Fragmento de “La mujer de ellos”, de Ana Arzoumanian: Yo no cambio de opinión, cambio de cuerpo

La escritura de esta narradora argentina se despliega a través de las libertades propias que ofrece una voz femenina consciente de su diagnóstico creativo, identitario, e histórico. A la belleza sintáctica y literaria de las siguientes páginas -partes de la anatomía de una novela-, se añaden una particular estética del horror, y una singular mirada de lo sangriento y de experimentar el conflicto íntimo de la sensualidad personal.

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 4.4.2018

Voy a tomar un tren, un avión, un barco. Iremos a Grecia. Un pueblo marino donde las personas sean plantas, escombros, columnas. Ellos no la encontrarán nunca allí. Un pueblo de sandías y melones. Una iglesia bizantina y una taberna. Y cuesta abajo, playas arenosas y colinas arenosas, vestigios de un santuario de Zeus. Atravesaremos un pórtico en el puertecito del apóstol, puerto festoneado de mosaicos de máscaras de sátiros, de imágenes paganas. Lo buscaré y lo llevaré a Grecia. Nos hospedaremos en la ciudad vieja. Duraremos en la nervadura del cielo, en las casas recortadas como nubes abruptas. Y estará a mi lado la mañana siguiente. Rehogará en aceite los caballitos de mar, me dará de comer. Y estará a mi lado la mañana y la tarde y la noche siguientes.

Ellos no la encontrarán nunca allí. Y quizás ya no sea ni día ni noche. Quizás ya sea la muerte, esa duración que promete el castigo. Entonces ellos no sabrán que será santo lo que perdura, la perpetua tibieza de su aliento que la acariciará por siempre.

Iremos a Grecia. Aunque creo que ya estuve allí. Este lugar ya lo vi. Alguien borró con amoníaco el sello de cera que denunciaba el año del beso interminable. Me golpeo los hombros en las galerías, en el atrio mayor. Entonces me sostengo de los barrotes y es la cama, otra vez mi cama, este cuarto. Paredes de arena y losas de un sol que hiere. El sol de Grecia es una mancha blanca, un bruñido de neblina. El cordero, el becerril, el mar y los ojos. Grecia llena de ojos, de cuernos, ojos de zumo de acacias como tenazas apretando pezones. Una sirena calva con hocico de senos níveos. Y no puede escapar. “No sos confiable, nena. Te la pasás cambiando de opinión”. Y ella no cambia de opinión, cambia de cuerpo. Turquía, Grecia, Armenia, Argentina. Yo no cambio de opinión, cambio de cuerpo.

Tiene apenas un año, ellas la zarandean para dormir. Atada en ángulo, está cubierta con mantitas de puntilla, fajada y envuelta desde el cuello hasta los pies. Ellas la zarandean mientras secan hojas de menta en un trapo sobre el piso. Y en el balanceo se cae sobre techos con ropas tendidas, entre pirámides rocosas, grutas de erupciones volcánicas. Cae sobre una montaña con sandalias rosas, a un lago sin vida, sobre el Mar Negro. Cae sobre el mármol humeante, sobre un camello que ataca veinticuatro cúpulas abajo. Como trillo va rasgando el marfil, decolora el azul de pájaros en azulejos. Deshilacha todas las alfombras en la peladura de un bazar hambriento.

La examinan, la inspeccionan, la revisan. Pero el pensamiento no tiene moretones. Y me duele. No hay forma de aliviarlo. Que si me siento o me acuesto o me paro o camino. Siempre la misma idea, la misma imagen que duele por todos lados y no tiene moretones. Se mueve como odalisca y baila, me tira gasas de colores cosidas con moneditas, trepa. Se me adhiere como zarcillos, se me enrolla. Lleva la marca de Adriano y manos de campesina. Se emparra, tiene el dedo externo unido al medio, y versátil, lo dirige hacia atrás. Abejarucos de alas azules y verdes, sensación que se encarama, que me monta, ay Dios, me devora.

Es un aire que la traga, un embudo de presión de aire. Abre la última puerta, despresuriza la cabina, la chupa. Voy a hacer dibujos en la pared con esta imagen. Voy a tallar la pared para que no salga, para que no venga desde África, desde Asia. Voy a decir que fue concebida en trece meses. No dejaré que el aire infle las cortinas. El dedo índice no se manchará de sangre. Inhala. Exhala. Es su respiración. Estoy subida a la tarima y este aire está dentro de mí. Regular y rítmico, óxido de orín en la estación de tren. Está. Miles de piezas dentarias partidas, miles de muelas tiradas, colmillos entre moscas en la plaza de Argel. Está. Es la promiscuidad de la regla, la repetición de lo que debe cumplir. Regular y rítmico. Está. Una toalla sobre la cabeza, un pañuelo. Una medida adentro. Un dedo, una medida. Una procesión de hombres riendo, una procesión de mujeres calzadas sin talón. Está. Espasmódico, convulsivo, arqueando el cuerpo. Aire caliente de pan cocido sobre la piedra. Aire de nicho. Está y quema. Ácido que corroe el papel. Habrá una mancha en su cara, en sus ojos. Y la mancha ya está en la foto, anunciada en el ácido del papel. Está y viene. Ya vendrá.

Baja las escaleras a hurtadillas. Se para al costado de sus camas mientras duermen, los mira. Tengo tirones en las manos, tirones en los dedos. Espía sus pies sucios. Y ese olor despellejado mientras duermen y la cama que se ensancha. Duermen con tijeras en los labios, empastados en vibraciones negras de hachas, de martillos. Ellos tienen sueños maquinales. Y tubos como gargantas que roncan. Y besos babeantes. Se ponen boca abajo y cavan una zanja. Y me tocan con esa saliva que se les escurre de la boca. Me pongo en guardia. Un animal me azuza. Y aunque se sienten en jurado de tribunales, y traten de evitarla, se disfraza, cabalga hasta la frontera, cruza fuegos y sirenas. No será inocente. Los está mirando al costado de sus camas. Se arremanga. Me pongo de costado para que no me salpique. Retengo el aire, no los respiro. Una hoja con filo de un solo lado, una hoja inserta en mango crucífero.

Y ahora.

Y ahora por los escombros del vertedero gritando en otra lengua.

Ahora por mí y por los niños apilados detrás de la tapia. Tiene las medias ceñidas.

Por mí.

Por la marejada de madres asfixiadas en el mismo llanto.

Por mí.

Ahora por mí, semen de espuma que se evapora y no llega y no me alcanza y no viene.

Por mí.

Se cruza de piernas, se tapa con el vestido negro.

Sostiene la bolsa de Holofernes. Los está mirando al costado de sus camas, les clava la vista.

Y ellos duermen.

Yo espero el charco.

 

Portada de la novela «La mujer de ellos» (Nuevohacer Grupo Editor Latinoamericano, Colección escritura de hoy, 2001, Buenos Aires, Argentina)

 

La escritora bonaerense Ana Arzoumanian (1962)

 

Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962. De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: “Labios”, “Debajo de la piedra”, “El ahogadero”, “Cuando todo acabe todo acabará” y “Káukasos”; la novela “La mujer de ellos”; los relatos de “La granada”, “Mía”, “Juana I”; y el ensayo “El depósito humano: una geografía de la desaparición”. Tradujo desde el francés el libro “Sade y la escritura de la orgía”, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, “Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto”, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem para realizar el seminario “Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión”, en Jerusalén, el año 2008. Rodó en Armenia y en Argentina el documental “A”, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera, y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela “Mar negro”, por el sello Ceibo Ediciones.

El extracto que aquí presentamos fue cedido especialmente por su autora para ser publicado por el Diario «Cine y Literatura».

 

Imagen destacada: La actriz argentina Antonella Costa en un fotograma del filme «Garage Olimpo» (1999), del realizador trasandino Marco Bechis