Gustavo Boldrini —a través de los relatos que conforman este libro maravilloso—, «nos reconvierte» en ese mudo pececito que ahuecado en las rocas de una quietud oceánica miró hacia afuera, y sintió, tal vez, que el huemul que intuyó el aroma del trébol, era apenas el anticipo de nuestra feble, prodigiosa y devastadora humanidad.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 7.12.2025
¿En qué momento ese pez se hizo huemul? ¿En qué momento ese pececito hizo un gesto, sintió un leve dolor, un aire tibio dentro de su cuerpo intrínsicamente frío u otra señal desde la que comprendió que debía salir del agua? ¿Sería en el mismo momento en que, sitiado por la tormenta, se quedó quieto unos segundos sobre una roca y dudó entre salir o quedarse en el mar?
¿En esa ocasión habrá sentido una clavada en el costado de una aleta, algo como si un nuevo órgano, un pie, le naciera? ¿O un tremendo y virginal mareo lo hizo mirar hacia la tierra mientras intuía el aroma del trébol?
¿Habrá sabido ese pequeño pez, en esa fracción de segundo, que un día sería huemul?
Gustavo Boldrini
Bastaría esta pequeña introducción como preámbulo de esta enorme obra que comienza a expandirse como una ola embriagadora, que avanza a pausas por un territorio que vemos en las fotografías o que, de vez en cuando, reaparece en algún documental como ilustrándonos, cual guía turístico, de una realidad que apenas logramos vislumbrar a intervalos instintivos.
En efecto, insertos como estamos en un mundo vertiginoso que nos arrastra de un punto a otro del planeta sin siquiera imaginar que nuestro propio universo, el cercano, el adyacente, el espacio bañado por sus olas milenarias, guarda en su interior misterios que apenas alcanzamos a dimensionar.
Con todo, es que tras las huellas marinas, embebidos de una salobridad que degustamos circunstancialmente, Gustavo Boldrini (1951) nos indica donde se hallan nuestros orígenes, esa idea simulada y oculta como una hiedra de corales, el sentido primigenio, la esencia del ser aherrojado hacia el plano terrestre como un niño que gatea a tientas premunido de sus aletas convertidas en extremidades.
Un tránsito en el hálito intermitente de una respiración que se agita con cada parpadeo y entonces, el hombre, desnudo y revestido de otra indumentaria, observa a su alrededor asombrado de estar erguido, aspirando la fragancia de la hierba, mimetizado en la esencia salvífica de las aguas internalizadas hasta los tuétanos, que lo han convertido en un «nómade sedentario», en esa contrahecha mezcla de transeúnte anfibio que se lava las manos y el rostro descubriendo en el oleaje, como un narciso náutico, la síntesis de su existencia.
Gustavo Boldrini es el argonauta hecho palabra, el precursor de una visita interminable, el descubridor de una masa liquida infinita que, paradójicamente, emerge desde las profundidades abisales para hacerse pescador, individuo de mar, pasajero indómito de una naturaleza bravía que despierta al ojo dormido y lo maravilla con sus seres recónditos.
Un héroe marítimo que embriaga con esa frescura indómita de lo que no se puede aprehender de golpe, sino a pausas, como degustando el tiempo y el espacio, deletreándolo con esa persistencia de quien sabe que más allá, en la religiosidad pura y descontaminada del piélago nuestro se esconde una verdadera identidad.
De ahí que recorra las caletas, «surque» los golfos y ensenadas, navegue a diestra y siniestra por aguas tormentosas, que redescubra como un prestidigitador siempre renovado, la belleza sin tregua de las ondas marinas, que nos muestre el apogeo del misterio en una secuencia de rostros curtidos por la sal, de frases entrelazadas sin tregua.
Palabras engarzadas por anécdotas que exceden los chispazos del humor o de quienes se inmiscuyen como polizontes en embarcaciones movidas por la eternidad de las corrientes o los inclementes vientos oceánicos, de los canales desafiantes o los estrechos indomables, oyendo como en sueños el canto de las sirenas, el auge de los fabulosos dominios chilotes, sus supersticiones auténticas, impregnadas de sudor y de miedos nocturnos bajo el velo sutil de las estrellas.
La lucha sideral entre la tierra y el mar
Así, el narrador va rehaciendo el mito, abre las compuertas de un universo ancestral, premunido de su vista alerta, de un caudal de alucinaciones y pesadillas que, a veces lo realza al sitio etéreo de la divinidad o lo sumerge en los recónditos abismos, donde jamás ser humano alguno discernió aun sobre el enigma envolvente que subyace tras una superficie que apenas evidencia pálidos señuelos de su realidad remota.
Luego, allí nacen los llamados, las invocaciones, las pasiones, la idolatría temerosa por esa vastedad ilimitada, que vemos como tenues y lluviosos resplandores de luz sobre las olas.
Y son aquellas rémoras mentales, los esbozos sensibles de un pasado inserto en un inconsciente infinito, que el narrador intuye en Angelmo o en Duao, en las pétreas arquitecturas de Constitución, que elucubra como naufrago de sí mismo en el Estrecho de Magallanes, que hurga en los recovecos de Cobquecura, asombrado del campesinado hecho fruto y navegación, que incursiona en la historia de Quellón o de Valparaíso.
Mientras, el autor atraviesa nuestros físicos vestigios, de la presencia de antiguos marineros que luego «besan y se van», del anciano millonario que despojado de sus ropas degusta como manjar de los dioses las lenguas de erizos en la mustia soledad de su mansión, de las luchas soterradas de Trentren Vilú y Caicai Vilú, para que con esas serpientes mitológicas emergiera como un rompecabezas terrenal el atribulado archipiélago del sur de Chile, en esa puesta escénica de la lucha sideral entre la tierra y el mar.
Boldrini ha reabierto las fauces de la ballena y como un Jonás semi moderno, sale dando tumbos por un territorio que le cuesta reconocer.
Se refriega los párpados y escudriña a su alrededor para verse retratado en los diluvios del mundo austral, en ese ruido ensordecedor de las tempestades marítimas, en los saltos resplandecientes de las toninas de Aysén o de Punta Arenas, de los graznidos estridentes de gaviotas multifacéticas, de los imprevisibles requiebres territoriales próximos a Puerto Edén.
Y esa languidez sombría que mira a cubierta, esperando ser reconocida como seres atávicos todavía, con esa entristecida estirpe de la extinción premeditada, que ha sido camuflada en los albores de un progreso que avasalla sin tregua.
Desde su ojo avizor, desde sus caminatas y estadías en islotes inhóspitos, embutido en la selva nativa, tiritando de frío y mojado por una lluvia inclemente, un alma navegante pisa suelo firme, se acomoda a los designios de su próxima residencia, camina a tientas hurgando bajo la arena tras la huella palpitante de mariscos milenarios.
Luego, esboza un guiño sigiloso hacia las enormes montañas de piedra y tropieza a ratos entre la maleza a orillas de una playa para encender entre matorrales el faro de una nueva hoguera.
En las alturas se escucha el eco imperecedero de un lenguaje que nos enseña y advierte, que nos educa con serena pedagogía, para que seamos el artista que se zambulla sin miedo al fin bajo las aguas, que no trepida en verse como una sombra que asciende hacia «el descubrimiento real del mundo verdadero».
Un idioma que escribe y pinta en los peñascos, que toca los troncos de los árboles con venerable asombro, que ha visitado todas y cada una de las caletas costeras, que se ha embebido de mujeres y de hombres tocados por el ansía de una naturaleza que secretamente los define.
En suma, Gustavo Boldrini, en este libro maravilloso, «nos reconvierte» en ese mudo pececito que ahuecado en las rocas de una quietud oceánica miró hacia afuera, y sintió, tal vez, que el huemul que intuyó el aroma del trébol, era apenas el anticipo de nuestra feble, prodigiosa y devastadora humanidad.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).
Entre sus obras destacan las novelas El amor de los caracoles (Simplemente Editores, 2024), Útero (Zuramérica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

«Un alma navegante», de Gustavo Boldrini (Ediciones Kultrún, 2025)

Juan Mihovilovich Hernández
Imagen destacada: Gustavo Boldrini.
