Historias de un cinéfilo septuagenario

El columnista describe las raíces biográficas y familiares de su pasión personal por el séptimo arte, nacida en la desaparecida sala Dante de la Plaza Ñuñoa durante la década de 1950, y consolidada en los anfiteatros de los barrios de la Gran Avenida del Santiago pasado, en experiencias vitales que le han investido, en su tránsito hacia la madurez humana, a la categoría de un preparado tallerista y profesor de entusiastas clubes de cine, dedicados a la tercera edad.

Por Fernando Moure Rojas

Publicado el 2.5.2020

La pasión por el cine despertó temprano en mí. Eso sí, no sucedió la primera vez que asistí al biógrafo (así lo llamaban mis padres); en esa oportunidad me llevó mi madre, cuando yo tendría alrededor de cuatro años, y fuimos a ver Peter Pan, en la versión de Disney. Recuerdo haberme dormido antes de la mitad.

Más tarde vendrían las matinales del Cine Dante, a las 11 de la mañana, en la Plaza Ñuñoa; primero íbamos a Misa con nuestra hermana mayor y, cumplida la obligada devoción religiosa, cruzábamos en diagonal la plaza e ingresábamos al cine. Mi memoria de entonces era incapaz de registrar los largometrajes, por lo que hasta hoy sólo recuerdo las series y cortos previos a la exhibición de la película: Flash Gordon, Fumanchú, Shazam, El Gordo y El Flaco (Laurel y Hardy) y el inigualable Chaplin.

A partir de los cinco años, ya viviendo en la casa quinta de la Gran Avenida, en la comuna de La Cisterna, las tardes de domingo nos encerrábamos desde las tres hasta las nueve para ver una tríada de películas en el rotativo del Cine Moderno, a unos veinte minutos de distancia en bus. Funcionaba en un simple cobertizo con techo de planchas de asbesto-cemento a la vista, sin aislación térmica alguna, de manera que pasábamos frío en invierno y sudábamos la gota gorda en verano; tampoco disponía de desnivel en el piso, así que si tocaba alguien más alto delante debíamos cambiar de sitio o ver la película de pie. Y para colmo, las butacas eran de madera, por lo que después de seis horas sentados regresábamos a casa con el culo cuadrado.

Allí íbamos en ocasiones con Manuel, el dependiente de la ferretería de nuestro padre y, luego con más edad, por cuenta propia con mis dos hermanos mayores que me seguían. A veces, nos desplazábamos al cine Gran Avenida, siete paraderos de microbuses más lejos que el anterior, sala que nos gustaba menos porque exhibían sólo dos películas. Más adelante, nos aventuraríamos con mi hermano próximo en los cines del centro de la capital y con los dos que operaban en la ciudad-pueblo de San Bernardo, donde nos fuimos a estudiar al salirnos del primer colegio, más cercano a nuestra vivienda, cuando yo cumplía los once. Ya adolescentes, se agregaría a nuestras opciones de cartelera el Cine El Bosque, adaptado en un enorme hangar en desuso de la base aérea del mismo nombre, lugar en que veíamos películas los domingos en la función de «Vermouth» (a las siete de la tarde).

Mi género cinematográfico favorito desde pequeño ha sido el Western; o dicho de otra forma, las películas de vaqueros, como las llamábamos entonces, lo que era coincidente con mi juego de imaginación preferido: ser un cowboy del lejano oeste. Un héroe justiciero con dos revólveres al cinto, sombrero alón bien sujeto por el barbijo, cuchillo montés, rifle Winchester de repetición modelo 1873, caballo blanco. Con ese atuendo era amo y señor de Fargo, el pueblo quimérico construido en parte del terreno detrás de la casa, con restos de construcciones e implementos sustraídos de manera furtiva de la ferretería de mi viejo.

En las vacaciones de verano del año que cumpliría trece, junto con uno de mis hermanos, fuimos invitados por un primo de nuestra madre a pasar un par de semanas en su casa, en el pueblo de San Vicente de Tagua Tagua, una de las zonas agrícolas más fértiles del Valle Central del país. En la misma plaza mayor del lugar, el tío tenía la concesión del teatro municipal, que explotaba en esencia como sala de cine. Todas las tardes, yo me ofrecía de acomodador, con lo que ganaba algunas propinas (que gastaba en la heladería contigua al cine) y veía una y otra vez la película en cartelera, que se cambiaba para el fin de semana.

De vuelta de aquellos días de asueto, traje conmigo varios afiches de películas antiguas, obsequiadas por el tío; semanas más tarde, los enmarqué en casa con ayuda de uno de los trabajadores de la ferretería, para después colgarlos en muros de mi cuarto. El hermano con el cual compartía habitación, estudiaba entonces como aspirante a oficial en la Escuela de Aviación, así que llegaba viernes o sábado y se iba el domingo; en su primera venida a nuestro hogar, al encontrarse con “su” dormitorio tapizado de afiches, me obligó enérgico a retirar las imágenes impresas de mis sueños. Me consolé en los días siguientes, canjeando los afiches por numerosas revistas de tiras cómicas.

De pronto, sin darme cuenta ni aviso previo, me hice grande; creo que sucedió cuando cambié mi gusto por las pistolas y las correrías como caza recompensas, por el atractivo de las niñas púberes, en especial la oportunidad de contacto con ellas en las fiestas bailables. A su vez, abandoné el Farwest activo y lo reemplacé por el novelado. Por mis manos pasaban veloces los libros de Zane Grey y Marcial Lafuente Estefanía, entre muchos otros autores afines. Y a estos los abandoné a contar de los diecinueve, en que comencé a trabajar mientras seguía mi carrera universitaria, y mis gustos por la literatura y el cine fueron ampliándose y madurando con los años.

Cuando tenía poco más de 40 y ya era padre de mis cuatro hijos (tres mujeres y un hombre), adquirí una cabaña y terreno de tres mil metros cuadrados en un pequeño pueblo de montaña llamado San Alfonso, a unos mil cien metros sobre el nivel del mar y situado en el Cajón del Maipo (cañón del río de igual nombre), a una hora en automóvil desde la casa que habitaba con mi familia en Santiago.

En la primera temporada de verano que estábamos de vacaciones allí, una tarde del segundo o tercer día, bajé al pueblo principal de la zona (San José de Maipo), donde disponía de mayor variedad de comercios. Había notado, en mis pasadas de fines de semana previos, la existencia de un local que anunciaba arriendo de películas. Ya contaba en la cabaña con un televisor y un reproductor de cintas VHS.

Aquella videoteca funcionaba en un pequeño recinto, aledaño a una casa pareada de población; un lugar modesto y estrecho, en el cual se disponían cientos de cajas con cintas agrupadas por género. Me fui directo a preguntar por películas de vaqueros. E hice “mi febrero”, al encontrar todos los clásicos gozados en mi infancia; no recuerdo cuantos arrendé, pero sí que vi una película distinta cada día del mes que pasé allí. Cada tanto, bajaba a buscarlas de a seis u ocho por vez. Desfilaron ante mis ojos James Stewart en Winchester 73 y El hombre que mató a Liberty Valance, con John Wayne en la anterior, junto con La diligencia y Más corazón que odio, Burt Lancaster y Kirk Douglas en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral), Gary Cooper en A la hora señalada, Glen Ford y Van Heflin en El tren de las 3:10 a Yuma, Joseph Cotten en Duelo al sol, Richard Widmark en La ley del Talión (The Last Wagon), en fin, varias más, sin que pueda mencionarlas todas con certeza.

Siete años después vendría la separación de la madre de mis hijos y los filmes de westerns caerían en olvido transitorio; y la cabaña aquella, fue vendida tres años más tarde, decisión de la cual hasta hoy me arrepiento.

Hacia fines de agosto de 2014, una trombosis e infarto al pulmón me tuvieron varios días en reposo al volver de la clínica. En mi tiempo de forzado ocio, me dediqué a ver películas y encontré algunas de vaqueros en el cable, pero a los pocos días me parecieron insuficientes. Discurrí buscar por internet y por ese medio ingresé a la página de Amazon. Y, ¡oh maravillosa sorpresa! Ahí estaba todo, me encontré frente al Farwest completo en modo DVD.

Comencé a comprar, de cinco, de a diez, y como todo apasionado, empecé a indagar más, descubriendo sitios web y locales de venta en el centro de la capital, además de adquirir cada tanto libros especializados sobre cine. Y seguí importando películas o consiguiéndolas localmente, hasta disponer hoy una colección (que conste: ninguna pirata) mayor a quinientos western y más de cuatro mil películas en total, con formatos en DVD y BluRay.

Con ellas, desde 2015 dirijo un Club de Cine gratuito, para treinta o más asistentes, en el cual programo ciclos temáticos mensuales (por país, género, director, actor y otras pautas), en paralelo, desde el 2016 he estado asistiendo a algunos seminarios sobre cine y continuado también con mi formación autodidacta, investigando por medio de libros y sitios o blogs especializados en cinematografía, todo lo cual me ha permitido desarrollar e impartir desde el año pasado un Taller de Historia y Apreciación del Cine y otro de Grandes Directores y de Autores.
Así, con las idas y vueltas de la vida, aquí estoy a mis 70 convertido en un completo y feliz cinéfilo.

 

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Fernando Moure Rojas nació en Santiago en 1950 y creció siendo parte de una familia numerosa, donde la lectura era un culto. Su facilidad para escribir la derivó hacia la consultoría y una larga carrera ejecutiva en distintas empresas, por 46 años. Se define como escritor tardío, porque se volcó a la ficción y poesía después de los 60. Tiene a su haber: Septiembre sin primavera (novela, 2013), El camino del aprendizaje (reflexiones y fotografías, 2014), Amores y quebrantos (poemas, 2017) y Legado de familia (cuentos y relatos, 2019).

 

Fernando Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: John Wayne en El hombre que mató a Liberty Valance (1962).