«Esto no es Quinto Medio»: Un cuento de inquietante actualidad

La primera vez que leí la frase: «La realidad supera a la fantasía», fue en una novela del escritor chileno Juan Agustín Palazuelos titulada «Según el orden del tiempo» (1962), e inmediatamente sentimos al desaparecido y excéntrico narrador local al modo de un amigo íntimo y cercano: los hechos que aquí se relatan podrían haber ocurrido perfectamente en la capital de Chile, es cierto, pero no es la verdad la que nos hará libres, sino que las prístinas descripciones de la indomable ficción.

Por Cine y Literatura

Publicado el 2.6.2019

A un costado de la ventana, don Gabo observó cómo el sol caía timorato sobre el campus. Esa tarde de junio el frío le molestaba. De no haber sido por el bullicio –ese incesante ir y venir de estudiantes por los pasillos– se hubiera pensado que el lugar correspondía a un convento. Desde la comodidad de su oficina, don Gabo se aprontó para conducir la interrogación de fin de semestre. De cara a él, separados por la delgada madera de su escritorio, sus alumnos, y en especial sus alumnas, se explayarían sobre los aportes de Baumgarten en el campo de la filosofía de las artes. Pasarían una a una, a puertas cerradas, y sin intromisiones de terceros.

El profesor se sentía seguro de sí mismo y ante el resto, por lo menos eso le parecía a él: había sorteado los recursos judiciales interpuestos en su contra, a la mala, sí, pero había salido victorioso de ese trance, las acusaciones de conflictos de intereses habían sido olvidadas, tenía el apoyo transversal de poderosos empresarios, y tanto la vicerrectora de comunicaciones como el decano de leyes lo apoyaban a muerte: la misma devoción que sentía por parte de la Pancha Malena, la corrupta jefa de la sala de cine, sin ir más lejos (ya la llamaría para cobrarle sus comisiones). Y el Rector lo miraba como alguien útil de cara a su reelección en 202_, y el arzobispo, ante tanta presión laica, finalmente tuvo que terminar por agachar el moño.

Se miró en el espejo de su oficina, y se dijo: “Puta que estoy rico…”, y se ordenó el pelo negro que le cubría las sienes. Al instante, abrió la gaveta de su escritorio, revisó la caja de quince condones que había en su interior, y murmuró: “Quizás los termine ocupando todos durante esta tarde, el negro tincudo”. En su campo visual, de reojo, se alcanzaba a ver la edición en francés de À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, en un solo tomo, editada por Gallimard, que presidía la estantería copada de libros de esa habitación de trabajo.

Se escuchó un golpe de nudillos en la puerta. Abrió, y sus expectativas no fueron defraudadas: era Astrid quien se encontraba afuera, infinitamente radiante, como cualquier mujer de 20 años consciente de que tiene esa edad, la cual roza con la inmortalidad: el pelo castaño y liso, y la piel blanquísima de la cara, remataban con un pañuelo de fina tela que le rodeaba el cuello. Una espesa chaleca y un jeans, concluían la vestimenta de la alumna. “Hola profesor”, lo saludó, e ingreso a esa sala que miraba de frente al templo mayor.

El examen se desarrolló con la naturalidad de una alumna que poco sabe de la materia sobre la cual le están preguntando: de cinco preguntas, contestó en una condición aceptable, apenas una…

“Astrid, tú sabes cómo son las cosas si no quieres reprobar…, ya te lo habrán comentado las estudiantes de otras generaciones…, que esto no es un Quinto Medio”, le explicó con tranquilidad a la joven don Gabo. “Sí, profe, lo sé…, pero no me incomoda…”, le contestó con un disimulado atrevimiento la discípula.

Con rapidez, Astrid se levantó de su asiento, rodeó el escritorio, y se acercó con determinación y cierta ansiedad a su profesor. Sin más, puso su mano izquierda en la rodilla derecha de este, y lo besó. Pero Gabo la calmó. “Espérate un poco, que a mí me gustan los besos con lengua, como tienen que ser”. Y tomó la cara de la joven con sus manos e introdujo la suya en la boca de ella.

Si bien la excitación no fue mutua, el profesor apuró el trance: levantó el jersey de lana de Astrid, descorrió sus sostenes, y comenzó a besarle con desesperación los senos. Como la alumna todavía permanecía inclinada sobre sus piernas, terminó por sentarla arriba de su entrepierna. La mujer estiró su cuerpo hacia arriba, lo que Gabo aprovechó para desabrocharle los pantalones, y sacárselos con fuerza y violencia, arrastrando hacia el suelo con ese acto, las zapatillas de la joven.

Sin sostenes, y con la chaleca a modo de desproporcionada bufanda, el profesor sólo corrió la porción de género del calzón que cubría la entrepierna de Astrid, y se introdujo en el cuerpo de esta. La mujer gimió, y Gabo le tapó la boca. Fuera, se detuvieron unos pasos alertados por ese simulacro de grito.

Era otro de los profesores de la facultad, arquitecto de profesión, quien desde hacía tiempo se desempeñaba en la carrera. Ante el cuestionamiento de la docente que lo acompañaba, solo atinó a decir: “las maderas crujen en este campus”. “¿En serio?”, le contestó la docente. “Sí”, remató él y se llevó el dedo índice de su mano derecha a los labios, haciendo el inequívoco gesto de llamado al silencio.

Al interior de la oficina, en tanto, el rostro de Astrid, con los ojos achinados y brillosos, la piel blanca y suave, enrojecida, expresaban una emoción contradictoria: placer, dolor, y también vergüenza.

Gabo se estremeció, y a los segundos la alumna detuvo sus asimétricos movimientos.

“Ya mijita, levántese”, le pidió el profesor. “Aquí tiene confort”, y le cedió un rollo de papel higiénico que extrañamente tenía al lado de sus documentos de trabajo académico.

En un gesto extremadamente erótico, por lo espontáneo, Astrid se limpió delicadamente su sexo y botó los papeles en el pequeño recipiente ubicado en un rincón de la oficina, sin pantalones, sin zapatillas, sólo en calzones, la cara afiebrada, y la chaleca de lana y el pañuelo al cuello desordenados, como recién salidos de una secadora.

Se acomodó la ropa interior, le pidió al profesor sus sostenes, se los sujetó, y luego recogió del suelo sus pantalones y las zapatillas. Terminó de vestirse sentada en la silla donde había sido interrogada sin éxito acerca de las ideas de Baumgarten, hace unos minutos.

“Subiré las notas finales a la web del curso”, la interrumpió Gabo, y le guiño el ojo con una sonrisa.

“Ya, ándate, no más, que en quince minutos tengo que seguir con las evaluaciones. Te avisaré para conversar un café con el fin de saber qué te pareció este semestre y mejorar en el próximo, ambos”, concluyó.

Astrid suspiró, abrió la puerta y prácticamente corrió en dirección al baño que se encontraba a un lado del templo mayor.

 

 

Imagen destacada: Los actores Ada Condeescu y George Pistereanu en el filme Loverboy (2011), del realizador rumano Cãtãlin Mitulescu.