[Ensayo] «¡Ovnis sobre Santiago!»: Un lenguaje fuera de todo enmascaramiento distractor

El libro de Rodrigo Zúñiga Contreras (en la imagen destacada) resulta ser un poemario político, cuya fuerza expresiva radica en la oportunidad creativa de una palabra que se desmarca del lirismo, asentando el signo en la purgación incesante para calar lo real, los objetos, el mundo y el corazón desbocado.

Por Pavella Coppola Palacios

Publicado el 1.6.2021

Comentar un poemario en plena pandemia resulta ser una alegría. El mundo se encierra, las fronteras se clausuran, apenas nos saludamos rozándonos la mano empuñada como una tímida flor. Todo se ha vuelto extraño. Todo debe desinfectarse. Pero nace la poesía contra la desconfianza gris.

Comparto mi personal lectura del poemario ¡Ovnis sobre Santiago! de Rodrigo Zúñiga. Lejos está de una exégesis mayor. Se trata de una intencionada lectura que arrastra consigo cada una de mis propias obsesiones. No leemos de modo ingenuo, somos también la lectura que leemos en el tiempo que nos habita.

Alguna vez Ezra Pound se preguntó en Lamento del guardia fronterizo: “¿Quién es el responsable de esto? / ¿Quién despertó la ira imperial?”, como si con estas interrogantes se actualizaran una vez más ciertas inquietudes que obstinaron a poetas de otros tiempos, persistiendo hasta hoy en los versos que nos acompañan.

Suceden inevitables estas preguntas, se expresan de muchos modos y persisten como empeños de otras épocas, y, sin embargo, se presentifican como un dolor lacerante, casi universal. Pareciera ser que ¡Ovnis sobre Santiago! ingresa a esas figuraciones de un modo propio, atento a muchas voces, multiplicándolas.

 

Los ojos en su cotidiana desmesura

¡Ovnis sobre Santiago! publicado cuidadosamente por Ediciones Filactería (2021), es un contundente poemario que se suma a una larga lista de publicaciones del poeta y filósofo chileno, Rodrigo Zúñiga. El libro resulta ser un delicado y dedicado trabajo de diseño y edición. Enriquecen esta factura, los dibujos de ovnis de Laura y Marcel que juegan con el niño que fue, voz activa del primer poema.

El autor nos viene a recordar el desasosiego por destrabar la aparente tensión entre un yo pletórico y un nosotros moviente. Apariencia, tan sólo. Porque lo que leemos aquí resulta ser una subjetividad lanzándose al territorio colectivo como ineludible gesto exploratorio donde datos y citas interceptan el discurso para construir una morfología del asombro y el desespero:

te tocó la
pendiente oscura,
quizá sea tu única certeza,
volverse sombra en una orilla lentamente.
Lo mismo que nosotros en esas circunstancias.

Cuatro largos poemas articulan este poemario y organizan cada una de sus secciones; una nota aclaratoria respecto de la génesis del poemario cierra el volumen.

Toda la poesía inscrita aquí atraviesa los años de la última dictadura chilena y la insurrección popular de octubre, 2019, sosteniéndose como una palabra que legitima el ritmo propio del texto y el de esa particular vida. El primer extenso poema se titula «Un Ovni sobre Santiago», lo sigue «Lo que dijo el niño monstruo», luego «Lo que vimos en la cumbre del San Cristóbal» y «Todos los días se quema Chile».

Esa tarde de agosto / en 1985 en Santiago de Chile escenifica un paisaje que sitúa al niño-testigo en medio de un país en el que lo abyecto e inocentes jugarretas perviven en una cotidiana ilusión de lo real.

Es el Chile de la dictadura, el del 17 de agosto de 1985. Es el territorio de infantiles asombros. Ante esa mirada candorosa el niño que fue recuerda: comienza la anamnesis desplegando destellos de un acontecimiento que se intenta recomponer a sabiendas que esta práctica obsecuente condena a la hibridación.

Se exaltan voces, se discute, se conjetura: «Lo vimos avanzar desde la montaña, /me comentó Alejo con entusiasmo». Se trata de un Ovni sobre los cielos de Santiago: toda la prensa, toda la televisión, los vecinos y amigos, la ciudad completa, el país entero participa del fervor; algo ha movido la letanía del país ensombrecido:

a él le habían advertido unas señoras
de ésas que viven pendientes del cielo
que dejara de hacer sus cosas y mirara hacia arriba,
y ahora se encargaba de transmitir la noticia a grito suelto.

Zúñiga decide escribir el acontecimiento ufológico como un pedazo insólito de la historia reciente. Nos devuelve mediante giros prosaicos una inocencia absorta que abre las pupilas allí en medio del país extraño. Se trata de un corte fotográfico deteniendo la escena para revisarla en toda su desatada humanidad.

El niño testigo habita el acontecimiento, pero es el hombre adulto quien recompone con la certeza de la lengua del testimoniador y su inevitable fragilidad, un tiempo que ya fue y un presente en potencia. El poeta intenta acceder a eso que ya ha sido, mientras el asombro del niño insiste en la grácil actitud frente a la pesadez que toda memoria carga consigo.

La escenificación recompone un absurdo mediático y político que, a los ojos de la infancia, es pura verdad. Hay citas de diarios, voces de testigos, personas con nombres y apellidos subsumidos en la batahola del territorio conquistado:

según La Cuarta, a las hermanas Leticia y Miriam Marín
las llamó por teléfono una amiga
para copuchearles (sic) que en el cielo se hallaba un ovni…

Por todos lados suceden los ojos-testigos: «yo vi un bloque compuesto de aceros; parecía estar restregándose los ojos/ volteándolos en una y otra dirección». El país de entonces es el territorio de la muerte y desaparición. Y la tragedia debe ser vista, debe ser hablada.

Atiborrado de miradas sucede este extenso poema que, en su estructura poética de insistente exploración anamnética e ironía, dialoga con Canto a su amor desaparecido de Raúl Zurita y con ¡Arre! Hallley ¡Arre!, el poemario de Elvira Hernández publicado en 1986.

Dice, entonces, Zúñiga:

y sí, fuimos ojos abiertos,
exageradamente abiertos
irremediablemente abiertos
sorteando el infinito.

 

Rodrigo Zúñiga Contreras

 

Cierta dimensión onírica de la palabra

Todo el poema es interceptado por citas, promoviendo una agitación interna, de modo tal que las posibilidades intertextuales de una escritura extensa abren también los mecanismos semánticos para una discursividad que se resiste al cierre lírico y lanza el acontecimiento ufológico en medio de una superficie entre el simulacro y la ironía: «sí, en el cielo está el Terror/pero también en las calles y en los domicilios».

Si Jean Baudrillard nos avisó de las maniobras del simular, entonces el niño de este poema condensa en la mirada a todo un territorio dispuesto a ser parte de la creación del simulacro:

que se elevó hasta la estratósfera y volvió para una inmersión
M a g n e t o s c ó p i c a
que se internó en la espesura pero se ajustó a los
tiempos de los televidentes
así que después de comerciales estuvo de nuevo a
disposición de los más escépticos….

Lo absurdo se prolonga en el siguiente poema titulado «Lo que dijo el niño monstruo» para persistir en la densidad de lo esperpéntico como rebosante signo de esa idea agitadora de todo simulacro. Sin embargo, este largo poema nos sitúa en cierta dimensión onírica de la palabra; hay un delirio punzante, quizás único modo para buscar aquello que se requiere comprender:

Me embargaba, en relación con el niño monstruo,
un deseo “ontológico”:
necesitaba cerciorarme de su evidencia …

Las tres primeras estrofas otorgan los antecedentes para discernir el vacío y desorganizar cualquier posibilidad de reconocimiento corpóreo de este niño monstruo. ¿Qué es, quién es?: «Nunca oímos la voz del niño monstruo:/nunca su odio quemante en el espinazo/nunca sus chillidos de rata…».

Pero, la falsedad es más ominosa cuando surge como consciente estrategia. Y el poeta insiste: «yo necesitaba creer, / todavía, /que algo en aquella historia/ debía ser real». Y aunque persiste el desespero por escudriñar la lógica del simulacro, ni el tiempo ni la palabra juegan a favor. La memoria pudiera ser únicamente un intento para soslayar la inevitable desventura de horadar la materia de la muerte: «todo el mundo actúa ahora/ como si jamás hubiera sucedido».

Así y todo, no se renuncia a buscar los cabos sueltos, aunque todo lo que asalte y se registre recuerde un país descompuesto: «Nueve muertos. / Apagón nacional en diciembre. / Estreno del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. El trece de abril del ochenta y tres /se inaugura el parque de diversiones/Mundomágico».

«Lo que vimos en la cumbre del San Cristóbal» es el título que homenajea a Eugenio Dittborn “que proviene de su brillante video ‘Lo que vimos en la cumbre del Corona’, que vi en el MAVI hacia 2007, creo”, aclara el autor en la nota final.

Insisten aquí los ojos en su cotidiana desmesura. En este poemario, los ojos se abren, se cierran, parpadean, poseen vida propia: «yo tenía unos ojos tentaculares; estaba orgulloso de mis ojeadas pegajosas; vámonos a mirar/ me decía a mí mismo».

Insiste ser aquí la mirada una potencia para activar el acceso de ese otro lado que se oculta a la razón, sea por capricho o perversa injerencia del espectáculo simulado. La pupila es más que un órgano, signa una alerta buscando desentrañar el mito urbano en la trivialidad del paisaje dado. Aquello que se ha tardado en encontrarse cuando se es hallado arrastra consigo la condena que, por naturaleza, no puede desistir de cierta horrorosa embriaguez:

lo que vimos en la cumbre del San Cristóbal
nos hizo darnos cuenta de que siempre
vagaríamos solos por el mundo
con nuestros ojos entornados
ardiendo hasta enloquecer…

El cuerpo es infectado, padece: la Virgen me cubrió con su sonrisa/salmeterol, /anhidruro opiáceo. Comprender lo que se vio en la cumbre del cerro resulta ser un delirio porque las oscuridades propias y colectivas suceden como adhesiones de algo indecible, inenarrable. La escritura no socorre a la herida. No puede, no alcanza: «un hedor/de palabra abortada/en las pequeñas grietas/de la sangre…».

Se ha recorrido el campo espeso del simulacro. La palabra poética ha ironizado. Se ha desmitificado la duración entre la voz testimoniadora de quien escribe y la voz del niño que fue mediante un verso prosaico que desiste de preciosismos, porque lo que se intenta decir sucede ruinoso en medio del país extraviado. Y la ruina levanta polvareda para que cierta memoria se empeñe en despejar la neblina del tiempo transcurrido.

Por ello, «Todos los días se quema Chile», último poema. Este texto, personalmente, me parece de una belleza abrumadora, por dos razones: primero, porque aquella suerte de desvarío en los poemas anteriores junto a la sórdida desventura de quien desesperadamente busca algo de razón en medio de las ruinas de un país en dictadura, se transforman en algo parecido a la esperanza.

Segundo, porque este es un largo poema acerca del amor. Y escribir sobre el amor en poesía resulta tan difícil como escribir sobre política, tópicos desafiantes para quien quiera definirse poeta.

Tanto el cuerpo amado de la mujer como el cuerpo del país dolido van interceptando este extenso poema. Si ha sido tan agobiante la empresa predecesora, es momento que surja un atisbo esperanzador en esas calles de gentes patipeladas de octubre, 2019.

Gentes y voces concretas, allá afuera. Y la voz y el cuerpo de la amada, acá dentro. Ambos construyen un andamiaje entre lo probable y lo inevitable:

¿por qué traficas la lluvia ácida? / ¿por qué te llenas de espanto? (…)
nos están arrancando los ojos, Claudia/ ¿no vas a hacer nada? (…)
todo el mundo está feliz pero mi corazón/se revuelca en la más puerca de las amarguras…

Mientras todo un cuerpo-nación desobedece, dispuesto a dejar atrás aquellas apariciones de antaño, los amantes descubren el desencanto de lo íntimo en un presente alternando la voz colectiva y la voz personal:

en Santiago, en octubre de 2019,
se declaró el más grande estallido extraterrestre
que algunas Claudias lloraron en sus madrigueras.
toda la alegría y toda la tristeza
cayeron sobre nosotros.

 

Colofón

¡Ovnis sobre Santiago! resulta ser un poemario político, cuya fuerza expresiva radica en la oportunidad poética de una palabra que se desmarca del lirismo, asentando el signo en la purgación incesante para calar lo real, los objetos, el mundo, el corazón desbocado.

Se trata de una palabra precisa dotando al verso de austeridad, objetivando de tal modo el mundo que deviene médula. Lo que se poetiza aquí es la desnudez de lo real; hay cierto fervor por una poesía que cree en la realidad y abraza su disposición prosaica. Como apostando por una palabra entendida como eslabón cardinal de la misma realidad, el autor nos recuerda un lenguaje fuera de todo enmascaramiento distractor.

Y sólo como un último asunto de estas notas: sigamos oteando el firmamento y las calles, sigamos al poeta que nos enrostra: «¿conocemos tú y yo todas las cosas del cielo?».

 

***

Pavella Coppola Palacios es nómada, ensayista, poeta e investigadora.

 

«¡Ovnis sobre Santiago!» (Ediciones Filacteria, 2021)

 

 

Pavella Coppola Palacios

 

 

Imagen destacada: Rodrigo Zúñiga Contreras.