[Ensayo] «Tár»: Echarse a soñar otros tiempos

El filme del enigmático realizador estadounidense Todd Field es una formidable reflexión audiovisual en torno a los oscuros secretos que forjan los seres humanos en su camino hacia la gloria y la consagración, aún en espacios tan sensibles y «puros», como pretender ser los pertenecientes al campo de la creación artística.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 21.2.2023

Cuando medimos el espacio, ¿medimos el espacio o contamos números en una regla? Cuando queremos «sentir» el tiempo, ¿medimos el tiempo o contamos campanadas en un reloj? No es lo mismo medir que contar: se mide aquello que no tiene límites precisos: cuando recordamos y nos echamos a soñar otros tiempos, medimos el tiempo.

El recordar es medir el tiempo. El ver morir a alguien es medir el tiempo. Ver cómo se aleja un ser amado o cómo se acerca, es medir el espacio. Ver las estrellas como inalcanzables es también medir el espacio. El Hombre ha encontrado muy difícil coincidir en una definición de espacio y de tiempo y cada disciplina tiene su modo de encarar el tema.

Solemos aferrarnos a la explicación de la Física que los correlaciona y entremezcla desde principios del siglo XX con Einstein y su constelación de antecedentes y consecuentes.

No obstante, el problema del espacio y del tiempo, lejos de ser elucidado, ha sido complejizado hasta niveles de fórmulas inentendibles para el profano y que no ha dejado para nada calmos a los propios físicos, tan proclives a clavar una definición sobre los maderos del portal de lo irreversible, como Lutero en Witemburgo, hasta que venga otro tras ellos a remover los clavos e imponer los suyos.

 

La raíz de un conflicto

Las artes han vivido siempre, y sin pensar mucho en definiciones, en ambos mundos de tiempo y espacio, y han servido para intuir un poco mejor ambos temas y tratar de entender este fenómeno del tiempo y el espacio que quizás sea exclusivamente humano.

Sin dudas, tiempo y espacio no sólo constituyen el océano donde se desenvuelve nuestra vida, sino que también muy probablemente quizás sólo existan para nosotros y nuestra consciencia. En este sentido, podemos —en un marco de, lo reconocemos, cierta simplificación etnocéntrica— dividir a las artes en tres ámbitos o «reinos» como sucede en la biología: la plástica, la literatura y la música.

Así, podemos decir que la plástica está atada al espacio; la música, al tiempo y la literatura tiene un status intermedio: en la prosa, un pie cercano a la plástica y en la poesía, otro pie cercano a la música. Obviamente, este esquema deja multitud de variantes posibles afuera, pero alcanzará para nuestro propósito.

La plástica es sorpresiva: percibir por primera vez una obra plástica, nos hace enfrentarnos con ella como un todo, en su plenitud desde el primer instante. Naturalmente, luego de verla sobrevienen los momentos de análisis y de comparación con otros trabajos, pero la obra en sí no transcurre: es siempre igual a sí misma ofreciéndose de un modo diferente a cada nuevo espectador, pero bajo el imperio del rigor de cada pincelada o martillazo.

En cambio, la música es ella en su propio transcurrir: mientras una obra plástica no empieza ni termina sino que se apropia de su mismidad al instante, la música está obligada a durar: debe empezar y terminar. Lo literario, por su parte y como dijimos, tiene un acercamiento a la plástica en la prosa: es completa en sí, aunque haya que tomarse tiempo para leerla, pero su composición es igual a sí misma como un bloque, sólo que dilatada en las palabras.

La poesía, en cambio, se construye a sí misma a lo largo de su lectura. La sucesión de metáforas o figuras girando alrededor de un tema hace del poema un flujo, un proceso de construcción eminentemente temporal, a lo cual se le puede agregar —en caso de tenerla— a la rima como un agente de tensión hacia el futuro a partir de cada nota previa.

También es cierto que en la más estática o hierática de las pinturas o esculturas se intuyen ritmos y cadencias, pero no hay ni una introducción ni una coda final. Del mismo modo, en el inevitable tiempo musical podemos encontrarnos con situaciones donde el tiempo se modela en función de la intención del autor, adquiriendo momentos y formas reconocibles, como si de una de obra de bulto se tratase.

 

El mundo de lo «irreal»

Y luego sobrevienen —entre las múltiples mezclas posibles de tiempo y espacio que mencionamos— el cine, con una historia íntegra en sí como un cuadro o una novela, pero que comienza y termina encerrada en sí misma, sin necesidad de abrirse a lo real como lo hace un poema o una sinfonía.

Con un poco de novela y otro poco de poesía, el cine cumple su función de obra de arte: reconciliar las exigencias formales de lo real, de lo inevitable, con los apetitos irracionales de la contraparte sensual humana. El principio de la realidad contra el principio del placer.

De esta manera, lo artístico se convierte en un recurso mágico para la mente: es a la vez amuleto y tabú. El arte —especialmente el occidental— necesita del aislamiento para poder valer.

En efecto, muchas de las «osadías» artísticas (presentaciones al aire libre, obligar a la gente a que participe del arte sin saberlo y cosas por el estilo) siempre conllevan una represión, sea ésta manifiesta encerrando la pintura o la sinfonía en un edificio o negar el encierro como recurso expresivo.

De todos modos, aun negándolo, el encierro —el misterio, lo prohibido— permanece, siempre con un dejo a rito religioso.

Es como en el caso del que se ve obligado a negar a Dios como ateo, pero no necesita expresarse como «a-astrológico»: el dios que se niega está presente de otra forma: en la negación, necesita ser negado porque sigue existiendo en lo específicamente humano y no así, por ejemplo, la astrología.

La prohibición del goce a la que se somete el hombre, racionalizándolo, lo que consigue es que exista una especie de mundo de la belleza per se (la necesidad del disfrute permanece) y no un hombre que ejerce el disfrute: el hombre que arranca el fruto del árbol prohibido queda eximido de la culpa y el arte queda atrapado entre los barrotes de «lo correcto».

Así, la libertad del arte, paradójicamente, queda encerrada en «lo artístico» y no involucra lo real humano que excede lo sensual y abarca también lo racional sin solución de continuidad.

El arte queda, entonces, como perteneciente al mundo de lo «irreal» y el hombre íntegro se parte en dos: en lugar de tener una mente racionalmente sensual y sensualidad racional —H. Marcuse, en Eros y civilización— lo que termina teniendo es un «artista profesional», un mercader del arte, alguien que nos cura de lo sensual: un curador.

Por su parte, el teórico artístico no puede acceder al arte en lo que piensa y escribe: el arte queda colgado a oscuras en la pared o hundido en el silencio de un teatro cerrado, en tanto que el hombre —fuera de la galería o del teatro— se recompone en el mundo real como quien trata de acomodar su ropa y su pelo ante los demás, tras haber tenido sexo clandestino en un baño público, mientras se dirige a dar una conferencia sobre teoría artística.

 

Una mujer genial en crisis

Hemos visto Tár de Todd Field (2022) con el estelar —absoluto y atrapante en todo sentido— de Cate Blanchett. Una directora de orquesta reconocida entre «lo más grande» y refinado del arte musical.

Su elegancia visual y gestual, su sabiduría como directora y teórica del arte musical son encantadoras desde el principio del filme. Su sinceridad y la verdad que acumula en sus observaciones y que dispara ante estudiantes impiadosamente, retiene a quienes quieren aprender y expulsa a los prejuiciosos.

En efecto, su idea del arte en su mayor pureza, la rodea como el brillo de una estrella apetecida por Europa y América —los Estados Unidos, puntualmente—. Pero su mayor anhelo es poder grabar la Quinta Sinfonía de Mahler —que conocimos en su Adagietto de Muerte en Venecia de Visconti (1971)— y cerrar un ciclo con las nueve sinfonías bajo un mismo sello discográfico, cosa no antes lograda por ningún director. Para ello se prepara en Berlín con los ensayos respectivos.

Su presencia y autoridad son las de un coloso de la música, una especie de: «artista prometeica que se lanzó en su propio cohete», según lo señala una crítica periodística inglesa tras su estreno, y el nombre Prometeo —lo sabemos— proviene del sánscrito y quiere decir «taladro de luz»: nada parece poder detenerla en sus aserciones: ella lo perfora todo: es fuerte, precisa e inviolable, como una voluntad convertida en ley.

Pero la ley de la voluntad de una persona —lo sabemos por Wittgenstein— vale sólo sobre sus límites como persona y no sobre los hechos que la rodean, su mundo circunstancial.

En el reportaje con el cual inicia la película se nos detalla la visión artística de Lydia Tár respecto del enfoque del director tratando de hacerse del propósito del autor y lo compara al kavaná hebreo, es decir a la intención principal cuando se recita el primer versículo de la Shemá: aceptar el Yugo Celestial.

Y es de notar que esto es posible porque la música requiere sí o sí de un intérprete; la poesía puede prescindir de él y la plástica es siempre un acto de interpretación personal.

También en ese reportaje ella explica cómo el director de orquesta domina el tiempo propio de la música en una argumentación muy sustanciosa mostrando cómo, con su mano derecha, atrapaba la vida del tiempo y hace con él lo que el director quiere, hasta detenerlo de ser preciso.

Pero también, en la presentación que antecede al reportaje, aparece la primera grieta que el taladro de luz de la artista ha comenzado a abrir desde el comienzo: el entrevistador la remite como una de los pocos artistas EGOT: aquellos que ganaron un premio Emmy, un Grammy, un Oscar y un Tony, y a continuación se nombran los ejemplos de Richard Rogers —el primer EGOT—, Audrey Hepburn, Andrew Lloyd Weber y cierra el breve listado con el recuerdo de Mel Brooks, lo que espontáneamente genera risas en el público, en pocas palabras: la habían nombrado junto a un payaso.

La magnitud empírea de su arte exquisita —que había requerido todos los detalles, desde el guionado del entrevistador por su asistente Francesca Lentini (Noémie Merlant) hasta el exclusivo diseño de su ropa— se había derrumbado por apenas haber figurado junto al nombre de un autor cómico.

Es así como, desde el comienzo y luego con el transcurso del guion, comienza a hacer agua el personaje de Lydia Tár. Sigue siendo imponente para todos —o muchos, al menos— pero el espectador se va enterando de la presencia de sombras imprecisas que no llegan a definirse del todo, pero que dejan intuir fácilmente lo turbio que se esconde.

 

La extraña voz de la locura

Por su parte, Tár siempre rescata de sí misma el poder de la volición, la materialización en sus éxitos artísticos desde su voluntad independiente y, en contraparte, trata a los demás como «robots» automatizados por prejuicios y pequeñeces, apreciación con la cual el observador hasta puede coincidir…

Especialmente ante la escena donde Tár se enfrenta con el estudiante de dirección que desdeña a la música de J. S. Bach basándose en la sexualidad del compositor, en el marco de este enjambre absurdo de «autopercepciones» sexuales en el que vivimos, o viven algunos, en estos tiempos de etiquetados.

Pero es esta misma fuerza interior la que se va abriendo camino —taladrando como Prometeo— al través de su pródiga carrera, dejando escapar señales alarmantes de su personalidad.

Una Lydia Tár que se presenta como «padre» de la hija de su pareja femenina Sharon (Nina Hoss) para defenderla de una niña agresora en la escuela y su pedido explícito de que la nena no le diga a ningún adulto acerca de la amenaza que le profirió. Lo prohibido, lo sucio comienza a crecer en una historia oscura, escrita en varias capas (guion del propio Field), pero bien entendible.

Desde este perfil, Lydia recibe a una nueva cellista y comienza a acercarse a ella en forma desmedida. Una perversión erotómana que la arrastra al conflicto inevitable con su pareja y a adentrarse de pleno en su dimensión anómala que viene ocultando, en la escena de la casa abandonada.

En ella, nuevamente oímos «la extraña voz de la locura» que recordamos en Sacrificio, pero a lo que se le suma —para acercar más el momento a la atmósfera tarkovskiana—, el sonido del agua que invade el ambiente de las ruinas, tanto fluyendo invisible como siendo chapoteada en el piso.

Y es de este modo que asistimos a la dolorosa revelación personal que alcanza la escala de lo metafórico en las heridas que se propina a sí misma, tratando de huir de un ominoso perro negro que la amenaza en lo profundo y oscuro de un pasillo de las ruinas, mientras que Olga —la cellista— desaparece.

El agua, los cánticos, la desaparición de la cellista, sirven, como en Sacrificio, a la idea de descomposición de lo real.

Así, el hecho es que de pronto, todos los muros de perfección psicológica que ella había construido comienzan a derrumbarse y el aparato comercial que la contenía va tornándose en su contra. Oye sonidos y cánticos que pueden ser los que ella misma oía cuando estuvo con los aborígenes en el Alto Amazonas peruano estudiando sus rituales musicales.

Un nimbado de cánticos, sonidos y hasta músicas misteriosas que sólo ella escucha, en su refrigerador o en las habitaciones de su departamento. El metrónomo que se activa solo en medio de la noche o corriendo en una plaza, sola, y escuchando gritos femeninos desesperados y sirenas policiales que no provienen de ninguna parte y que la espantan.

En efecto, un sueño en particular exhibe el infierno que su personaje encierra: una vorágine de voces y rostros —incluyendo la cara de un aborigen— que le susurran palabras al oído y su cama que aparece en un lago en la selva, con ella durmiendo y un fuego que comienza a encenderse sobre su cuerpo.

Sumado a todo esto, unos vecinos de su edificio que viven en un ambiente de enfermedad mental y suciedad la sorprenden y atosigan, acentuando su misofobia, especialmente cuando la policía traslada el cadáver de la vecina anciana, sucia y muerta.

Los cánticos de tonadas extrañas —especialmente los del comienzo del filme— refieren a las magias indígenas, y hacen recordar «la canción de la locura» que acompaña varios momentos de la película Sacrificio de Andrei Tarkovski (1986).

De hecho, esa locura ambiental parece emerger desde las múltiples grietas que se abren en la coraza de Lydia. Su Quinta de Mahler está cada vez más lejos.

La capacidad expresiva deja de ser en ella lo que quizás fuera el ideal de civilización que modelizaba su carrera: un juego de libertad y belleza que da súbito paso a esa especie de ogro desaforado que emerge a último momento, en la penúltima escena de la cinta ante la trompeta que introduce el texto fúnebre del inicio de la Quinta de Mahler.

De esta forma, y liberada de sus ataduras —que el zen llamaría «deseo, aborrecimiento e ilusión»—, no nace el orden que exhibía como modelo del mundo, sino el caos más furibundo que en verdad escondía.

 

Un personaje demasiado humano

Un caos violento que había estado sujeto hasta ese momento por los muros de la civilización que también ella sostenía —como una cariátide— sobre sus hombros, por la ropa a medida, la elegancia del arte refinado, la orden certera, la observación precisa de una gran artista. Las trompetas de Mahler desatan la furia en el escenario de la civilización, y eso, la civilización, no lo perdona.

Todos sus secretos, sus fobias, sus manipulaciones perversas salen a la luz y la luz de las tinieblas lo invade todo. Aturdida por sus alucinaciones auditivas y las manifestaciones públicas en su contra, los administradores del comercio artístico la mandan al exterior.

Lejos, bien lejos, para que el olvido haga su trabajo de limpieza en la Meca de Lydia que había sido su soñado Berlín. Lejos, bien lejos: en un departamento barato con un piano desafinado, en un río infestado de cocodrilos evadidos «de una película de Marlon Brando», en callejuelas atestadas de gente y ante un idioma desconocido.

Un enfrentamiento con su propio infierno cuando tiene que elegir una masajista —estilo geisha— y huye para vomitar su espanto en la calle. Contratada en la dirección de una orquesta para musicalizar una película, se va hundiendo en un enteramente nuevo Universo en el que se cierra esta violenta pero también triste historia.

El espacio la aleja de lo real y el tiempo la invoca para regresar a la música. Un final extrañamente melancólico, en un mundo totalmente dispar. Se coloca unos grandes audífonos para una grabación con público en vivo y extrañamente disfrazados de personajes de manga japonés.

Y con una invocación mágica desde la banda sonora de la película, arribamos a la extinción final, doliente y pesarosa, de un personaje que —como diría Nietzsche— quizás fuera demasiado humano para este frágil mundo.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Tár (2022)