[Ensayo] Montaigne hoy: La vigencia del señor de la montaña (1)

Nuestra lectura de «Los ensayos» se ha renovado mucho desde hace veinte años, y de manera bastante imprevista y sorprendente: cuando yo era estudiante, todos leíamos al humanista francés del Renacimiento desde el «Ejemplar de Burdeos» y no podíamos imaginar otra cosa, por lo demás, y en las librerías no había otro texto disponible. Pues bien, desde hace una década, la balanza se ha inclinado a favor de otro palimpsesto, el de la edición póstuma de 1595 procurada por Marie de Gournay, y el cual hoy parece ser aceptado casi unánimemente por los especialistas y los traductores.

Por Hernán Ortega Parada

Publicado el 11.1.2021

«Escribo mi libro para pocos hombres, y para pocos años».
Montaigne

Las lecturas corrientes que circulan sobre Michel de Eyquem —señor de las tierras de Montaigne— (fr. 28.02.1533 / 13.09.1592) son generalmente selectas, escasas y dificultosas, tal vez por la extensión de sus textos publicados en diversos años de vida del autor. Recordemos que, antes de sus libros, publicó ensayos en diversas publicaciones de su país. Pero, en efecto, sólo recordamos sus tres ediciones primeras como libros y, sobre todo, el volumen que rehízo mil y una veces antes de fallecer.

Ahora, en pleno siglo XXI contamos con una edición veraz, revisada, limpia. Y traducida al castellano. Yo me inicié en un volumen editado a fines del 1900 y leí muchos de los ensayos, más era insoportable —casi inútil— ambicionar conocerlo del todo (su trabajo es inmenso). Ahora pienso que el fuego hizo justicia al eliminar dicha materia.

Hoy es mi intención ofrecer a los lectores, selectos textos finales: lenguaje adaptado a nuestro tiempo y con muchas expresiones latinas traducidas. El autor del prólogo de la novísima edición es el especialista Antoine Compagnon, traducido al castellano por el español J.B.B. (sic). De modo que mi trabajo llega hasta aquí. Este prólogo, seguramente por su extensión, será publicado en dos partes.

Suerte.

 

«Los ensayos» de Montaigne 

Desde Marie de Gournay, su «filie d’alliance», cada generación ha forjado su propio Montaigne eligiendo en Los ensayos tal o cual capítulo preferido, y Montaigne no ha abandonado nunca las candilejas. Pascal se enfrentó a él en el Entretien avec M. de Saci (Conversación con el señor de Saci) como si se tratara de su adversario más vivo. Malebranche juzgó indispensable refutarlo largamente en la Recherche de la vérité (Investigación de la verdad).

En los inicios de la Tercera República se atacó su conservadurismo político y su legitimismo monárquico, y hasta se le acusó de cobardía como alcalde de Burdeos, bajo el pretexto de que habría desertado de su ciudad enferma de peste. Si su pretendida mala influencia había de ser combatida, significaba que se imponía. En 1892, en el tercer centenario de su muerte, que coincidió con la desaparición de Ernest Renán, se hizo de ellos compañeros en el escepticismo y el diletantismo.

En 1933, en el cuarto centenario de su nacimiento, la República ya no buscó el enfrentamiento con él; por el contrario, le canonizó definitivamente gracias a la evolución que Pierre Villey había discernido en su pensamiento: del estoicismo al escepticismo y al epicureísmo. De este modo, se le reducía al orden y a la cordura, se le volvía inofensivo y disponible para los niños de las escuelas.

En su fotografía oficial como presidente de la República francesa, tomada por Giséle Freund en 1981, François Mitterrand se hizo retratar en la biblioteca del palacio del Elíseo sosteniendo Los ensayos en la mano. Durante catorce años en las postrimerías del siglo XX, el libro de Montaigne figuró en todos los ayuntamientos y las embajadas de Francia, en los despachos de los cargos electos y de los funcionarios.

Para dar de sí mismo a los franceses una imagen de hombre de cultura y humanista, y para dar al mundo la imagen de una Francia apasionada por la libertad y por la tolerancia y creadora de los derechos del hombre, François Mitterrand eligió a Montaigne. En realidad, ¿qué otro escritor podría haber escogido?

Le plantearon a André Gide, en 1929 en Berlín, la tradicional pregunta del Panteón de las letras europeas: ¿qué escritor francés poner junto a Goethe como faro de la cultura europea? De acuerdo con el cliché impuesto desde el romanticismo, cada literatura nacional —y cada nación, puesto que la literatura constituye la mejor expresión de su espíritu— se encarna idealmente en un escritor supremo, como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe y Pushkin, pero la literatura francesa carece de este ser supremo cuyo nombre grabar en el frontón de los monumentos y las bibliotecas junto a Homero y a Virgilio.

¿Acaso Molière o Hugo se ajustarían al puesto? Pero uno es cómico y el otro polémico. ¿O acaso Voltaire o Rousseau? Pero la falta que se les atribuye comúnmente divide todavía el país. Ningún escritor parece imponerse, porque la continuidad y la disputa no han cesado de marcar la literatura francesa, que abunda en parejas, en cada momento de su historia y a lo largo de su tradición: Corneille y Racine en la era clásica, o precisamente Montaigne y Pascal entre uno y otro siglo.

Pues bien, Gide respondió Montaigne sin vacilación. El autor de L’Inmoraliste (El inmoralista) veía en el autor de Los ensayos el Goethe francés, es decir, no sólo el mejor representante del espíritu de la nación sino también un escritor de valor universal. Porque Montaigne —esto explica la elección de Gide— no se reduce al espíritu francés que él representa por excelencia, o al ideal de la cultura del «hombre honesto» que transmitió a la edad clásica y a la Ilustración, o siquiera a la tradición del «humanismo cívico» que había de conducir hasta la invención del «intelectual» francés a finales del siglo XIX, Montaigne es, como afirmaba Charles du Bos, «el más grande europeo de la literatura francesa».

Discípulo de Plutarco, traductor de Raimond Sebond (Ramón Sibiuda), lector de Tasso, es con Erasmo el gran transmisor del Renacimiento. Shakespeare le debe el Calibán de La tempestad, mucho antes de que Emerson y Nietzsche o Walter Pater y Stefan Zweig dialoguen fraternalmente con él.

En los mismos años de entreguerras que vieron las últimas brasas del humanismo, es decir, de la creencia en que la lectura asidua de los grandes libros nos permite vivir mejor, Albert Thibaudet hacía de él «el padre del espíritu crítico», es decir, del discernimiento, de la escucha, de la simpatía.

En Berlín, Gide —sin duda vale la pena señalar que el periodista que le hacía las preguntas se llamaba Walter Benjamín— defendía en él un modelo para la reconciliación franco-alemana y para la defensa de la paz en una Europa de la cultura, porque esta Europa habría tenido una muy buena idea si hubiera cultivado la tradición que constituía su unidad, como Montaigne había intentado, con aquellos a quienes entonces se llamaba los «políticos», superar las divisiones religiosas de Francia durante las guerras civiles.

La estatua de Montaigne realizada por Paul Landowski fue erigida entonces frente a la Sorbona: los transeúntes, sin importar su origen, acarician su base, como la mula del Papa que Montaigne había besado durante su viaje a Italia.

Todos estos elogios —igual que las censuras— proceden sin duda del malentendido, del prejuicio, hasta de la propaganda, pero la literatura vive de este género de quidproquos o de abusos.

Los historiadores de la literatura, con un esfuerzo «sisifiano», tratan de reconducir los textos a su sentido original, pero, por una parte, no lo consiguen jamás, y felizmente —porque tienden a congelar la interpretación de la literatura—; por otra parte, no es posible detener el progreso, si puede llamarse progreso a la sucesión de las lecturas que renuevan a los grandes escritores, los deforman y les atraen nuevos lectores, a menudo a despecho del sentido original.

¿Acaso el contrasentido no constituye la vida misma de la literatura? Sin él, permanece encerrada en las bibliotecas como los muertos en los cementerios. A la filología, que vuelve al origen de los textos, se le opone el movimiento ininterrumpido de la alegoría, que arrastra los textos hasta nosotros, los adapta a nuestras preguntas, los maltrata y los transmite.

Así pues, no nos quejemos de que Montaigne, como el resto de los grandes escritores, haya sido a menudo leído en contra de sí mismo, arrastrado en una y otra dirección, y aceptemos que la lectura que hoy hacemos de él sea tan provisional como todas las que la han antecedido.

Como nuestros predecesores, tenemos nuestro Montaigne, nos fijamos en un capítulo en el que no se había insistido demasiado hasta el momento, en una frase que armoniza con nuestra sensibilidad actual, y es mucho mejor así, porque así es como la tradición vive, como el pasado tiene futuro.

El Montaigne de François Mitterrand en 1981 era todavía el de Gide en 1929, un Montaigne universal, un gran escritor inspirado en el modelo de los románticos, un moderno, precursor del nacimiento del individuo, de la filosofía de las Luces, del progreso y de los derechos del hombre. «Sin duda, la importancia de un autor no sólo depende de su valor intrínseco, sino también y mucho de la oportunidad de su mensaje», reconocía Gide.

Uno y otro apreciaban no el Montaigne de los filólogos, sino el Montaigne de los aficionados, el de la «gente honesta»: en él, el «lector capaz» encuentra respuestas a los nuevos interrogantes que se plantea; descubre en Los ensayos, como lo preveía Montaigne, «perfecciones distintas de aquellas que el autor ha puesto y percibido en su obra».

Por más que los filólogos pudieran objetarnos que Montaigne era un premoderno, ha sido leído durante mucho tiempo, con un anacronismo fecundo, desde el punto de vista de las Luces, del romanticismo, de la modernidad o incluso de la postmodernidad, como nuestro hermano mayor.

Así pues, junto al Montaigne de la escuela, el Montaigne de los profesores, hay pues otro Montaigne que cuenta más, el de los «lectores capaces». Estos lo comprenden a su manera, aunque, en el fondo, lo que todos buscan, generación tras generación, no sea más que un poco de «sabiduría humana», una ética de la buena vida, una moral de la vida pública así como de la vida privada.

Ahora bien, los dos Montaigne han cambiado recientemente. Profesores o aficionados, ya no leemos Los ensayos como hace veinte o treinta años, como en 1980, en el cuarto centenario de su primera edición, o como en 1992, en el cuarto centenario de la muerte de su autor.

La tradición es el cambio a lo largo del tiempo, y por ello debemos rehacer periódicamente nuestras ediciones y nuestras traducciones de las grandes obras del pasado, ponerlas al día para que correspondan mejor a nuestras expectativas.

 

Michel Eyquem de Montaigne

 

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Nuestro texto de Los ensayos se ha renovado mucho desde hace veinte años, de manera bastante imprevista y sorprendente. Cuando yo era estudiante, todos leíamos a Montaigne en el Ejemplar de Burdeos y no podíamos imaginar otra cosa. Por lo demás, en las librerías no había otro texto disponible.

Pues bien, desde hace una década, la balanza se inclina a favor de otro texto, el de la edición póstuma de 1595 procurada por Marie de Gournay, que hoy parece ser aceptado casi unánimemente por editores y traductores. Es curioso observar tales vuelcos del consenso crítico.

Montaigne publicó en vida dos ediciones de Los ensayos, la de los libros I y II en 1580, y la de los libros I, II y III, con adiciones importantes en los dos primeros, en 1588. Después continuó, hasta su muerte en 1592, haciendo añadidos en los márgenes de su libro.

Marie de Gournay publicaría la edición de 1595, que comprende adiciones copiosas y capitales a los tres libros y difiere sensiblemente del texto de 1588. Es esta edición póstuma de Los ensayos —la que fue reeditada tradicionalmente hasta finales del siglo XIX— y en ella se leyó a Montaigne, desde Pascal hasta Renán, pasando por Rousseau y Montesquieu, o Emerson y Nietzsche.

Pero la tradición crítica fue de repente trastornada por la Edición Municipal de Los ensayos, establecida por Fortunat Strowski en el inicio mismo del siglo XX, a partir del Ejemplar de Burdeos, es decir, de un volumen de la edición de 1588, perteneciente a la Biblioteca Municipal de Burdeos y que contiene numerosos añadidos de la mano de Montaigne.

Strowski lo editó distinguiendo los estratos sucesivos del texto: 1580, 1588, adiciones posteriores. Al parecer fue el eminente crítico Ferdinand Brunetiére quien, inspirándose en las ediciones sinópticas de la Biblia, le sugirió la idea de tal presentación. Pierre Villey, gran erudito montaignista, especialista en las fuentes antiguas de Los ensayos, retomó este principio hacia 1920 en una edición más accesible que la Edición Municipal, y designó los tres estratos del texto mediante letras (a: 1580; b: 1588; c: adiciones manuscritas del Ejemplar de Burdeos).

En lo sucesivo, ésta fue la edición retomada por todas las ediciones corrientes de Los ensayos, por ejemplo la de la Pléiade de Albert Thibaudet y Maurice Rat, hasta finales del siglo XX.

Por desdicha las diferencias entre el Ejemplar de Burdeos y la edición póstuma de Marie de Gournay eran numerosas y significativas. Strowski y Villey, que recelaban de las intervenciones de ésta, eligieron el Ejemplar de Burdeos como texto de base porque estaba acreditado, pero a veces se vieron en la obligación de tener en cuenta la edición de 1595, en particular cuando el Ejemplar de Burdeos presentaba lagunas o recortes, de suerte que la edición en la cual nos habíamos acostumbrado a leer a Montaigne completaba, cuando hacía al caso, el texto del Ejemplar de Burdeos mediante las lecciones de la edición póstuma.

Así pues, disponíamos de un texto compuesto en el que los especialistas no podían confiar en detalle y que les forzaba a verificar sin descanso el estado del texto que comentaban: en 1580, 1588, 1592, 1595, ¿qué decía exactamente?

Siempre es difícil pronunciarse sobre el origen de las revoluciones, ya sean políticas o textuales, pero los especialistas empezaron a quejarse cada vez más vivamente de las ediciones de Los ensayos basadas en el Ejemplar de Burdeos. En respuesta, se volvieron hacia la edición de 1595 y emprendieron la tarea de rehabilitar a Marie de Gournay. Para salvar su edición, bastaba con forjar la hipótesis de que se basó en una copia establecida por Montaigne que contenía sus últimas anotaciones.

Esta copia hoy perdida —un ejemplar de la edición de 1588 repleto de adiciones— habría sido facilitada por Marie de Gournay al impresor. En cuanto al Ejemplar de Burdeos, no habría sido otra cosa que el manuscrito de trabajo y, por tanto, no representaría las últimas intenciones de Montaigne.

De este modo, hemos vuelto a Marie de Gournay y desde ahora leemos a Montaigne en un texto que los editores modernos no han tocado y no han reconstruido como una catedral de Viollet-le-Duc.

En unos cuantos años el Ejemplar de Burdeos ha descendido al rango de borrador, mientras que, por un hermoso mea culpa de la tradición crítica, la fidelidad de Marie de Gournay y la exactitud de su edición póstuma han sido enteramente reevaluadas.

(Sigue en la parte II)

 

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Hernán Ortega Parada (1932) es un escritor chileno, autor de una extensa serie de poesías, cuentos, notas y ensayos literarios.

 

 

Hernán Ortega Parada

 

 

Imagen destacada: Estatua de Michel de Montaigne frente a la Universidad de la Sorbona, en París.