“El hilo fantasma”, los que aman, odian

El nuevo largometraje de ficción del realizador norteamericano Paul Thomas Anderson es una obra audiovisual cautivante, que lamentablemente se haya confinada en los márgenes de un drama y de una historia algo “pequeña” para esa cámara y actuaciones estelares, las cuales delinean un audaz riesgo artístico y técnico, con el propósito de relatar los detalles de una vida común y corriente. El filme cuenta con seis nominaciones a los premios Oscar, incluyendo los disputados galardones destinados a la mejor película y al mayor director de la temporada.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 2.3.2018

“Con la música se relata la historia, con las luces se dice al espectador lo que debe mirar, con el montaje se le impone lo que debe ver. El verdadero actor no necesita estos artificios para convencer al público de carne y hueso que se mueve, tose, respira, aplaude, abuchea, vibra. Es el público quien hace al actor. En el cine hay una pantalla entre el actor y el público.”
Jean-Michel Guenassia, en La vida soñada de Ernesto G.

Paul Thomas Anderson debe ser quizás el autor cinematográfico con mayores ambiciones de la gran industria: sus obras son siempre diferentes, desarrollando factores estéticos desconocidos y nuevos, en cada uno de los títulos que produce, luego de los lapsos de tiempo prudentes y definidos (entre dos y cinco años), que se toma para ello.

Ahora, por ejemplo, en “El hilo fantasma” (“Phantom Thread”, 2017), se condensan una serie de características insinuadas en sus trabajos anteriores: movimientos de foco intrépidos, rasgos fotográficos propios de la época en que se encuentra insertada la trama de la pieza, y la constante utilización, a lo largo del producto simbólico, de la una banda sonora docta y orquestada que se escucha en la totalidad de las secuencias que conforman el largometraje.

Puede ser que la Academia norteamericana se haya sentido subyugada por el innegable talento narrativo y audiovisual de Thomas Anderson (1970), pero lo cierto es que ese bagaje estratégico y también técnico, le queda un poco grande a la historia que se propone desgranar: la del ficticio y exitoso diseñador de vestuario y sastre inglés Reynolds Woodcock, en los albores de la década de 1950, situado en la ciudad de Londres y de sus alrededores.

Así, y a modo de un James Joyce en su novela “Ulises” (1922), el realizador añade un sentido de épica a esa biografía neurótica y maníaca protagonizada por Daniel Day-Lewis, quien también compite por el Oscar a mejor actor principal. Dentro de las minucias de esa trayectoria, el director pretende esbozar un verdadero “tratado” en relación a los vínculos sentimentales y psicológicos atestiguados entre un hombre y una mujer, después de que ambos asumen una relación de compromiso: el misterio del nacimiento del amor, y la irracionalidad de los patrones intuitivos que impulsan las elecciones de los seres humanos en ese escabroso territorio emocional.

La apuesta resulta un ahondamiento de tópicos tratados por Anderson escasamente en cintas suyas previas, tales como “Vicio propio” (2014), descartando la presencia en aquel campo temático, de uno de sus mejores títulos, de “Embriagado de amor”, con la cual ganó la Palma de Oro de Cannes en 1992, y en donde las claves de la pasión heterosexual correspondían al centro de la historia; pero acá, y salvo la tensión y el atractivo dramático aportado por la actuación de Daniel Day-Lewis, la trama de la obra que analizamos carece de una mayor profundidad en sí misma, y su desarrollo asemeja a la visión de un muñeco revivido por la destreza de un hábil y obsesivo ilusionista: si no fuera por la cámara del autor, los días del modisto Reynolds Woodcock carecerían de otro interés superior al evidenciado en cualquier otra existencia humana dedicada a una labor detallista y minuciosa, apegada en demasía a la representación de la figura filial de su madre, y con una personalidad provista de rasgos cercanos a la misantropía (y misoginia).

Los colores y las luces de la fotografía reproducen en su composición la estética visual de un filme producido originalmente en la década de 1950, y esa decisión artística y técnica, sumadas a la presencia de escogidas composiciones del canon docto, añadidas a la interpretación de Day-Lewis (cabal, notable, prodigiosa, aunque siendo una reiteración de su único registro gestual), hacen que la trama y la apreciación de “El hilo fantasma” podrían merecer el juicio y el calificativo de estar frente –las audiencias contemporáneas- a una obra mayor de la cinematografía actual y presente. Lamentablemente, esa definición carece de fundamentos y de apego a una verdad simbólica y creativa incuestionables.

“El hilo fantasma” parece ser un largometraje de ficción excepcional nada más debido a que su director responsable fue Paul Thomas Anderson, y en efecto es la retórica cinematográfica del autor la cual enaltece una historia literaria, sino sombría y rutinaria, sólo mediocre en su gestación y resolución argumentales. Mucho realizador y bastante convicción audiovisual para un guión y libreto sólo del “montón” (escrito por el mismo cineasta). Esa es la realidad, y negarla sería caer en una miopía y falta de ecuanimidad crítica elementales.

Película de época, la ambientación y el diseño de vestuario son otros de los aspectos destacados en la forja de este título, que pretende resaltar los códigos de una soledad masculina impotente ante la complejidad de las decisiones propias de la esfera afectiva y romántica, pero, insistimos, con nudos dramáticos que se desenvuelven en una calidad narrativa mediana y a veces llamativamente gratuitos y escasamente profundizados.

Esa retórica de la costumbre que intenta plantear audiovisualmente Thomas Anderson, deviene de esa manera en un género apologético en torno a la verificación sensitiva e intelectual de la vocalización de las palabras (liderada por Day-Lewis), de las emociones cotidianas, de los mínimos gestos, de las omisiones, en el ahondamiento acerca del diagnóstico en la “posesión del otro” como pareja, en un elaborado discurso cinematográfico sobre el enigma y la auténtica naturaleza del amor, descrita por los ojos de un soltero mañoso y rabioso, que bordea los 50 años, y el cual teme compulsivamente quedarse solo y escépticamente abrumado para la eternidad.

La excelencia del montaje –que enlaza cuadros de arriesgados giros que incluso podrían romper el eje de la cardinalidad diegética, en planos-secuencias que nunca alcanzan a serlo- reviste la “pequeñez” del drama, bajo los códigos de una superproducción fílmica, y ese empecinamiento no obstante, jamás logra el objetivo de revestir a esta historia de ese hilo que busca desentrañar y penetrar, en las significancias y conceptos propios de las colosales abstracciones espirituales que pretende descifrar (al modo de una novela de Henry James), en un lenguaje actoral, dramático y cinético ampliamente satisfactorios. La música es la voz en off que verbaliza esta historia, así como sucedía en los comienzos de la industria y del género “mudo”: pistas clásicas de renombrados compositores que Jonny Greenwood (quien también lucha por un Oscar gracias a su desempeño en esta obra), inserta junto a una que otra de sus creaciones personales.

Es cierto, quedan las actuaciones de Day-Lewis (un gran intérprete, pero sobrevalorado, creemos, por esa aura de ocultación y de exquisitez con la cual ha parido a los personajes pertenecientes a su misma vida, de hecho, esta sería su última incursión cinematográfica), la participación de la británica Lesley Manville (candidata al Oscar a mejor actriz de reparto), y el talento artístico sobrenatural de Paul Thomas Anderson, hacen que las dos horas de “El hilo fantasma” se vislumbren en lo incorpóreo de una ilusión, que jamás alcanza a corporizarse en una historia dramática “de verdad”.

 

El tres veces ganador del Oscar Daniel Day-Lewis (como el sastre Reynolds Woodcock) y la actriz Vicky Krieps (en el rol de Alma), en un fotograma de «El hilo invisible» (2017), del director Paul Thomas Anderson

 

Tráiler: