[Ensayo] «Tacto»: Apuntes intangibles que rozan

El volumen del autor británico de origen francés Gabriel Josipovici es un refinado ejercicio intelectual sobre las posibilidades y limitaciones del sentido de la sensibilidad al contacto, visto a partir de manifestaciones artísticas y culturales, literarias y cinematográficas, pictóricas y simbólicas.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 25.8.2021

I

Cuando Gabriel Josipovici (Niza, 1940) publicó el original de Tacto (Touch) hace veinticinco años, nunca imaginó el paulatino desborde del tópico, desde los dispositivos táctiles que nos acompañan en todo momento (inclusive al baño) hasta el distanciamiento social y las cuarentenas, efectos (y conceptos) de la inédita pandemia, la primera de este siglo XXI.

A priori, Tacto puede parecer un libro que responde a la urgencia de lo contingente o un ansiolítico de la excepcionalidad de la época presente, pero nada de eso. Es un refinado ejercicio de ensayo sobre las posibilidades y limitaciones del sentido del tacto, visto a partir de manifestaciones artísticas y culturales, literarias y cinematográficas, pictóricas y simbólicas.

Y llega en un momento en que el habitar del mundo se estrecha, se ensancha y, a la vez, implota a una profunda reflexión de nuestra participación en el mundo como sujetos y cuerpos.

La pluma de Josipovici es audaz, erudita y gratamente cercana. No realiza volteretas o fintas que puedan desviar la atención de quien lee. Tacto está dividido en pequeños ensayos que ofician de secciones o capítulos. Al final de la edición, un generoso índice onomástico para saltar de lleno a lo que vinimos a buscar.

El fetiche, tal vez, de muchas mentes y manos que hojean buscando la sorpresa o el cumplimiento de una expectativa. O bien, cuál es el nombre que nos hace touché en la búsqueda.

Ahora bien, con miras a ampliar los horizontes de lectura, quiero pensar que Tacto es un catalizador de nuevas y diferentes observaciones del entorno y la idea de cultura misma. Creo que la transitoriedad aquí tiene una dimensión interesante, en los divergentes tropos del tacto mismo.

Quiero decir, en lo que no nos detenemos y que hemos o no tocado. El punto donde comenzamos a bordar nuestra propia haptología (ciencia del tacto).

 

II

El tocar en sí, puede operar con una estructura epistemológica sencilla. Pensemos en la distinción de David Hume entre impresiones e ideas que desarrolla en su Tratado de la naturaleza humana (1739). En breves términos, una distancia entre sentir y pensar. Las impresiones agrupan lo que se percibe vívido y fuerte en el instante.

Por otro lado, las ideas son la evocación de una impresión. Por ejemplo, quemarse es, en su ocurrencia, una impresión y el cuidado del fuego reside en el orden de las ideas.

Esa distinción me parece apropiada a la hora de componer una memoria del tacto. Por ella, tenemos algunos conceptos que se hacen parte de nuestro bagaje personal, por ejemplo, lo rugoso, lo suave, lo frío y lo caliente. Hay más, pero quedemos con estas. El tacto es una forma de conocimiento y, a la vez, encarna una experiencia.

En ese sentido, el tacto se vuelve un objeto de interés y de exploración. Paralelo a la publicación de Tacto en 1996, aparece el libro Los ojos de la piel del arquitecto finés Juhani Pallasmaa, que, en su disciplina, desterritorializa a la visión como fuente de las percepciones e inclina la balanza hacia el tacto.

En sus palabras: “Todos los sentidos, incluida la vista, son prolongaciones del sentido del tacto; los sentidos son especializaciones del tejido cutáneo y todas las experiencias sensoriales son modos del tocar y, por tanto, están relacionados con el tacto. Nuestro contacto con el mundo tiene lugar en la línea limítrofe del yo a través de partes especializadas de nuestra membrana envolvente” (Barcelona: Gustavo Gili, 2006, p. 10).

De la arremetida de Pallasmaa, más allá se encuentra la crítica que el historiador estadounidense Martin Jay efectúa a la tradición francesa que se centra en la visión —producto de la dualidad cartesiana mente+cuerpo— y que se ha denominado ocularcentrismo o, en la idea de la filósofa belga Luce Irigaray, oculocentrismo secular (en Espéculo de la otra mujer, 1974).

 

III

Volvamos a Josipovici. En las primeras páginas de Tacto, hay una inquietud inicial que ejercita tanto la sospecha como la curiosidad y, a la vez, lo inconmensurable de la historia de un sentido (o exagerando, de los sentidos).

Así se lee en la página 21: “Por algún tiempo apunté notas sobre el tema del tacto. Coleccioné fichas y citas que me parecían relevantes y discutí ideas con mis amigos. Pero la distancia entre ese trabajo preliminar y la escritura misma del ensayo es inabordable”.

En el Diccionario de la Real Academia Española se intenta resumir el “tocar”, ya el verbo del tacto, en veintiocho acepciones. Ya casi al final del volumen, en el apéndice, hay una explosión terminológica que Josipovici libera para entender que el libro ha quedado abierto y sus próximas trayectorias están sugeridas.

Tacto es un libro que reingresa en un escenario mundial ocularcentrista, pese a los esfuerzos —al menos teóricos— por reducir la influencia y la hegemonía de la cultura visual. En 1996, los ojos eran monopolizados por la televisión y, en alguna parte, por los formatos audiovisuales breves, pero con impacto.

Desde una publicidad con mayor clausura —antes que sugerencia— hasta los videoclips (por ejemplo, el auge de MTV) y los footages que se integraron a la ampliación del registro noticioso. Hoy en día eso parece haberse trastornado y transformado.

Una publicidad mucho más envolvente y también subversiva que estruja el retorno de lo reprimido. Igualmente, los videoclips en sus modalidades capsula (desde el streaming hasta el TikTok) y los footages que hacen a cualquier un potencial caza-noticia o reportero. De esto último, más allá del régimen de verdad (o posverdad) adjudicable, el ocularcentrismo se eleva a una intensa fe en las imágenes.

Josipovici, como decía, reingresa, para volcar la mirada a las manos, a las sensaciones de cuerpo entero o parte de. En el prólogo a esta edición de Roneo, la escritura de Cristóbal Joannon es arrastrada por las circunstancias presentes de la pandemia. Y es difícil pensar que no podría ser así. El contexto actual absorbe y referencia con voracidad.

A mi parecer, más allá de los conflictos que aquejan al tacto, la época de hoy contribuye más a un incremento de la cultura visual. Estar conectado se convirtió en un artículo de primera necesidad y, por cierto, un mediador de la mayoría de nuestras sensaciones.

La conexión ya excedió el hecho de estar informado y pasó a ser un estadio donde se está sintiendo a cada momento. El ojo concluye. En ese punto final, lo telepresente, lo teletópico, como eje del tacto que ocurre y no.

Multiplicando las posibilidades, un tacto que ocurre y no. Como el de ser tocado a distancia o el de cómo, por ejemplo, una mirada toca. Desde las primeras videollamadas hasta un libro que conmueve. Cómo, en efecto, decidir cuál es el tacto que sucede sin suceder. ¿Es acaso un tema de calidad del tacto? ¿O qué tan posible es imaginar un tacto?

A esta última pregunta, el texto de Josipovici roza la metafísica de una experiencia. El tacto es una participación por hacer, en el mundo. El trayecto de un trayecto y como tal, solo queda sucumbir a una incompletitud de apuntes precisos o tardíos con el tópico abierto “tacto” o pequeños toques (¿se acuerdan cuando Facebook —en su prehistoria— nos dejaba “dar un toque” a los demás?) destinados a generar una madeja de pensamiento sobre el deseo de retardar la escritura de un ensayo sobre el tacto, sino solo fragmentos en el lugar equivocado.

Y de la incompletitud, una inscripción efímera de (ideas) intangibles que terminan tocando, de alguna manera. Con esto quiero decir la mayor cantidad de combinaciones posibles. El catálogo queda desplegado a la búsqueda y al hurto de hallazgo.

A propósito de esa participación en el mundo, Josipovici dice: “Dado que vivimos en un cuerpo, es nuestro cuerpo lo que nos otorga un acceso común al mundo físico; en otros términos, somos participantes, no espectadores y la forma en que participamos es a través de esta personificación” (p. 28).

La argumentación del crítico teje para sí a la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty y a la división entre Körper (cuerpo vivo) y Leib (cuerpo vivido) de Edmund Husserl. Acto seguido, reflexiona sobre la suspensión del cuerpo ante una experiencia como la del cine.

“Hemos dejado atrás nuestros cuerpos” (Ibíd, p. 30), implica un involucramiento mental mediante las percepciones, como puede ser —a priori— la lectura y la escritura, pero ¿puede no quedar atrás el cuerpo?

Jean Luc Nancy dirá que el tacto: “es el intervalo de lo que hace sentir (lo que es sentir): la proximidad de lo distante, la aproximación de lo íntimo” (Corpus. Madrid: Arena Libros, 2003, p. 20).

 

IV

El “ser parte del mundo” es una de las ideas que más se repiten. Y es evidente, el hecho de estar de pie es participar de la superficie terrestre y de un ambiente en particular. El libro también hace referencia a rudimentos de la experiencia (y algunos biográficos) que ponen y disponen la carne frente a la interacción con los sujetos y objetos del mundo. La perspectiva del yo va construyendo los correlatos de las percepciones que se han producido. Con esto, un breve retorno a la estructura de Hume, recordemos: impresiones e ideas.

Josipovici reflexiona entre las costuras literarias de grandes obras como la de Samuel Taylor Coleridge, William Wordsworth, Samuel Beckett y Marcel Proust. Esta última con especial entusiasmo y énfasis. También aborda el tacto desde la representación pictórica, destaca el análisis de cuadros —cuyo anexo está al final del libro— entre otros, de Jan van Eyck y Jean-Baptiste Chardin.

Inclusive hay digresiones alrededor del cine de Charles Chaplin. En Tacto hay disparadores para pensar no como el tocar hace a los cuerpos deseables, sino como una transferencia y traslación del deseo corporal.

Paralelamente, Josipovici vierte sobre quien lee el deseo del cual un artista ha formado las cosas, lo instala en el umbral del sentido de la experiencia de crear. Como si todo esto fuera un ejercicio de contemplación y asombro unido a los estudios de manos que hizo Alberto Durero siglos atrás.

Y de las poses icónicas que tratan de asir y no pueden, preguntarse: Tocar, ¿a qué, a quién? ¿Tratar el tocar o de qué trata tocar o tratar de tocar? En Tacto, hay una reminiscencia al momento en que ya no basta con ver el mar, se hace preciso tocarlo, ¿qué tal es esa experiencia?

Un punto cero donde la vida ofrece fascinación ante lo que se ve y se toca, un punto donde es el cuerpo el que accede a la vivencia y de ahí, un paso a traducir lo que viene en lenguaje.

 

V

Josipovici también echa mano a referencias bíblicas. En “El toque del rey” alude al poder curativo que llevaba tocar las ropas de Jesús y a una mujer haciéndolo (Mc 5, 25-34). Mientras que en “Praesentia”, cita la incredulidad de Tomás que tocó las llagas del Jesús resucitado (Jn 20, 24-29).

En el mismo libro de Juan (20, 17) está el conocido noli me tangere (“No me toques”) que el redentor profiere a María Magdalena y que obsesionó a una serie de pintores renacentistas.

En estos episodios, el tacto es un vehículo para acceder al conocimiento y gestionar la distancia. Por otro lado, se halla la pulsión o urgencia de comprobar, verificar, como los ojos que ven el mar a distancia o el deseo oculto de una persona que frecuenta el museo —y busca la instancia en que no sea visto— para sentir la materialidad del cuadro.

En “Límites (2)”, Josipovici comienza el texto comentando las formas de materializar una escritura. Pone al cuaderno, a la máquina de escribir, a la mano moviéndose por la página y a los dedos golpeando las teclas. La escritura como inscripción, un registro del tacto que va desde lo dinámico a lo estático y, con posibilidad, de retornar a ese estado dinámico donde el caos se vuelve un orden tan probable como imprevisible. El toque es el traductor, en definitiva, de las sensaciones que se ponen por escrito o en el papel.

En este instante, escribiendo este comentario, hago sonar las teclas del teclado del notebook. Además de sentir el salto de una letra a otra, mediando espacios, oigo el eco seco que deja cada golpe y veo lo que escribo (en las primeras máquinas de escribir esto no era posible). Accedo a la propia materialidad de mi escritura. Y pienso que lo que estoy tocando para escribir, en parte, antes fue un mineral que tocaba y que era tocado por la tierra misma.

Más que “ser parte del mundo” se es parte de una historia natural e igualmente de la historia de una técnica. Por ejemplo, en la memoria de las “naturalezas muertas”. Dice Josipovici: “(aquellas colecciones de ollas, jarras y estantes de cocina hermosamente pintadas), nos dan la sensación de que lo cotidiano, pero no en el sentido de que son objetos corrientes, sino en la sensación que produce su uso diario. La forma en que se nos transmite la pintura nos comunica no solo el uso constante de los objetos representados, sino también el cuidado afectuoso con el que han sido hechos” (p. 174).

De ahí que el salto sea a la obra Vaso de agua con cafetera (1761) de Chardin, que muestra los objetos que describe su título, junto a unos ajos y una flor deshecha. ¿Qué hay en ellos que aún despiertan el interés del observador?

Puede parecer que son solo elementos ordinarios dispuestos en una pintura, objetos que cualquiera podría captar en una pintura y representar. Detrás de la representación, la memoria de la técnica. Y esto incluye, el trabajo con las manos que ha sido perfeccionado resultado tras resultado, con el fin de llegar a una suerte de forma final de un objeto en particular.

Pensemos en el vaso, por lo menos implicó el descubrimiento del vidrio y la refinación de la materia en una forma tal que acabara en un recipiente para beber líquidos, ¿cuántos años habrá tardado ello? Ya la técnica del vidrio importa el dominio del ser humano sobre el fuego.

La técnica y, en último término, la tecnología, también tienen su origen en el tacto. La escritura no queda exenta de ello. Más aún cuando hay formatos como el Braille donde las palabras se corporizan en una textura que transmite lo que los ojos ya no pueden o no alcanzan a ver.

En esa línea, no puedo no pensar en las obras interactivas que nos invitan a tocarlas, a intervenirlas, que nos interpelan al ingreso mediante las manos. Hace unas semanas visité el Museo de la Solidaridad y fui sorprendido al entrar. La encargada del acceso me entregó un pack sellado que contenía una guía de la exhibición principal, un acrílico rojo y un par de guantes. Ella dijo que se trataba de algo que podía utilizar o no. La decisión era mía.

Cuando llegué al zócalo saqué los guantes de su bolsita protectora y avancé hacia un gran tablero blanco. La obra, en cuestión, “Excitable 7007” del artista brasileño Sérvulo Esmeraldo. Una invitación a “ser parte de la obra”. La idea era tocar el tablero, masajearlo con los guantes hasta que comience a enrojecerse. El misterio, la estática de los trozos de lana detrás. Estuve un rato estimulando el cambio de color.

En ese acto pude franquear una de las limitaciones que los museos ponen a sus visitantes, esto es, la prohibición de tocar la obra. Tan simple como disipar un “no tocar” que ya es una forma de touché, si no, pregúntenle a María Magdalena.

Finalmente, resta agregar que la reivindicación del tacto como forma de conocimiento —no tan haptocentrista a la manera de Pallasmaa— y experiencia es algo que vale la pena de esta lectura.

Textos como el de Josipovici, integran un pequeño gran anaquel de escrituras para hacer frente a los vaivenes pandémicos y al saturante ocularcentrismo al que nos mantiene rehenes el móvil y las demás pantallas de nuestras vidas.

Otro acierto, en metafísica, de editorial Roneo.

 

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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«Roneo», de Gabriel Josipovici (Editorial Roneo, 2021)

 

 

Imagen destacada: Gabriel Josipovici.