentro del Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana de la misma casa de estudios superiores.

Colabora como crítico literario en las revistas españolas El Ciervo, Serra d’Or, Llegir.cat, Gràffica y Quimera, donde lleva a cabo una serie de entrevistas a escritores, editores y traductores, nacionales y extranjeros.

Asimismo, escribe para las publicaciones americanas Cine y Literatura (Chile), La Tempestad (México), Continuidad de los Libros (Argentina) y Latin American Literature Today (University of Oklahoma). También, colabora de forma ocasional en los diarios asturianos El Comercio y La Nueva España.

 

«Cómo dar una buena clase», de Salvador Gómez y José Cabeza (Alba Editorial, 2024)

 

 

 

Salvador Gómez

 

 

 

José Cabeza

 

 

Eduardo Suárez Fernández-Miranda

 

 

Imagen destacada: Salvador Gómez (a la izquierda) y José Cabeza (extremo derecho).